‘Escribe su nombre completo y firma renunciando a sí misma’

La mujer en las olas de Gustave Courbet. Metropolitan Museum of Art New York.

‘La mujer en las olas’, de Gustave Courbet. Metropolitan Museum of Art New York.

¿Qué sensaciones te ha removido esta pandemia? En el Taller de Escritura de Clara Obligado partieron de esta premisa para escribir relatos. ‘El Asombrario’ os está ofreciendo este verano una selección de esos textos.

POR JOSÉ LUIS LEJÁRRAGA 

“Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí. También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos”. (‘Claridad sin descanso’. Antonio Gamoneda).

A Carola Aikin y Manolo Moreno

1

El paredón que mira al Oeste y que se manchará de sangre con los fusilamientos marca el límite de la ciudad. Es una muralla a la que la joven llega a la caída de la tarde, con la boca impregnada del polvo del camino y del metal de las chabolas. Huye de las miradas furtivas que escudriñan a los recién llegados. Por la ciudad transita la chusma, hombres sin trabajo que son expulsados al suburbio. Otros, curtidos, se dirigen al mercado donde los capataces reclutan peones para las obras que ensanchan la ciudad hacia el Norte. Al volver la vista al Sur, se comprende en qué lugar se ubicarán los desfavorecidos. La muchacha se acerca a un grupo de mujeres. El capataz las conmina a formar una fila hacia la fábrica de tabaco. El cupo está cubierto, alguien le grita que pregunte en las casas del Norte. La muchacha camina por callejuelas que desembocan en calles luminosas con árboles tiernos; portales desvencijados dan paso a otros, con pomos brillantes. En uno se aposta un uniformado que ni siquiera la mira. La chica se detiene bajo un árbol, dispuesta a echar raíces. Al anochecer, el ruido del portalón al cerrarse la despierta del letargo. Desanda el camino y una brisa frutal alivia el calor, se ciñe a las calles con olor a taberna. Cuando era niña iba a buscar el vino de su padre, luego la muerte de su progenitor, la miseria que, desde entonces, la acompaña.

A la entrada del arrabal, varios hombres se entretienen con una baraja. La miden con descaro pero siguen jugando. Oye voces que cruzan apuestas.

2

Un día más sin trabajo y cambia el recorrido. Deja atrás la iglesia ennegrecida, el colegio que asemeja una cárcel, casas de fachadas vencidas, un local sin alambrar, un bar en el que los parroquianos apuran su último vino. Sigue caminando y el hambre hace mella, escasean las fuerzas mientras la calle se empina. Al borde de la extenuación, se atreve a entrar en un portal iluminado, antes de perder el conocimiento vislumbra un patio cubierto con una claraboya, puertas que se reparten en un corredor. En duermevela percibe cuchicheos, siente su cuerpo desmadejado y se abandona a una placidez que siente que la acerca a la muerte.

Al despertar, una mujer rotunda chista, con un dedo delante de los labios. La ayuda a acomodarse en una silla, le ofrece de comer, le pregunta su edad. Como si estuviera acostumbrada a la situación, rellena unos papeles que la joven firma. Luego vendrá el médico. Mientras tanto, le dice, puedes descansar.

Bajo la mirada atenta del ama, el galeno la examina desnuda, le estudia la quijada, como hacía su padre en el mercado de ganado. Escribe el nombre completo y sella los papeles que ella misma firmó. Dejan constancia de que renuncia a sí misma.

El primer día que sale, frente al muro, se siente atrapada en el laberinto de calles que barre el viento.

3

Tres años de penitencia desde que abandonó el hogar del ama, de expiación de la culpa, de la enfermedad en un cuerpo al servicio de los hombres. Tres años con un nombre impuesto; tiempo de trabajo, de silencio, de obediencia. Como siempre; al padre, disgustado por no haber tenido un hijo varón, a la madre, cuando este faltó, a los caprichos de la mujer del patrón del cortijo, al ama que la acogió con engaño, a los clientes que dispusieron de su cuerpo y a las monjas empeñadas en explorar una vocación religiosa que nunca ha sentido. Ahora servirá en las casas del Norte, hogares de mujeres virtuosas casadas con maridos expertos. Dispone, en el coche que le llevará a la ciudad, la bolsa en la que lleva los mismos enseres con los que llegó. A lo largo del camino, hileras de soldados, fusil al hombro, escuchan descargas. En la linde del arrabal, la mujer y el muro se reconocen en un mismo destino de dolor y muerte.

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