¿Es posible una vuelta sostenible al campo?

Foto: Pixabay.

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Este curso, desde la Ventana Verde de ‘El Asombrario’ queremos hacerle un hueco mensual al mundo rural, a su futuro, a la búsqueda de alternativas sostenibles, imaginativas, pioneras, energéticas, ilusionantes, que nos hagan desterrar esa idea de la España que irremediablemente envejece, se vacía, muere, mientras la gente nos apelotonamos en ciudades que tampoco son un ejemplo ni de humanidad ni de sostenibilidad. Comenzamos retomando un interesante encuentro celebrado en La Casa Encendida de Madrid en torno a un debate de concepto: la vuelta sostenible al campo. La participación ciudadana y la vuelta al conocimiento del territorio son las claves para ‘reequilibrar’ la sociedad rural y la urbana a nivel global.

Nadie duda de que caminamos hacia un mundo global urbanizado de compleja gestión planetaria pero, en este siglo XXI, ¿es factible una vuelta al campo? Y si la hacemos, ¿en qué condiciones para que sea sostenible, habida cuenta de que somos 4.000 millones de urbanitas conglomerados en grandes ciudades, quizás 5.000 millones dentro de una década? ¿Cómo transformar las que crecen a lo alto por falta de espacio, como Tokio, o las que se desparraman por extensos territorios, como Los Ángeles o México DF? ¿Es posible reequilibrar el territorio?

Recogemos estas cuestiones que se plantearon en La Casa Encendida de Madrid y convocaron a dos expertos con dos enfoques muy distintos pero, a la vez, coincidentes en sus conclusiones. Ocurrió dentro del ciclo Transformar el mundo, en colaboración con la Coordinadora de ONGs de Desarrollo, donde coincidieron Albert Cuchí, profesor en la Universidad Politécnica de Cataluña, con la visión del arquitecto especializado en la recuperación de la tradición rural, y Javier Benayas, biólogo y profesor en la Autónoma de Madrid, además de actual concejal de Urbanismo, Transporte y Sostenibilidad en el municipio madrileño de Soto del Real, el típico pueblo cercano a una gran urbe.

Se trataba de reflexionar sobre un posible diseño de comunidades urbanas o rurales amigables y proponer fórmulas para conseguirlo en un mundo donde 883 millones de personas viven en barrios marginales, pero con un urbanismo más orientado a la acumulación de capital y a estilos de vida consumistas que a pensar de dónde salen los recursos y adónde van los desechos de tanto despilfarro.

Para el arquitecto Cuchí, en el fondo hoy tenemos una arquitectura urbana que “es el reflejo de una sociedad basada en un modelo industrial y orientada hacia un progreso que no tiene futuro”. “Antes, el reflejo social que se veía era el de zonas rurales donde primaba lo tradicional, con el uso de materiales locales y para utilidades locales; había un conocimiento de la gestión del territorio que se habitaba que ya no existe y que, sin volver al pasado como era, sí que habría que recuperar”, apuntaba.

Pero lo cierto es que ni en ciudades ni en muchos pueblos se vive ya de la producción de los propios alimentos. Es el caso de Soto del Real, donde la población ya no tiene esa ligazón con la tierra porque son familias que trabajan en Madrid y entre las que, en general, la sostenibilidad triunfa cuando se toman medidas coercitivas, pese a que si nos preguntan un 67% aseguramos que es un tema que nos importa: “La realidad es que el público entusiasta es un 5% y otro 15% se animaría a actuar con incentivos de algún tipo, pero hay un 80% al que no le interesa nada y sólo actúa bajo presión de multas o penalizaciones económicas. Ahí está el reto en las ciudades: lograr que las medidas que apuestan por lo sostenible lleguen a quienes ahora no las consideran”, argumentaba Benayas.

Para Cuchí, el problema es que no somos capaces de cuantificar el impacto económico negativo que tiene seguir gestionando el entorno como hasta ahora se ha hecho, que ni sabemos cuánto nos cuestan las emisiones de CO2 ni siquiera el impacto que tiene tirar de la cadena del váter varias veces al día. Por cierto, explicó el origen de esta medida, que la ciencia ha dejado obsoleta pero que sigue siendo considerada una prioridad: “El alcantarillado se desarrolló a mediados del siglo XIX en Londres porque se pensaba que el mal olor de las heces contagiaba enfermedades, así que se comenzaron a eliminar de las casas con agua, y de ahí a los ríos. Ahora sabemos que las infecciones no las causa el olor, pero seguimos limpiándolas con agua en casa para luego gastar millonadas en volverlas a separar para verterlas a los cauces. La cuestión es que no se paga por lo que se contamina”, añadía.

Para ambos, una de las bases del cambio debería venir, inevitablemente, por la educación ambiental. En Japón, todos los niños desde 4º de Primaria limpian su propio colegio varias veces a la semana, pero además cuentan en su temario con lecciones sobre reciclaje, agua, basura o biodiversidad. Lo que allí es norma, acuciados por un territorio hiperpoblado y sin espacio para desperdicios, aquí es la excepción en algún pionero centro escolar.

Otra cuestión es la confianza en la tecnología: “Las grandes empresas aseguran que tienen tecnologías que solucionarán problemas, pero no basta. Es fundamental convencer a la gente para que se ponga en marcha, porque sin un cambio activo no vamos lo suficientemente rápido y ya no se trata del futuro que dejemos a otras generaciones, sino que la crisis nos tocará vivirla si no hay acciones urgentes”, auguraba Benayas.

Los otros caminos para alcanzar el equilibrio pasarían, según ambos expertos, por poner en marcha una economía circular real, pero también por promover una producción agraria de calidad, de forma que, en palabras de Cuchí, el campo vuelva a ser productivo sin ponerse feo: “Como los consumidores somos los que comemos y lo que comemos afecta al paisaje, así que en el fondo creamos paisaje y debemos ser conscientes de ello”, señalaba el arquitecto. “Si el paisaje es feo se debe a que nuestra manera de vivir es fea”.

Al final, reconocían que el camino no parece fácil porque las elecciones que como individuos hacemos no siempre son las acertadas. Así, es llamativo que investigaciones en la Universidad de Cornell (EE UU) demuestren que a más nivel educativo hay más conciencia ambiental, pero también que a más nivel económico (que son los que estudian) se prefieran opciones menos sostenibles, porque quien tiene dinero considera que se puede permitir el derroche.

En todo caso, lo que sí tiene éxito en la búsqueda del equilibro urbano-rural es la puesta en marcha de proyectos participativos y un mejor conocimiento de la gestión del territorio, sabiduría que en ese camino del campo a la ciudad quedó en el olvido, pero que aún conservan los ex rurales. Es una fórmula para recuperar una identidad que, en el caso de España, se quedó perdida hace 50 años y cuya experiencia puede servir en aquellos países en desarrollo en los que ahora se está acelerando ese mismo proceso urbanícola, generando bolsas de pobreza donde la violencia y la falta de esperanza hacen imposible pensar en un futuro sostenible.

  COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.

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