Eliad Cohen y la susceptibilidad del bíceps

Imagen del modelo Eliad Cohen subida a su cuenta de la red social Instagram.

Imagen del modelo Eliad Cohen subida a su cuenta de la red social Instagram.

Imagen del modelo Eliad Cohen subida a su cuenta de la red social Instagram.

Imagen del modelo Eliad Cohen subida a su cuenta de la red social Instagram.

Unas declaraciones del modelo homosexual Eliad Cohen antes de entrar en un reality televisivo desatan un encendido debate en la red -y fundamentalmente entre gais- sobre los estereotipos y la normalización.

Esta columna está basada en un hecho real.

En la misma semana me he visto defendiendo el punto de vista de un bloguero que no conozco, llamado Michael Hobbes, que aprovechó un mal día para escribir un reportaje en The Huffington Post sobre la soledad del hombre homosexual, y criticando a un modelo, al que conozco un poco más pero tampoco hay mucho currículum que abarcar, llamado Eliad Cohen, que declaró que la imagen del gay en televisión era “extravagante” y que él iba a participar en un reality de supervivencia para “normalizarla”.

Los hechos que le interesan a mi relato sucedieron el martes, cuando saltó la noticia de que el modelo israelí Eliad Cohen sería uno de los participantes de la nueva edición de Supervivientes. Ante las declaraciones del muchacho, que pretendía demostrar a la sociedad española que los homosexuales no somos frágiles y podemos ser tan machotes como el que más, reaccioné con un tuit:

“Ya podemos estar tranquilos porque viene Eliad a ‘normalizarnos’. A veces creo que el bíceps es inversamente proporcional al cerebro”.

Me sorprendió que, a partir de ese momento, comenzase a recibir descalificaciones y lecciones de diversidad por parte de personas que se sentían más ofendidas por mi comentario sobre el músculo que por la idea de la ‘normalización’. Y eso me hizo pensar en algo que llevo tiempo comprobando: el bíceps es muy susceptible.

Frente a esos dos debates comprendí que estaba ante reacciones distintas pero complementarias. Por un lado, una especie de corporativismo gay que nos obliga a vender nuestra existencia como si fuese un oasis de lujo en medio del desierto. No podemos hablar de nuestras miserias, de nuestras frustraciones, hacer autocrítica, porque eso no es activismo, eso no nos empodera, ese no es un buen ejemplo para los adolescentes. Hubo quien vio homofobia interiorizada en el artículo de Hobbes porque hablaba de suicidio de jóvenes gais, de soledad y del consumo de sexo y drogas como amortiguadores de la ansiedad. Es cierto que ese texto pecaba de un exceso de pesimismo pero no era un reportaje pedagógico. No era un texto para menores que salen del armario. Era un texto para adultos a los que les interesa conocer los rincones de la personalidad humana, escuchar a esas personas a las que les hicimos creer que la felicidad era una pareja, un buen trabajo, una casa preciosa, y a las que no les hemos dado herramientas para trabajar la frustración que provoca no lograrlo. Y si bien eso podría ser un rasgo común a toda la sociedad contemporánea, hay particularidades ligadas a la orientación sexual que pueden hacer ese camino algo más complejo. Y negarlas, en nombre del activismo, es un error. El artículo no trataba sobre lo triste que puede ser tu vida si eres gay; trataba de las expectativas no cumplidas y de lo extraordinariamente complejo que resulta ubicarte en tu mundo cuando lo único que sientes como propio es el fracaso.

Por otro lado, me topé de nuevo con una entronización del músculo, del cuerpo de gimnasio, como una hipersexualización del hombre –aspecto que no me provoca el más mínimo rechazo- pero que esconde un canon estético más ligado a convencionalismos heteropatriarcales que a una reivindicación de la diferencia. Un gay que repite las particularidades del macho –fuerza física, músculo, rudeza- para ser aceptado, respetado y deseado en sociedad. Es una decisión voluntaria y como tal la respeto. De hecho, a mí me atrae mucho la masculinidad. Pero el código de convivencia se rompe cuando el individuo considera que su imagen es la “normal” y hacia ella deberíamos tender si queremos ser admitidos y considerados.

Eliad Cohen, maestro de jiu jitsu y con una experiencia de tres años en el ejército de Israel, primero apuntó que la imagen del gay en televisión era extravagante. Debería decírselo a Jorge Javier Vázquez, a Oriol Nolís, a Jesús Vázquez, a Hilario Pino. Y segundo, que él iría al programa a “normalizarla”. Casi 50 años de activismo LGTB tirados a la basura en una sola frase. Décadas luchando contra el concepto de normalidad y ahora resulta que el organizador de una macro fiesta gay llamada PapaWorldTour –esa es toda su aportación al movimiento LGTB- no lo sabía. Y, sorpresa, me encuentro con una legión de homosexuales dispuestos a justificarlo. Hombres para los que la expresión de Cohen no es ninguna amenaza pero una burla sobre sus músculos y su cerebro, sí.

Esas palabras, donde reside el subtexto de querer demostrar a la sociedad heteropatriarcal que los homosexuales también somos fuertes, no todos somos mariquitas frágiles y quejicosas, y hay que respetarnos por lo hercúleos que somos, no por quienes somos, destilan homofobia. ¿No intencionada? Puede ser pero, desde luego, sí es muy desafortunada. El modelo se disculpaba en su Instagram mientras sus admiradores argumentaban que lo que nos pasaba a quienes criticábamos esa declaración era que teníamos envidia, que éramos feos, poco atractivos, hipócritas, teníamos pluma, y que por eso nos habíamos puesto así; que si abogábamos por la diversidad, lo primero que teníamos que hacer era respetar a los que no eran como nosotros. O sea, a Eliad Cohen y sus músculos. ¡Tócate los cojones!

Cada vez soy más reacio a la ostentación, en todas sus versiones. Me irrita la discriminación, más aún cuando la ejerce un colectivo discriminado. Me preocupan las personas que confunden la crítica con la exclusión, con el hostigamiento. Me joden las lecciones de diversidad de aquellos en cuyas redes sociales no hay ni rastro de compromiso. De aquellos que si hubiese sido una persona con sobrepeso, o alguien poco agraciado, quien hubiese hablado de “normalizar” a los gais, lo habrían machacado. Me alarman quienes ven en la orientación sexual una disciplina de partido. Me aburre la condescendencia con la que tratamos los exabruptos y despropósitos cuando los dice un hombre atractivo. Me fascina la susceptibilidad del bíceps, que pareciese que hay que disculparse por bromear, criticar u opinar sobre el culto al cuerpo, la llave de la aceptación social, porque no estamos hablando de un rasgo físico objeto de discriminación, ojo. Que cuando un cuerpo de gimnasio se ofende ante determinados comentarios resulta tan violento como escuchar a Esperanza Aguirre decir que con su sueldo le cuesta trabajo llegar a fin de mes.

Puede ser evidente que Eliad no supo expresarse bien. O tal vez se considere un homosexual “normal”, como los hombres heterosexuales. Puede. Del mismo modo que Michael Hobbes puede escribir un artículo pesimista sobre ser gay y la soledad y otro optimista sobre las cadenas de restaurantes de comida rápida. Pero en ambos puntos de vista se destila una realidad. La de una población diversa, contradictoria, legítima, transformadora, orgullosa, llena de luces y sombras, como todo colectivo, susceptible a la crítica -¡faltaría más!- e inflexible ante la discriminación. Pero, sobre todo, una población que no necesita ser normalizada. Porque aquí, ¿quién coño es normal?

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