El mundo, en una librería

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Las librerías y los libros de viajes son un buen antídoto contra el desánimo, pero también un refugio para extranjeros en una ciudad que no conocen. Este es un canto a las librerías y una guía de las que el autor recomienda por su calidad y calidez.

Me contaba hace poco una amiga escritora que en las épocas en las que no ha tenido dinero para viajar -como le ocurre ahora- no se deprime. Al contrario, se encierra en su habitación a leer libros de viajes, desde Stevenson a Paul Bowles, y disfruta como si hubiera acompañado a estos autores mientras el primero descubría los mares del Sur o Bowles la mítica Tánger. De Bowles, por cierto, nos acaba de regalar Galaxia Gutenberg Desafío a la identidad/Viajes 1950-1953, donde se recogen todos los textos sobre viajes de un autor que nos enseñó la diferencia entre viajar y hacer turismo.

Si no quiere encerrarse en casa y desea sentirse solo pero acompañado, también puede visitar una librería. “Cada librería condensa el mundo. No es una ruta aérea, sino un pasillo entre anaqueles lo que une tu país y sus idiomas con regiones extensas en que se hablan otras lenguas”, escribe Jordi Carrión en Librerías (Anagrama), un recorrido por las librerías de siempre, como Shakespeare&Co, las cotidianas, en las que uno puede llegar a encontrarse con un tal César Aira, y las que tal vez existirán en el futuro.

Las librerías son también un refugio, no solo para los viajeros que llegan a una ciudad, también para sus propios habitantes. Méndez, la Casa del Libro, Antonio Machado, Pasajes, la difunta Fuentetaja, La Central desde hace un año o la FNAC, Alberti, Paradox… En Madrid me siento afortunado. Tengo las librerías que me merezco, que diría Bolaño, lugares donde puedo olvidarme del ruido infernal del tráfico en una ciudad que aún no ha puesto coto a los coche, incluso me olvido de las crecientes infamias de nuestros gobernantes municipales y autonómicos, que no pueden privatizar el aire porque está contaminado. Librerías que son como estaciones de tránsito. Acaban convirtiéndose en mi segunda casa, en mi verdadero país,  un país abierto a todas las lenguas y culturas, sin fronteras.

“Al fin y al cabo una librería es una comunidad de lectores”, me cuenta Lola Larumbe, de la mítica librería Alberti, fundada en los inicios de la Transición. El libro, dice Lola, sirve de vínculo entre los clientes y el librero, quien además de estar atento a las novedades y leer mucho, ha de saber escuchar a la gente. A esta librera, más que el futuro, le inquieta el presente.

Por eso sorprende que hoy, contra viento y marea, alguien decida montar una librería. Es lo que ha hecho Rafael Reig en Cercedilla, un pueblo de la sierra madrileña. Con valentía e idealismo (aunque él se confiese un materialista irredento), el escritor-librero ha tomado el testigo de la Librería Fuenfría, dispuesto a conservar (y a vivir) de este espacio casi tan necesario como las montañas que se ven a través de los cristales, una naturaleza algo más protegida desde que Guadarrama es Parque Nacional. “Aquí no se venden periódicos, ni cuadernos, ni bolígrafos, ni se sirven cafés ni vino, solo libros, y como aviso a los clientes lo primero que se encuentran es una estantería dedicada a la poesía”, me cuenta Reig, que cada semana ofrece a los lectores un particular menú literario.

Decíamos que las librerías son un refugio contra la soledad, también contra la estupidez y la barbarie. Por eso acudí el jueves a la Blanquerna, en el centro de Madrid, donde se presentaba Diario del Crash (Libros del Lince), del profesor Santiago Niño-Becerra, un diario que nos cuenta con crudeza y realismo cómo hemos llegado aquí, hacia adónde vamos y que podría sacarnos de nuestro mutismo colectivo. Durante el acto, el editor de Libros del Lince, Enrique Murillo, recordó la irrupción en Blanquerna de un grupo de falangistas hace unas semanas. Lo hicieron con violencia, dijo, pero con una preocupante tranquilidad. Un ataque que me recuerda a otro, al de la librería Lagun, en San Sebastián, en los años noventa, de manos de otros fascistas, aunque de otro signo. En las librerías, pues, no solo descubrimos el mundo. También son un muro de contención frente a quienes, como Millán-Astray, aún gritan: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”.

Foto: Maggie Loves Hopey (Flickr Creative Commons)

 

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Comentarios

  • Pere

    Por Pere, el 05 octubre 2013

    Es Jorge, no Ignacio Carrión. 🙂 Por lo demás, enhorabuena por el artículo y no duden en borrar este comentario una vez corregido el gazapo. ¡Saludos!

  • @leonquiros

    Por @leonquiros, el 06 octubre 2013

    las librerías… y las bibliotecas

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