Eloy Tizón, 25 años de magia y compasión en pequeño formato

El escritor Eloy Tizón. Foto: Lisbeth Salas.

El escritor Eloy Tizón. Foto: Lisbeth Salas.

El escritor Eloy Tizón. Foto: Lisbeth Salas.

El escritor Eloy Tizón. Foto: Lisbeth Salas.

Se cumplen 25 años desde que Anagrama editó ‘Velocidad de los Jardines’, el libro que colocó a Eloy Tizón en lo más alto del relato corto. Una obra maestra del detalle, la magia y la compasión humana. Para celebrarlo, lo reedita Páginas de Espuma. Y aquí va también esta columna.

Las últimas semanas de mi vida han transcurrido entre Madrid, donde vivo, y Plasencia, donde nací, o para ser más exactos entre Madrid y La Puerta de Tannhaüser, la librería que con el tiempo acabará haciendo famosa a la ciudad del Jerte. Casi parece que trabajo allí. Pero en realidad, el motivo de estas idas y venidas en tren –que tarda tres horas en un trayecto de poco más de 200 kilómetros y siempre lleva retraso, cosas que pasan por el Oeste y que a nadie parece importarle– ha sido la presentación del libro de algunos amigos escritores. De modo que el lunes tomé el tren desde Madrid para acompañar en la Puerta, junto a la escritora María José Codes, al narrador madrileño Eloy Tizón, uno de los maestros actuales del relato corto, en la presentación de Velocidad de los Jardines, un libro de cuentos que la editorial Páginas de Espuma ha tenido la brillante idea de reeditar 25 años después de su primera publicación, con Anagrama.

Se han escrito decenas de páginas y de comentarios sobre este libro ya legendario, que va camino de convertirse en un clásico. Por mi parte, podría decir que hubo un antes y un después en el mundo del cuento y de la narrativa en español tras la publicación de Velocidad de los Jardines (VJ). Un momento, los noventa, en el que el relato corto empezó a despegar, allanado el camino por maestros como Medardo Fraile, Ignacio Aldecoa, Eduardo Zúñiga, Carmen Martín Gaite o Cristina Fernández Cubas, por citas algunos nombres. Podría decir que su carácter híbrido, a mitad de camino entre la narrativa y la poesía –pero siempre dentro de la narrativa– lo convierte en un libro original y fundamental, por esa certeza de Eloy de que la literatura es mestiza o no es, como debería ser la vida misma, ajena a fronteras y pasaportes.

Podría decir que ya el primer cuento, Carta a Nabokov, es una declaración de intenciones del entonces joven Tizón, que ha mantenido a lo largo de su obra: la importancia que en sus narraciones tienen siempre los detalles. En VJ, Eloy lleva esta máxima nabokoviana casi hasta el paroxismo: cada frase es un detalle dentro de un detalle dentro de un detalle. Podría decir que en VJ hay personajes que se llaman Anatalia, Austin, Mabel Lavana, Orfila o Karla. Que algunos son niños que atraviesan fronteras en un continente en guerra. Que muchos son estudiantes, jóvenes con la vida por delante y ya endurecidos por el mal sabor de boca que deja el paso del tiempo. Que otros son viajantes de comercio que en 30 años de profesión han visto quemarse un río, dos guerras, un eclipse parcial de Luna, una rosa azul, una mano sin uñas al borde de un sendero. Que hay profesores sin alumnos y sin futuro. Que hay escritores y hasta taxistas que no son taxistas, sino agentes de una organización que se dedica a ocultar a los inmigrantes y exiliados en los cementerios. Podría decir que en los cuentos de VJ no importan las tramas, que uno se zambulle en estos textos como si entrase en una nueva dimensión, plástica y oral, donde las frases pintan la realidad para enseñarnos, por ejemplo, que “morirse quiere decir una cinta fea en las pamelas, parientes enguantados, el luto musical del piano sonando en la terraza, y dejar de ver a los otros” o que alguien es “guapo en el sentido en que lo es una taladradora con sensibilidad o un abrecartas que sufre” o que “en las tardes nubladas olía a matemáticas”. Uno se adentra en sus cuentos como en un jardín oloroso y visual, sin olvidar el bosque, la historia, pues ya sabemos que un jardín es un bosque razonado.

Podría hablar de todo esto y de mucho más, pero lo que quise contar en la Puerta de Tannhaüser fue cómo llegó a mí Velocidad de los Jardines, mi viaje personal. La primera vez que lo leí fue a mediados de los años noventa, gracias a la recomendación de una amiga escritora que entonces era alumna del Taller de Clara Obligado, donde, paradojas de la vida, yo ahora soy profesor. Desde el principio, captó mi interés, como todo lo que se publicaba en Anagrama, la editorial gracias a la cual muchos de nosotros nos abrimos al mundo sin salir de casa.

En aquella época andaba en plena búsqueda de un modelo literario que seguir, una estética, una búsqueda que luego te das cuenta que no tiene fin. Había escrito relatos al modo Cortázar, Pavese, incluso al modo Borges. Ya veis, queridos lectores, qué inconsciente y soberbia puede ser a veces la juventud. ¿Imitar a Borges? Sin embargo, cuando leí Velocidad de los Jardines, sentí una especie de conmoción, la certeza de que estaba ante algo nuevo e indescifrable, con una oscura luminosidad, y perdonadme el oxímoron. Volví a leerlo, pues uno siempre debe corroborar los hallazgos. Y frente a la felicidad del lector que disfruta de una prosa exquisita y poética, de historias reales que a veces bordean la irrealidad, pensé también que ese libro, a diferencia de otros, era inimitable, que por más que quisiera no podría escribir nunca al modo Tizón. Y lo peor de todo era que ese escritor primerizo no había cumplido los 30 años.

No miento si digo que uno se convierte en escritor gracias a libros como Velocidad de los Jardines. La versión de Anagrama me ha acompañado a lo largo de los años, como un talismán, y cuando escribí mi último libro de relatos, Ocho cuentos y medio, quise rendirle un pequeño y modesto homenaje. En uno de los cuentos, Mosquitos, la protagonista, que no acaba de ver los nubarrones del futuro inmediato, lee en un momento dado un cuento en el que el narrador dice: “Si soy más feliz me desintegro”, que pertenece a La vida intermitente, uno de mis relatos preferidos de Velocidad.

Releídos ahora en la nueva edición de Páginas de Espuma he sentido de nuevo el deslumbramiento de la primera vez. Ahora, además, el lector cuenta con una joya añadida, un prólogo biográfico de la escritura del libro, Zoótropo, que debería ser de lectura obligatoria para quienes nos dedicamos a este oficio. Al recrear el contexto, Eloy dice cosas como estas, que tengo subrayadas y que ando explicando y comentando estos días a mis alumnos:

Un anuncio en las páginas salmón del periódico recomienda: “Hazte protésico dental”. El porvenir estaba en la ofimática, que nadie sabía muy bien lo que era. O en estudiar oposiciones, que siempre es algo seguro. Todo eso nos angustiaba, nos repelía por instinto. No teníamos vocación de subordinados, lo descubriste pronto. Ni tampoco de mariditos ni de padres de familia que lavan el coche los domingos y abrillantan los cromados, con su juego de gamuzas. Habrías querido huir lejos, a Berlín, o aprender cine.

Y parafraseando a Beckett, nos dice Tizón: “Puestos a fracasar, mejor fracasar a lo grande».

Un anuncio de bolígrafos de esos años: “La vida es corta. Escríbela”.

Pensabas entonces, y piensas ahora, que el éxtasis es superior a la erudición. Que es mejor tener fiebre que tener bibliografía.

El hormigueo de un cuento. ¿Cómo se escribe un cuento, si puede saberse, en el pliegue entre dos siglos. Porque a ti te parece algo imposible, peligroso.

Escribir es salir de un coma profundo. Nunca sabrás si será el último cuento que escribas o si habrá otros. Después de escribir un cuento te sientes, no sabes por qué, un poco culpable y avergonzado. Como si escribir fuera algo malo, un largo rodeo para ganar tiempo, esquivar la madurez y aplazar la toma de decisiones adultas. Cuando escribes te fugas: estás en la Zona.

Un cuento atrae a otro cuento. Después del terremoto principal, suelen presentarse un par de réplicas, a veces más.

Aprender a escribir es aprender a interrumpirse, a no cerrar, a mantenerse en vilo. La elipsis como arma arrojadiza. Un agujero se abre en el corazón sucio de la narrativa. Ningún cuento está completo si no le falta algo.

Toda la literatura es epistolar, necesita del otro para existir.

Cuento = rigor técnico + compasión humana.

Repito: Cuento: rigor técnico+ compasión humana. Podría ser el equivalente de lo que dice otro grande, Richard Ford: “La escritura es un ochenta por ciento técnica y un veinte por ciento magia”.

El rigor técnico, más o menos, se puede aprender. No así la compasión humana, ni la magia. Y creo que esta suma es lo que ha convertido a Eloy en uno de los narradores más singulares y originales de nuestro país. La compasión es imprescindible para entender el mundo y para reconciliarse con él, pues no siempre los finales tienen que ser infelices.

Si la compasión es un atributo indispensable para convertirse en escritor, para escribir cuentos, lo es aún más para habitar la vida real. Y digo esto porque si hay un autor generoso donde los haya, ese es Eloy. Salvo cuando le han herido, que yo sepa muy pocas veces, jamás le he oído criticar a un escritor, algo tan frecuente en el lodazal del mundillo literario, que no en la literatura.

Por tanto, el lunes pasado, me sentí doblemente afortunado. Por un lado, de estar allí para acompañar a Eloy, en la Puerta, en mi pueblo, en la fiesta de estos 25 años de Velocidad de los Jardines. Pero sobre todo, por hacerlo en calidad de amigo. La literatura tiene a veces esa magia de la que habla Ford.

“Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante”.

Así empieza el relato que da título al libro. Envidio a quienes os adentréis por primera vez en estos jardines veloces, cuentos que acarician la vida con liviandad, que son como un paseo al lado de Robert Walser, aparentemente sin destino, pero con la mirada siempre atenta a lo verdaderamente importante.

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Comentarios

  • Sandra, de Mégara

    Por Sandra, de Mégara, el 30 abril 2017

    Donde fueras haz lo que vieras, no es un refrán que haya observado para andar ppr el mundo, lo que me ha costado un precio que pagué con gusto. En el uso de las redes, ando como por el mundo, siempre curiosa y, cuando algo me conmueve, me gusta decir. Yo también tengo mi ejemplar de Anagrama y al releerlo en su nueva edición, volví a deslumbrarme. En este viaje compré jardines para regalar, pero también me dediqué a pasear en busca de libros que me indicaron como agotados. La despedida y Lisboa me acompañaron en el regreso a casa. La perseverancia, como la compasión, tampoco se aprende; en mi caso, son parte de la herencia de mi madre. Mucho más importantes para andar, que las pecas en mi espalda.

    • Javier

      Por Javier, el 01 mayo 2017

      ¡Gracias, Sandra!
      Espero que te gusten
      un saludo
      javier

  • Miguel

    Por Miguel, el 30 abril 2017

    Muy de acuerdo en todo. Solo por leer el prólogo ya merece la pena este libro. Por cierto he vuelto a releer el cuento ‘Mosquitos’ de Javier, porque lo había leído hace poco y no recordaba esa frase de ‘si soy más feliz me desintegro’. La he encontrado en las palabras de Mónica, la protagonista. Decir también que aunque es otro estilo totalmente diferente, ‘Ocho cuentos y medio’ me encantó. Cuentos claros, sencillos, muy bien escritos y con una musicalidad extraordinaria. Totalmente recomendable. Gracias por el artículo

    • Javier

      Por Javier, el 01 mayo 2017

      ¡Gracias, Miguel!
      Un abrazo

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