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Cómo dar muerte a los personajes

Por manuelcuellardelrio, el 8 de septiembre de 2016, en concurso

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Un fotograma de Juego de Tronos, la serie famosa, entre otras cosas, por la habilidad de sus guionistas para 'matar' personajes.

Un fotograma de Juego de Tronos, la serie famosa, entre otras cosas, por la habilidad de sus guionistas para ‘matar’ personajes.

Es septiembre y vuelve el blog de la Escuela de Escritores, esta vez de la mano del escritor Juan Carlos Márquez, nuestro profesor del mes. En la entrada de hoy nos habla de la importancia del tono narrativo a la hora de dar muerte a los personajes de nuestras ficciones. Y nos propone las bases para participar en una nueva convocatoria del Concurso Escuela de Escritores / El Asombrario.

Tan importante es lo que se cuenta como el tono en que se narra. De hecho, a menudo lo que le da verdadero interés a un texto literario es la manera en que se expresan los hechos a través del tamiz personal del narrador, un particular modo de mirar de acuerdo con un estado de ánimo determinado y la cercanía o distancia a lo acontecido. Todos sabemos que ver cómo muere una persona es un espectáculo muy poco edificante, pero incluso ante un suceso tan desagradable, caben diferentes maneras de afrontar los hechos.

El placer morboso

Fijaos en el comienzo del siguiente relato:

“Linda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. Una visión extraña. Parecía un chiste, pero no era ningún chiste. El cuerpo se estrelló en la calle. “Dios mío”, le dije a Linda, “¡se ha espachurrado como un tomate pasado! ¡No somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡Ven!, ¡ven!, ¡míralo!”. Linda se acercó a la ventana, luego corrió al baño y vomitó. Luego volvió. Me giré y la miré. “Te lo digo de veras, querida, es un gran cuenco de espaguetis y carne podrida, aderezado con una camisa y un traje rotos”. Linda volvió corriendo al baño y vomitó otra vez». (Tres mujeres, Charles Bukowski).

El texto de Bukowski resulta desagradable, incluso molesto. Está escrito desde la visceralidad de un borracho, con un humor muy negro y una selección de palabras y de símiles muy pensada. Por una parte invitan a retirar la mirada, por otra son capaces de producir una risilla nerviosa. Solo con ese párrafo, el escritor presenta al narrador como un nihilista, un tipo de vuelta de todo, descreído, que disfruta recreando su mirada en lo escabroso, e incluso invita a hacerlo a quienes no tienen su mismo estómago. El párrafo también es un libro abierto en lo que concierne a la relación entre el narrador y Linda, que parece escorada al sadomasoquismo.

Perder el respeto

El ejemplo anterior es extremo y se refiere a la manera en que un narrador observa una muerte muy ajena, de una persona con quien no tiene ninguna relación. Hay otras posibilidades; a veces los narradores se enfrentan a muertes colectivas ajenas y pueden hacerlo también de manera muy peculiar y muy distinta a lo que puede esperarse.

En el siguiente texto, el protagonista, un joven español, se ha masturbado frente a la tele pensando en Britney Spears y Cristina Aguilera mientras los aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas. Este narrador en tercera persona que hace de conciencia del personaje nos lo cuenta con un sentido del humor tan irreverente como efectivo:

“Se derrumba una de las Torres Gemelas y él eyacula avergonzado, mecánicamente, sin disfrutarlo, como un pervertido, como un enfermo sexual que se arrepiente de haber tocado a un niño. Se limpia a toda prisa, se sube los pantalones, y apoyado en el lavamanos de su cuarto de baño, mirándose al espejo, se repite a sí mismo: “¿Cuál es tu problema? ¿Cuál es tu puto problema? ¿Tú estás mal de la cabeza o qué?”. Ahora, piensa, cada vez que alguien le pregunte dónde estaba el 11 de septiembre de 2001 tendrá que mentir. Tendrá que inventarse algo. Tendrá que decir, por ejemplo, que estaba en el campo, o tomando apuntes, o en una reunión, y que en cuanto conoció la noticia dejó todo lo que tenía entre manos, y se abrazó a la persona más próxima, y todos se llevaron las manos a la cabeza, y se taparon la boca, y luego lloraron, porque estaban ante un hecho histórico, el tipo de suceso que se recuerda toda la vida, algo único en la historia, como la llegada del hombre a la Luna o la muerte de Franco o el asesinato de Kennedy. Es consciente de ello, y por lo tanto tendrá que mentir”. (11-S, Carlo Padial).

El mérito principal del tono elegido por Padial reside en que muestra el negativo de una fotografía. Un suceso como el narrado, un ataque terrorista con miles de muertos, precisaría gravedad, un tono luctuoso. En cambio, el autor se sirve de esos hechos, una vez que el paso del tiempo los ha convertido en “históricos”, como marco para contar un historia particular, muy gamberra y provocadora.

Es evidente que el relato de Padial no hubiera hecho gracia a nadie o casi nadie el día posterior a la tragedia, por eso lo publicó años después, por eso el protagonista es de nacionalidad española y por eso su intención es paródica. Aun así, es muy posible que el relato escociera hoy a un lector norteamericano, como le puede parecer fuera de lugar a muchos lectores de otros países. No obstante, bajo la apariencia provocadora del relato, subyace una cierta crítica a la manera predecible en que afrontamos las grandes tragedias y las convertimos en iconos al servicio de nuestra propia historia personal. Lo importante no es tanto lo que pasó sino lo que nosotros hicimos el día que pasó. Hay una derivación en el protagonismo, bastante ridícula, que Padial ha explorado sin ponerse límites.

Nuestro fin

Hasta ahora hemos visto las reacciones de narradores ante la muerte de otros. ¿Qué pasa cuando es tarea del propio narrador afrontar su propia muerte, especular o fantasear sobre ella? Aquí también cabe un crisol de tonos para abordar el asunto: el drama existencial, el dolor profundo de dejar de existir, la aceptación natural, etcétera. El narrador de este relato de Kjell Askildsen se enfrenta a la muerte con una sinceridad seca y, a su vez, conmovedora. Su acento está más en lo físico y en lo simbólico que en lo trascendental.

“Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Sólo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores iban a ser para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que las leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores del ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica”. (Thomas, Kjell Askildsen).

Podría hablarse en este caso de un tono generacional. El tono está relacionado también de manera íntima con la percepción que la edad nos ofrece sobre el mundo. Morirse no puede significar lo mismo para alguien que tiene tan cerca la muerte que casi la toca como para alguien que la ve aún lejana.

La muerte en soledad

Igual que los indios van a morir a la montaña, el resto de nosotros, cada vez más, vamos a morir a los asilos o a los pisos tutelados. La residencia es, en ese sentido, una antesala de la muerte. De la residencia se va al hospital o al cementerio. No suelen existir otras posibilidades.

Durante varios años, el escritor Quim Monzó tuvo que bregar con la vejez y las enfermedades de sus padres en hospitales y residencias, y ese período quedó reflejado en varios relatos de su libro Mil cretinos. El resultado es de una dureza tangible, cosificadora, que causa estremecimiento.

“Aquí –dice–, cuando alguien muere dicen que se ha ido. Sabes que alguien ha muerto porque, de pronto, deja de estar aquí. De repente ya no está nunca: no está en el jardín, ni en el comedor ni en la sala de la tele, no está en ninguna parte, y hasta el día anterior siempre estaba. El primer día, pase: puede que esté enfermo. Pero si hace días que no está en ninguna parte y preguntas qué le ha pasado, te dicen que se ha ido. Se ha ido, ¿adónde? No te lo aclaran. La semana pasada se fue otro. A veces, por las noches, oyes ruidos en los pasillos. De repente todo son pasos de un lado para otro. Rápidos, con prisa. Deben de llevar un cadáver, pienso siempre, y es lógico que se lo lleven a medianoche para no preocupar a los demás que vivimos aquí”. (El señor Beneset, Quim Monzó).

Para terminar, veamos cómo observa la muerte una niña en este relato de Iban Zaldua. Su madre contesta a las preguntas con cierta frialdad, como si la muerte no fuera con ellos, pero es que, en realidad, no va con ellos. El relato de Zaldua es distópico y ocurre en un futuro en que la población se divide entre mortales e inmortales (aquellos que desean serlo y pueden pagarse un programa de inmortalidad). La familia de la niña ha optado por la segunda opción.

“– Mamá: a los muertos, ¿adónde se los llevan?

La madre hace como que no ha oído, con la esperanza de que su hija no vuelva a repetirle la pregunta.

– Mamáaa. Que te he preguntado una cosa…

– ¿Qué, cariño? Perdona, no te he oído bien. De todas formas, ¿no te parece que vas un poco lenta con tu merienda? Venga, ánimo; cuando termines con el bocadillo te hago un zumo de naranja.

– Te he preguntado que a ver adónde llevan a los muertos, mamá.

– ¿A los muertos? Pues, bueno, a algunos los entierran. Los cementerios son para eso; ya sabes, ese jardín que está de camino al parque del Norte… Pasamos a menudo por ahí.

– ¿Que los entierran?

– Sí, los entierran, los meten bajo tierra.

– Bajo tierra… ¿desnudos?

– No, no, vestidos. Primero los colocan dentro de una caja de madera, y lo que meten en el agujero es la caja; eso se llama tumba. Después la cubren de tierra y la dejan allí.

– A algunos los entierran. ¿Y a los otros?

– A otros los incineran.

– ¿Incinerar?

– Sí, los queman, se convierten en ceniza. En unos hornos especiales.

– ¿Y qué hacen con las cenizas?

–Pues… algunas veces las arrojan al viento, por ejemplo en algún lugar que le gustara al muerto. Otras, sin embargo, las guardan en unos recipientes especiales». (Porvenir, Iban Zaldua).

Ahora te toca a ti

Hemos seguido un itinerario por diversas formas de afrontar o reaccionar ante la muerte. Ahora os toca a vosotros. Escribid un relato donde la muerte tenga un papel principal o al menos cierta importancia. Puede ser una muerte cercana (la muerte de un amigo) o lejana (un viejo conocido que muere en África arrollado por un elefante); individual (os están apuntando con una pistola) o colectiva (una masacre en un instituto); natural (vuestro personaje tiene 90 años) o accidental (un terremoto o el derrumbe de un edificio). Se trata de que esta muerte sea observada por el narrador con alguno de los tonos (grotesco, sarcástico, sincero, etcétera) que hemos visto. La extensión máxima es de 500 palabras. Envía el texto antes del 29 de septiembre para participar en el Concurso Escuela de Escritores / El Asombrario. El relato ganador será publicado en estas páginas con un comentario exhaustivo del profesor del mes y el autor podrá disfrutar de un mes gratis en cualquiera de los cursos, tanto presenciales como por Internet, de la Escuela de Escritores.

Para enviar el texto pincha aquí.

Todos los cursos de la Escuela de Escritores.

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