Feria del Libro: esperando que salga por fin el sol

Ilustración de Concha Pasamar

Ilustración de Concha Pasamar

Ilustración de Concha Pasamar

Ilustración de Concha Pasamar

Llevo toda la semana plantada en el parque de El Retiro esperando que deje de llover. La Feria del Libro ha empezado rara este año, la verdad. Parece que todos estamos de malhumor: los editores porque hemos perdido un metro de mostrador; la dirección del parque porque no quiere que estemos aquí —y eso que Feria y Retiro son dos términos indisolubles desde hace más de 50 años—; los feriantes por la limitación en las horas de carga y descarga que ha impuesto el Ayuntamiento. Me atrevería a decir que hasta los pavos reales parecen más enfadados que de costumbre, al menos yo nunca los había oído vocear tan alto —¡hay que ver cómo gritan los condenados!—, quizás han quedado traumatizados tras la espectacular aparición de la policía la víspera del día de la no inauguración para evacuar el lugar: “Por favor, feriantes, cierren las casetas y abandonen el parque. Alerta roja por fuertes vientos”, repetían una y otra vez. A mí, con los nervios, me entraron unas ganas enormes de gritar: “TJ al tejado”, a lo Hombres de Harrelson, pero me reprimí.

¡Y sigue lloviendo!

El viento de la tarde no sé si fue tan fuerte como habían anunciado, pero la tormenta que llegó después nos robó la magia del primer día, ese en el que cientos de escolares acuden al Retiro a revolotear nerviosos por las casetas en busca de cualquier folleto que les sirva de recuerdo de aquella mañana en la que tuvieron altas probabilidades de toparse de frente con un rey, una reina o, en el peor de los casos, con una infanta. Pero no. Este año no hubo niños, ni realeza, ni autoridades, ni prensa, ni música… Los caseteros nos sentimos más solos que nunca. Aun así, abrimos nuestras persianas a la hora prevista a la espera de una inauguración que nunca se celebró y de unos clientes que no acaban de llegar.

¿Pero nunca va a parar?

A ver si es verdad eso de que detrás de la tempestad llega la calma y, poco a poco, el público se anima a acudir a esta cita anual para que podamos disfrutar de esta fiesta que tanto me gusta. Lo confieso, en vez de ver cómo cae la lluvia, prefiero observar a las miles de personas que en ediciones anteriores pasaban ante mí, ajenas a mi afición a robar fragmentos de conversaciones para reinventar sus vidas: hombres maduros y trajeados que a su paso dejaban la estela de un “yo, la verdad, es que soy más de culos que de tetas”; ancianas que, ante la imagen de Einstein, comentaban: “pero qué bien les sienta ese peinado a los hombres”, o pequeñas que tranquilizaban a su madre diciendo: “mamá, si te gusta ese libro, le puedes decir a papá que te lo compre”.

¿Ha dejado de llover?

En fin, para terminar os contaré que al séptimo día, como mandan los cánones, la lluvia descansó. Y como la cosa se ha puesto un poco bíblica, propongo que el año que viene cambiemos las casetas por unas buenas arcas —por supuesto, en El Retiro— que protejan los libros de la extinción.

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