Escuchad las voces de jóvenes poetas, dejad que os marquen el ritmo

La poeta Rosa Berbel. Foto: Carlos Allende.

Este es un país rico en voces jóvenes que apuestan por verdades hermosas. Buscadlas, leedlas, dejad que marquen ellas el ritmo de los meses que vendrán. Esta pandemia me ha dado la oportunidad de estar más tiempo en casa y leerlos en forma de poemas. Desde que en marzo tuvimos que encerrarnos, mi tiempo, como el de todos/as, empezó a ser otro, a administrarse distinto: el ritmo cambió, la respiración también. Y quiso la suerte que cayera en mis manos un poemario regalado y arrinconado en una estantería de casa. Ahí se encendió la chispa…

Hoy el campo se despierta otoñal: la luz limpia, el aire también, y desde la ventana el color de la mañana calma la vista. Es mi cumpleaños y tengo la suerte de poder celebrarlo escribiendo sobre lo que soy y –mayor suerte, si cabe- sobre las cosas que me gustaría mejorar de lo tanto que la vida me ha regalado. El 2020 ha sido un año extraño, aciago en muchos sentidos, enriquecedor en otros. No ha habido viajes ni encuentros, el cuerpo se ha desplazado poco, pero la mente ha volado más que nunca. Gracias a una pandemia que nos ha envuelto en un velo de niebla oscura y poco amiga, me he visto pasando horas en casa dedicado a algo que no había vuelto a hacer desde hacía mucho: leer poesía. Demasiado engullido por la prosa, demasiado aplastado por la actualidad, demasiado empeñado en querer saber si la normalidad es esto que vivimos o lo que no ha llegado aún. En el confinamiento de esta paz rural en la que habito, me he dedicado sin quererlo a descubrir voces nuevas y a disfrutar de una compañía que había desestimado por puro prejuicio.

Poesía. Cuántas veces habré oído eso de “yo es que no soy de poesía” y cuántas veces habré pensado –y respondido- “te entiendo tan bien…”. Cuántas veces damos la espalda a lo que no conocemos, a quienes hablan con un código distinto, a aquellos/as que miran distinto, que viven distinto, que mueren distinto…

Los jóvenes. Ah, los jóvenes. Durante estos meses posteriores al confinamiento se ha hablado tanto de los jóvenes… En muchas ocasiones -ocurre a menudo cuando la crispación cubre lo real y la emoción es automática, no reposada-, hemos querido hacer de los/as jóvenes uno de los grandes focos causantes de lo que sufrimos. “No saben lo que es la empatía. Egoístas, centrados en lo suyo, irresponsables”, qué se yo. Los jóvenes, así en grande, en titular. Casi una condena. Hemos puesto a la juventud en la diana y no siempre hemos sido justos. No con todos/as.

“No seas fundamentalista”, me ha dicho el director de El Asombrario en una conversación reciente sobre cosas nuestras. Me lo dice a menudo, es cierto. Y yo me enfado. Me enfado porque ya estoy gruñón y porque sigo pensando que en ciertas cosas hay que serlo. Hay que serlo en la lucha contra el maltrato animal en cualquiera de sus versiones, contra cualquier tipo de abuso cometido a quienes no pueden defenderse, contra lo injusto, contra lo cruel, contra la agresión… la lista es infinita, eterna en el espacio y en el tiempo. Aunque no es de eso de lo que quiero hablar. Los/as jóvenes, de eso quiero hablar. Y de las voces de algunos/as de ellos/as. Y de los prejuicios que me han llevado a mí, que soy poeta, a no acercarme a la poesía, porque en el fondo no era mi foro, no me sentía bienvenido. No era para mí.

Se equivocó la paloma. Se equivocó.

Desde que en marzo tuvimos que encerrarnos, mi tiempo, como el de todos/as, empezó a ser otro, a administrarse distinto: el ritmo cambió, la respiración también. Y quiso la suerte que cayera en mis manos un poemario regalado y arrinconado en una estantería de casa. Era de una mujer joven. Regalo de un editor, también joven. Recuerdo el día: 16 de mayo, el cumpleaños de mi madre. Ella dormía la siesta en mi casa y yo dormitaba en el sofá. Recuerdo que, no sé por qué, de pronto alargué la mano sobre mi cabeza y saqué, sin mirar, el primer libro de la estantería sobre el que cerré los dedos. Era un volumen pequeño: Las niñas siempre dicen la verdad de una tal Rosa Berbel. A punto estuve de devolverlo a su lugar, pero me resistí. Leí, encendí una vela y leí. Leí un poema tras otro y no paré hasta terminarlo. Cuando lo acabé volví a empezar, y cuando lo terminé por segunda vez, respiré y sentí cosas que ahora puedo contar: que aquello estaba escrito para mí, eso fue lo que sentí. Que había otra poesía, un color de voz, una manera de contar que era para ser oída y compartida. Sentí que había una casa poética en la que todo mi plexo encajaba y que la poesía sí, la poesía no era menor sino enorme, un bien común. Eso hizo Rosa conmigo. Y más. Hizo más, porque desde ese día no he dejado de leer a poetas jóvenes, españoles/as y también latinoamericanos/as, algunos/as quizá ya no tanto jóvenes, pero nuevos/as a mi oído, grandes, con un don de la palabra renovado y valiente.

Los/as jóvenes. Después de Rosa, llegaron otros/as grandes, jóvenes o no. La juventud de Rosa abrió mi ventana y llegaron desde la niebla los versos de los Actos impuros de Ángelo Nestore, de La policía celeste de Ben Clark, de El reloj de Mallory de David Hernández Sevillano, del Compro oro de Violeta Niebla, ese Nosotros, tierra de nadie de Domingo Aguilar, la Oración en el huerto de Juan Gallego, esa Vanesa Pérez Sauquillo con La isla que prefieren los pájaros o el impresionante Canal de Javier Fernández. Desde entonces, la lista no para de crecer –acaba de salir por fin el esperado Tempestad en víspera de viernes de Lara Moreno- y todo, todo eso, puedo compartirlo aquí con vosotros/as, gracias a que un día de niebla y confinamiento los versos de una joven poeta me dieron una lección que no olvidaré: la juventud poeta hace –nos hace– bien, y si en algún momento la vida me deja devolverle lo mucho que me ha dado, ojalá sea en la figura de editor de todos ellos/as, para que nadie los/as culpe de lo que los mayores no hemos sabido gestionar, ni decir, ni contar.

Este es un país rico en voces jóvenes que apuestan por verdades hermosas. Buscadlas, leedlas, dejad que marquen ellas el ritmo de los meses que vendrán.

Os harán bien.

Creedme.

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Comentarios

  • Orlando Beltrán Quesada

    Por Orlando Beltrán Quesada, el 06 diciembre 2020

    Salen del laberinto del corazón del maestro Alejandro sus palabras sobre su siempre amado Rulfo, inolvidable Rulfo, qué hacen llorar al mío, cuándo afloran a mi mente los instantáneos recuerdos, imborrables por lo dolorosos, angustiantes por lo reales, fijados cual firme soporte de la estructura del puente entre mi vida y mi muerte, de la tanta angustia de tantísimos animales que sufren su vivir; el desengaño de millónes de animales qué todos los días sienten el peso de la gran injusticia humana, de la injusticia, que solo es humana, còmo humana es él ansía de tal vez todos los humanos, ojalá fuera así, pero sé que no será así, de ser mejor, menos malo, menos injusto, en medio de la maldad que asedia, agota, doblega, desbordada por el hueco que se va abriendo en el muro de mil aguas represadas qué horadan el hueco de la vida en estos tiempos de pandemia, de tiempo que debiera ser para ir más despacio y no más rápido, llenándo de razones y consideraciónes apocalípticas esa visión de la catarata malvada que todo lo está inundando… Bucaramanga, diciembre 6 de 2020

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