#ElValorDeLaAutocrítica

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La obra ‘Measuring the distance’ de Gonzalo Lebrija, en La Casa Encendida de Madrid. Foto: Manuel Cuéllar.

El ser humano es muy dado a amar la crítica siempre que sea él el que se la haga a otro semejante. En nombre del espectáculo muchos profesionales han bajado a límites nunca vistos su listón de lo que antes se consideraba periodismo. Todos los gremios necesitan autocrítica, empezando por el de los propios críticos.

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Nadie acepta bien las críticas. Me atrevería a decir que aquellos que apostillan que únicamente admiten las constructivas, todavía menos. Fingir que somos tolerantes con la valoración ajena es una pose. Como toda habilidad social, tiene una notable dosis de engaño, colectivamente aceptada eso sí, que hace que pongamos gesto reflexivo ante la crítica cuando, en algún rincón de nuestro cerebro, estamos juzgando al crítico para así deslegitimar su opinión. Con independencia de lo acertado o no de esa conducta, la mentira nos ayuda a sobrevivir.

Sin embargo, por esa adictiva contradicción que caracteriza al ser humano, nos encanta criticar, valorar, juzgar el comportamiento y el trabajo ajeno. Nadie está cómodo en el punto de mira del análisis. La crítica solo entretiene, dinamiza, estimula cuando se ejerce, no cuando se padece. Y como su ámbito es inabarcable, con dificultad podemos escapar de su influjo. Dudo que alguien criticado pueda pasar una buena tarde siendo el centro de atención. Pero los que critican, sí. Porque si algo tiene la crítica es que une mucho.

Y alrededor de esta farsa social, todos gestionamos nuestra convivencia sobre dos pilares argumentales: que nosotros tenemos razón y que los demás deberían hacer autocrítica. Y así hemos construido país. Haciendo de nuestra opinión un tótem sagrado y recomendando a los demás algo que, casi con seguridad, no hemos hecho nosotros. En parte lo comprendo. La crítica ajena, además de inevitable, es menos agresiva que la que podemos llegar a hacernos nosotros mismos. De ahí que deleguemos ese estudio en los demás.

Yo, que cada vez dudo más y creo que mis razones solo son válidas para el consumo personal -y cuento eso mientras escribo una columna de opinión; raro ¿no?-, creo que nos iría mejor, como especie y como país, si practicásemos más la autocrítica antes de recomendársela a los demás. O auto-criticarnos antes de criticar. Tal vez todo fluyese de una forma más orgánica. No me refiero a una autocrítica tipo rey emérito –“lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a suceder” para acto seguido continuar haciendo de su capa un sayo- sino un trabajo de corrección lejos del conformismo y la autoafirmación.

La ausencia de autocrítica, o una autocrítica trabajada desde un exceso de subjetividad, impide que seamos capaces de poner fin al error repetido tantas veces. Por ejemplo, recientemente todas las voces se unieron para criticar la actitud de Justin Bieber en España, tras abandonar un programa de radio y aburrirse como una mona en otro de televisión. Partiendo de que Bieber no me puede caer peor, creo que algunos medios de comunicación se han instalado en una especie de bula profesional que les permite hacer lo que desean con los invitados pero no es recíproca para los invitados con ellos. Estrategia que, con un mínimo de autocrítica, ya podíamos tener superada desde hace años.

Es muy fácil sentar a Justin Bieber delante de un micro y hacer humor a su costa. El niñato lo pone a huevo y entramos a saco. ¿Serían capaces de hacerlo con Mario Vargas Llosa? Y no será porque no hay materia para hacer una entrevista divertida e ingeniosa con el premio Nobel. Sin justificar el comportamiento de Bieber –que es de dos hostias mínimo- creo que los medios también tenemos que empezar a analizar nuestro trabajo y comportamiento con lupa no para reafirmarnos en el error sino para mejorar. Hemos cambiado la información por el espectáculo y eso es lo único que nos importa. No somos conscientes de que ese personaje, en un programa que le es ajeno, en un idioma que desconoce, con gente riéndose a su alrededor, es, por muy estrella que nos parezca, una persona vulnerable que no podrá dar una réplica a la altura porque, miren qué sencillo, no entiende el idioma. Ese tipo de entrevistas dan prestigio al entrevistador y presentador, que es el que brilla ante el chiste de guión. Los personajes están vendidos y cuanto más disfrutamos es cuanto más cerca están del ridículo. A mí esa fórmula, si alguna vez fue novedosa, ya me aburre. Me imagino en el show de Ellen DeGeneres, con ella hablando rápidamente en inglés, el público riendo, alguien traduciéndome un chiste a destiempo por el pinganillo…, la más mínima inseguridad se convierte en una reacción hostil. Es naturaleza humana.

Leo con estupor que dos periodistas de un programa de televisión italiano llamado Le iene (Las hienas) –una especie de Caiga Quien Caiga– irrumpen en la casa del piloto Marc Márquez para reírse en su cara de su batalla con Valentino Rossi tras el Gran Premio de Malasia. La gracia era hacerle entrega de «la Copa di Minchia» (Copa de la Mierda) como premio a su antideportividad. Y aquello acabó con denuncias, lesiones, insultos y, supongo, un programa especial en Italia que tendrá mucha audiencia.

La industria televisiva del espectáculo nos aconseja que hay que llevar bien que alguien se cuele en tu casa a criticarte y ridiculizarte en la cara. Que tienes que tragar con la humillación y la burla como un campeón. Lo que nadie te explica es que si tu reacción fuese tibia, el grado de agresividad del reportero aumentará hasta lograr el desplante que convierte el hecho en espectáculo. Y me sorprende que aún nadie en esta profesión haya hecho un mínimo de autocrítica respecto a esos formatos. Prefiero antes escuchar a Bertín Osborne entrevistando a la nieta del dictador que a dos mercenarios del espectáculo jugando al periodista satírico. Porque al final quien sale herido de todo esto es el periodismo. Será que, otra vez, me estoy haciendo mayor.

He puesto el ejemplo de los periodistas porque cuando hay que hablar de dos lo mejor es empezar por uno mismo. Pero cualquier colectivo en este país, desde los periodistas a los políticos, pasando por los médicos, los controladores aéreos o los dependientes de grandes almacenes, necesita autocrítica. No como una habilidad confesional para admitir tus pecados sino como herramienta fundamental para el cambio.

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