Final de verano

bicicleta

Comenzamos con ‘Final de Verano’, un relato de nuestro colaborador Javier Morales, escritor y periodista, y autor de las columnas dominicales ‘Área de descanso’, una serie de propuestas literarias que se extenderán durante toda la semana. Como ya hicimos el año pasado, os damos la bienvenida a los ‘Cuentos de verano’ de nuestra revista. 

***

Vero pasaba las vacaciones en la casa de Lidia, su prima. Los fines de semana, cuando el padre de Lidia salía del trabajo, la familia se marchaba al chalé de la sierra. Desde allí podía verse la pequeña ciudad, una costra gris en el valle, frondoso y verde casi todo el año salvo en verano, cuando se mostraba agostado y pálido. El río serpenteaba paralelo a la carretera y a esa altura bajaba más limpio y rabioso, se abría paso entre la alameda, con islas de arena que atraían a los bañistas. Lidia prefería la soledad de la piscina, su reinado en el césped, donde un seto y el robledal que acordonaba la casa la protegían de las miradas extrañas.

A principios de junio, liberados ya de las clases, Lidia me invitó al chalé. Acepté, contento por haber traspasado un nuevo umbral en nuestra relación, o eso creía.

–Puedes venir con nosotros en el coche –me ofreció.

–Iré en bici –respondí, sin saber muy bien por qué había rechazado su oferta.

–Como quieras –sonrió–. Conocerás a Vero. Te caerá bien, ya verás –me dijo, con su voz aflautada, el único atributo que estropea su atractivo–. Haríais una buena pareja.

Lidia me había hablado con entusiasmo de su prima, un año mayor que yo, ambos a punto de ir a la universidad.

–Si no me conoce.

–Más de lo que piensas, ha visto fotos y le he hablado maravillas de ti.

Me decepcionaba que quisiera emparejarme con Vero, más que nada porque era una evidencia del escaso interés que sentía por mí. El mensaje que me trasladaba era que solo éramos amigos, aunque Lidia me permitiese ambiguas y perturbadoras aproximaciones físicas que nunca sabía cómo interpretar: caricias que recorrían el cuerpo hasta rozar el abismo, besos fugaces, manos agarradas mientras paseábamos. Intrigados, mis padres me preguntaban si éramos novios y mi respuesta siempre era imprecisa. Me prometía a diario que hablaría con Lidia para aclarar la situación, pero nunca encontraba el momento. Tenía pavor a perder lo que había conseguido con tanto esfuerzo y, más aún, a que se riera de mí, de un chico enclenque que desde luego no era su tipo.

Bruto, el labrador de Lidia, salió a mi encuentro con un ladrido seco que me hizo perder el equilibrio. Oí unas risitas. Alcé la cabeza y vi a Lidia junto a una chica, ambas en bikini. Me bajé de la bicicleta y subí a pie el pedregoso trecho final hasta llegar a una especie de plataforma de cemento donde me esperaban Lidia y Vero. Me llamó la atención que el chalé fuera de una sola planta, como si este hecho rebajase el estatus que había imaginado para un empresario. Besé a las primas y  agradecí el frescor de sus mejillas húmedas. Se miraron, como si estuvieran evaluándome. También yo juzgué el físico de  Vero. No tenía la belleza de Lidia, pero era guapa al modo en el que lo son todos los jóvenes. Pelo castaño, la cara limpia y una sonrisa bonita, ligeramente pícara y sensual. Sus ademanes, un tanto patosos, añadían atractivo al cuerpo. Mientras las seguía hasta la casa, comparé sus culos, plano y sin caderas el de Lidia, como el perfil de una pera el de Vero. Atravesé un pequeño zaguán hasta el comedor, amplio y oscuro, decorado con muebles usados, desechos del mobiliario del piso de la ciudad. Llegamos a la cocina, moderna en comparación con el resto de la casa. Gema, la madre de Lidia, pelaba patatas. Era una mujer joven, rubia y de ojos verdes, el vivo retrato de Lidia. Se limpió las manos en un paño y me dio dos besos sonoros. Me sentí cohibido, no por su beso– estaba acostumbrado a sus muestras de afecto–, sino porque a través de su hija conocía muchos detalles de su vida íntima y siempre me sentía extraño a su lado, como si estuviera traicionándola. Quizás ella también supiera cosas de mí, pero eso no me importaba en absoluto. Lidia nació cuando su madre aún no había cumplido los veinte, fruto de un embarazo no deseado que la obligó a casarse con Alfonso sin estar enamorada de él.  Apreciaba a su marido,  industrioso y trabajador, pero desde que concibieron a Lidia no habían vuelto a hacer el amor. Gema desconocía cómo se las apañaba él, pero a ella dejó de interesarle el sexo, si es que alguna vez había sentido algo.  Al menos eso es lo que me había contado Lidia.

Continuamos la ruta hasta el huerto. El pequeño terreno y las carencias de una construcción de más de veinte años mantenían ocupado al padre de Lidia, a modo de terapia. Alfonso desbrozaba la tierra con una azada. En cuanto nos vio, se quitó el sombrero de paja y se acercó a saludarnos. Era corpulento, de piel atezada, nariz roma y un pelo negro como el azabache amenazado por una tonsura.  Tenía los labios hendidos y la voz pastosa, como si le diera vergüenza hablar. En aquel pedazo de tierra, con el sudor resbalando por la cara y el cuello hasta embalsarse en un tórax peludo y ensortijado, parecía más un campesino que un empresario.

La inmersión en la piscina recompensó el esfuerzo que había hecho hasta llegar allí. Después de hacer unos largos, improvisé algunas bromas. Ambas se reían de mis payasadas, me hacían cosquillas, y yo me dejaba vencer en simuladas batallas de agua. Me sentía halagado y pleno bajo aquel cielo azul, monarca de un paraíso en el que sólo habitábamos los tres. Hasta que Lidia anunció que debía retirarse para ayudar a su madre. La excusa era una trampa, ambos lo sabíamos, y lamenté su marcha. Había ido allí por ella, pero intenté disimular mi decepción para no evidenciar mi debilidad.

Cuando estuvimos a solas, Vero bajó la mirada. Me impresionaron sus pestañas, largas, como mariposas a punto de echarse a volar. Bromeamos sobre Lidia, nos reímos de algunas de sus costumbres, de sus reiterados despistes, un hilo conductor que nos sirvió para enhebrar nuestro propio relato. Cuando Lidia nos llamó para comer, ya éramos amigos.

A partir de entonces Vero y yo nos veíamos casi todos los días. Por las mañanas, ayudaba a Paco y Lucía, amigos íntimos de mis padres, dueños de una pequeña droguería situada enfrente de mi casa. No tenían hijos y se ofrecieron a ser mis padrinos cuando nací. La tienda se convirtió pronto en mi segunda casa. Hacía recados, les ayudaba a descargar los pedidos e incluso despachaba cuando la tienda estaba llena. Lo que más me divertía era envolver los productos en papel de estraza o en periódicos usados. También me encargaba de vigilar a Rosario, una gitana que vivía en la misma calle. Paco, bondadoso, sentía afecto por ella pero estaba convencido de que afanaba cuanto podía. A Rosario la conocía desde niño, a ella y a su extensa prole, y siempre me pareció una anciana, con su cara arrugada como una pasa. A veces llegaba sola, envuelta en sus trajes negros, superpuestos en capas infinitas, y otras venía acompañada de familiares venidos de no sé dónde y que saludaban a Paco con familiaridad. Era entonces cuando Paco, un hombre tranquilo y sereno,  temblaba. Como otros morosos que llenaban las páginas cuadriculadas del cuaderno de Paco, Rosario siempre dejaba algo a deber y nunca saldaba sus cuentas atrasadas.

–Es la última vez que la fío –anunciaba Paco, solemne, cuando Rosario se iba y nos quedábamos en silencio, a sabiendas de que no cumpliría su palabra y de que mantendría la pugna, como venía haciendo desde hacía años.

Después de la siesta quedaba con Verónica. Entre semana, Lidia se iba a la piscina municipal con sus amigas y por la noche nos reuníamos los tres. A veces faltaba a nuestra cita, pero enseguida dejó de importarme. Con la prima de Lidia me citaba siempre en el mismo lugar, bajo la marquesina de una gasolinera solitaria. Por una trocha jalonada de chopos, a la vera del río, caminábamos unos dos kilómetros. Cuando llegábamos a lo que en poco tiempo se convirtió en nuestro refugio, nos bañábamos y, renacidos, nos tumbábamos en la hierba. Cada día conocíamos algún detalle nuevo de la vida del otro. Vero me contó que era huérfana de madre y que su padre, guardia civil a punto de retirarse, se había apoyado en ella para sacar adelante a sus dos hermanos pequeños. Este esfuerzo complementario le había costado un curso.

–Ya ves, quemé mi adolescencia– me dijo, sin rastro de amargura.

A cambio de su entrega había conseguido una mayor libertad de movimiento, algo impensable para una chica de su entorno. Vero me habló de la extrañeza de su primera regla, de su primer beso, de sus aspiraciones. Quería ser abogada y salir del pueblo para siempre. De modo que antes de que hiciéramos el amor ya sabía que no era virgen.

Esta fue nuestra maravillosa rutina hasta una tarde de septiembre. Como siempre, habíamos quedado en la gasolinera. El verano declinaba, pero aún hacía mucho calor y tenía la sensación de que el combustible almacenado en los contenedores de la gasolinera podía estallar de un momento a otro. Vero se retrasó.

–Estás guapísima –dije, en lugar de reprocharle su tardanza.

Y era verdad. Llevaba un sombrero de paja, la minifalda vaquera que yo le había regalado y una camiseta de tirantes que exaltaba unos pechos turgentes. Sólo desentonaba su mirada, triste y alicaída. Le pregunté si le ocurría algo y me respondió que no.

–¿Tiene que ver con tu padre?

A veces discutía con él por teléfono y llegaba enfurecida a nuestra cita, se le tensaba la cara, los labios parecían las aristas de una pared pintada de rojo.

–No me pasa nada, de verdad –dijo, y me dio un beso.

Cuando emprendimos el camino, pareció animarse un poco, pero en cuanto llegamos a la explanada volvió a mostrarse taciturna y abatida. Colocamos nuestras toallas en la que ya era nuestra parcela de hierba y nos desvestimos. Le di la mano y avanzamos hacia la orilla. El río bajaba exhausto.

–Hoy no me apetece bañarme –mecía el pie derecho en el agua.

La abracé.

–Vamos –la animé–. Te vendrá bien.  El agua te dejará como nueva.

–Báñate tú. Yo te veo desde aquí.

–Ya sé qué te ocurre. Tienes la regla –aventuré.

–No, no es eso –sonrió con un poso de melancolía.

Tras mucho insistir, conseguí que se diera un breve chapuzón.

El sol reverbera en el cuerpo de Verónica, perlado de un agua más densa y turbia que a finales de junio, cuando nos bañamos juntos por primera vez en este meandro del río. Echados en la hierba, a cubierto del sol bajo las cansadas ramas de un sauce, hablábamos del futuro. A diferencia de otros días, era yo quien hablaba, con la certidumbre de quien tiene toda la vida por delante, y Vero, siempre locuaz, se limitaba a escuchar. En pocas semanas comenzarían las clases, ella se iría a Salamanca y yo a Madrid. Tendríamos que separarnos. Pensé que era eso lo que la tenía preocupada. Se lo pregunté, pero no hubo respuesta. Me extrañó su silencio.

–Este mes no me ha venido la regla –soltó,  de repente.

Sentí como si me hubieran atado una piedra al cuerpo y me hubieran lanzado al río.

–A veces se retrasa sin más –dije, al cabo de un rato, tratando de reconducir mis pensamientos, de vencer el miedo que me agarrotaba–. Es pronto para saber si estás embarazada.

–Ya, pero si lo estoy, ¿qué?

Percibía la angustia y la inquietud en la voz ronca de Vero. Debía tranquilizarla. Sin embargo, me limitaba a contemplar el cielo, recortado por las ramas del sauce, como si la respuesta estuviera más allá, en la luz centelleante que se filtraba a través de las hojas.  Vero giró el cuerpo y apoyó una pierna, temblorosa, encima de mi abdomen.

–¿Eh? ¿Qué vamos a hacer?

Las imágenes fluían en mi cabeza como el agua del río, avanzaban un trecho con esfuerzo para estancarse a los pocos metros, entre las piedras. Recuperado del impacto inicial, asumida la noticia, me convencí de que un bebé no tenía por qué frustrar nuestras vidas. Podríamos matricularnos en la misma universidad, en Madrid. Yo estudiaría por las noches. Un amigo me había contado que era fácil conseguir un empleo como encuestador. En una buena mañana incluso podían sacarse hasta cien euros. Vero cuidaría del niño y estudiaría al mismo tiempo. Con la beca y la ayuda de nuestros padres, sobre todo el de Vero, más pudiente que mis progenitores, conseguiríamos mantenernos. Incluso podía imaginarme dónde viviríamos, en un pequeño piso, con dificultades, pero felices. Por las noches haríamos el amor y los fines de semana pasearíamos al niño, como miles de parejas. A pesar del miedo a lo desconocido, la idea me resultaba estimulante, me enorgullecía que de pronto fuera ya un adulto. Casémonos, estuve a punto de decir.

Una bolsa se había quedado atrapada entre las rocas. Por más que el agua la hinchaba, la bolsa no avanzaba, como un barco varado. La vista de la bolsa contaminó mis pensamientos, me impedía respirar, como si me la hubieran colocado en la cabeza.

–Voy a dar un paseo, para aclarar las ideas –dije de repente.

–¿Quieres que te acompañe?, –preguntó Vero, sorprendida.

–No tardaré.

Vi el miedo en el rostro de Vero y sentí lástima por ella, por dejarla allí, pero necesitaba espantar la imagen de la bolsa, era lo único que podía hacer en ese momento. Tomé un camino que remontaba el río. Aturdido por el canto de las chicharras, aceleré el paso, tanto que empecé a correr, casi sin darme cuenta, cada vez más rápido. Antes de superar una curva, oí un ruido seco entre la maleza, como si alguien se hubiera caído. Miré a mi alrededor pero no había nadie. Me volví. A lo lejos, aún podía ver a Vero, pero su imagen ya se había convertido en un espectro.

Este relato forma parte del libro ‘Ocho cuentos y medio’, de Javier Morales Ortiz, con epílogo de Gonzalo Calcedo, que acaba de publicar la editorial Baile del Sol.

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Comentarios

  • Alena Collar.

    Por Alena Collar., el 11 agosto 2014

    Tengo tu libro por leer aún. Pero este relato ya me ha dado la medida de todo lo bueno que voy a encontrar.
    Enhorabuena. Por el relato y por la colaboración.
    Afectuoso saludo.

  • javier morales

    Por javier morales, el 12 agosto 2014

    Gracias, Alena, por el comentario. Nos seguimos. Un abrazo

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