‘El planeta de Pi’

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RAFA RUIZ

El árbol de la vida, de Terrence Malick, Melancolía, de Lars von Trier, y ahora La vida de Pi, de Ang Lee. Tres grandísimos directores, de probada solvencia entre el público y la crítica, nos han presentado en el último año visiones trascendentales de la existencia que entonan bien con este clima de apocalipsis en vísperas del manido ‘fin del mundo’ del calendario maya: a saber, cuando comience el solsticio de invierno de 2012/2013, entre el 21 y el 22 de diciembre. Que más que fin es crisis, cambio de ciclo. Y esperemos que así sea.

Las tres películas presentan a la Humanidad como una pequeña gota en un infinito; hablan de la fragilidad y de la soledad del ser humano frente a tantas fuerzas que se nos escapan; nos presentan ¡tan pequeños! la butaca donde estamos sentados, el cine donde estamos metidos, la ciudad en la que vivimos y los vecinos con los que compartimos experiencia visual.

La última de ellas, La vida de Pi -del director de La tormenta de hielo, Sentido y Sensibilidad, Comer, beber, amar, Tigre y Dragón, Brokeback Mountain, ganador de dos oscar- recoge y mezcla bien sensibilidades de Oriente y Occidente, como el libro en que está basada (que fue best seller en EE UU y cuyo autor, el canadiense Yann Martel, nació en Salamanca), como el propio director, que nació y creció en Taiwan pero ahora es ciudadano estadounidense. Puede ser muy religiosa o nada religiosa; hay versiones en ambos sentidos, según algunas de las muchas interpretaciones y simbolismos que este cuento, con la apariencia de sencilla fábula, es capaz de transmitir. Se trata de creer, creer en algo, pero creer a fin de cuentas, para escapar de la insoportable pesadez de sentirnos solos. Creer en un dios, o en muchos, o en uno mismo.

Pero La vida de Pi se abre un hueco en esta Ventana Verde de El Asombrario porque, entre esas lecturas, existe también la ecológica. Se trata de creer, y de confiar, en la naturaleza. También. En el planeta –una pequeña barca en el filme de Ang Lee, sometida a mil asechanzas y peligros- pueden caber, han de caber, el elemento civilizador de la Humanidad, pero también el salvaje e instintivo de la Naturaleza. Ambos conceptos con mayúscula. No pueden estar enfrentados permanentemente. Han de firmar un pacto, un acuerdo, para sobrevivir en la tempestad del Universo. Creamos en la fuerza de la Naturaleza. Confiemos en ella. Y disfrutemos. Si el tigre no vuelve la cabeza para mirar atrás, no se trata de desagradecimiento, es que la Naturaleza ES; por sí misma, es. Y lo único que tenemos que saber es acoplar nuestro ritmo al suyo.

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