‘Flota’, la inagotable obra de Anne Carson, Princesa de Asturias de las Letras 2020

La poeta canadiense Anne Carson. Foto: Fundación Princesa de Asturias.

La poeta canadiense Anne Carson. Foto: Fundación Princesa de Asturias.

La poeta canadiense Anne Carson ha recibido el premio Princesa de Asturias de las Letras 2020. Nos detenemos en su última y enorme obra, ‘Flota’ –22 cuadernillos editados recientemente en español y carta de presentación de la editorial Cielo Eléctrico– y en su capacidad de diálogo inagotable, en el que nada ni nadie le es ajeno. Carson es una generosa nodriza que se relaciona con los dioses como si fuesen hombres corrientes. Una maestra en mitificar memorias y deconstruir mitos.

Anne Carson es indefinible, prueba de ello es esa milimétrica biografía con que se comunica con el mundo exterior. A Anne Carson no le importa Anne Carson; ella habla, escribe y piensa para otros (Roni Horn, Gordon Mata Clark, Laurie Anderson y Lou Reed, Elliott Hundley, Sadie Wilson, Jonah Bokaer). Las certezas que atesora son pequeños mundos de riqueza inextinguible y sus versos son tan imprevisibles y originales que paradójicamente extienden el peso de una historia tan real como necesaria para la evolución humana:

“¿Quién puede explicar la historia de la humanidad / o hacer / que vuelva a estar limpia?”. (‘Flota’, poema El doliente designado de Wally Shawn). 

Yuxtapone periodos históricos y personajes para que su osadía al hollar el mundo clásico no haga perder verosimilitud a su universo poético y postestético. Sus deliberaciones poéticas son colosales, son heridas en las que cualquier lector adora sumergirse.

“Una noche cayó una nevada / solitaria, absurda”. (‘Flota’. Al azar el pueblo cicládico).

Carson mueve el pasado, el presente y el futuro como si fuesen animales invertebrados en busca de una pequeña abertura por la que salir al mundo. Nada de grandes espacios que malgasten la intensidad de cada una de sus palabras. No es complaciente y deja reposar sobre ellos una élite de versos que forman un viaje capaz de contradecir al mismísimo Virgilio.

Es concreta y conversa con los mitos como conversa la muerte con la quietud de aquellos a quienes previamente les ha robado el aliento. Los agasaja y, sentados a su mesa, los mira a través de la luz como solo mira quien conoce el grave y crujiente sonido de la oscuridad. En Flota, la fragilidad es una fortaleza limpia y diáfana:

“Yo también tuve un hermano… Hay un filo que aparece donde no estaba previsto ningún filo”.

Y el tránsito lingüístico de la autora es deslumbrante. Sus acotaciones poéticas en mitad de la reflexión son un avispero de posibilidades:

“Berlín: inauguración de la instalación Kandors de Mike Kelly en la Galeria Jablonka, noviembre de 2007. Nadie sabía quién era aquel hombre. Las inauguraciones están llenas de gente insospechada”.

Y su capacidad de análisis es explosiva. Ingiere y digiere conocimientos para extraerlos más tarde de su memoria y exhibirlos perfectamente ordenados y recolocados en el ámbito de una coherencia atípica por su multiplicidad. De su miscelánea debía emanar caos y, sin embargo, emerge coherencia y sabiduría porque asume su falibilidad cuando el teorema emocional se le escapa:

“He leído la novela de Moravia cuatro veces y no consigo que Emilia me parezca interesante… En realidad no es Emilia, es diferente y algo más. Pero tiene un rasgo importante con la esposa de Odiseo: como Penélope, Bardot es un secreto. Nunca deja de ser un secreto. No puedo analizar esto”. (‘Flota’. ‘Desprecios. Un estudio del lucro y la ausencia de lucro en Homero, Moravia y Godard’).

Carson contrapone, renueva, equipara, naturaliza e incluye el mundo clásico dentro del mundo contemporáneo, le imprime frescura a la paradoja y hace un elogio constante de la contradicción porque en ella radica su excelencia. En su diálogo inagotable, nada ni nadie le es ajeno. Es una generosa nodriza que se relaciona con los dioses como si fuesen hombres corrientes. No la impresionan, pero sus hazañas presionan su deslumbrante inteligencia, su ácida memoria y su destreza emocional. Esas grandes mentiras que cuentan los libros antiguos son el testigo que al caer sobre su mano la convierte en una velocista de la desmitificación y a la vez en una experta en hacer perdurar lo imposible porque es consciente de que mezclar lo mítico con lo real conformará un cóctel de sabiduría y belleza:

“Recogí a una autoestopista más o menos rubia que llevaba un chambergo de lluvia”.

“Caer sería una acción”.

“Desear caer un sentimiento. Ves la diferencia” (‘Flota’. ‘108 (restos flotantes’).

Ni juzga ni ralentiza los movimientos de los Mitos, los sustituye por hombres y mujeres, intercambia sus órganos vitales como si fuesen círculos concéntricos inconcebiblemente independientes. Los revalida y constata que la Historia es una repetición inabarcable. Que los nombres cambian, pero que el tuétano de la vida no es más que una proliferación de redundancias emocionales. Y que los cadáveres jamás volverán a ser cuerpos calientes.

Carson revela página a página, verso a verso y párrafo a párrafo, la importancia de la memoria, pero también la importancia del olvido:

“Levantar el suelo y esparcir tiras de carbón vegetal hecho de robles calcinados del Japón bajo la tarima de madera”.

“Repintar sobre las manchas de las huellas dactilares”.

La necesidad del “mantenimiento inverso” es sin duda el leitmotiv de esta colosal obra. Una proyección de giros y acrobacias, el análisis y la aniquilación de los que no encaja en su lógica, en su honestidad, en su lucidez, la inmensa fórmula que la canadiense fabrica para normalizar y para hacer del defecto y de la imperfección una verdad absoluta, para desmasificar el mundo en cada frase: 

“Y qué afortunado resulta que, en este mundo de reyes y sus interminables ansias de exactitud, tengamos reinas que echen el cierre sobre este asunto” (‘Flota’. Poema ‘Cómo hacer que te guste Si yo le dijera: Un retrato completo de Picasso, de Gertrude Stein’).

Todo es una continua prueba en sus textos, la intromisión de demasiadas incógnitas, un juego sin límites delicioso. Carson es anárquica y metódica al mismo tiempo. Por eso se aferra a los clásicos, porque sabe que es un método sin fisuras sobre el que sostener su intrínseca excepcionalidad:

¿No dice Harold Bloom en algún sitio que lo sublime es siempre una cita?

Recicla con una destreza suprema los estereotipos. Todo es novedad entre sus manos, palabras y hechos. Magistral es también su batalla contra los nudos, las trabas, las mentiras y la endogamia lingüística:

“¿Qué se puede hacer / con un poco de aire despejado? / Varias cosas. / Puedes llenarlo de neologismos. / O con nuevos análisis / O con una

Exaptación. / Examinemos exaptación / Exaptarse es adaptarse en una dirección extrema” (‘Flota’. Cuaderno ‘Envidia del pronombre’).

Y convierte en edificios vibrantes la biografía de infinidad de desconocidos. No le teme a esa rara operación que es la multiplicación poética. Ni a la deducción sin pretensiones. Ella posee la elocuencia de una sabia a la que no le importa la destrucción de ningún cimiento ni hacer volar por los aires lo concreto. Ella divaga hasta formar lo exacto. No se niega ningún camino para llegar a ese abismo que acaba siendo hogar. Carson atesora en este volumen un número infinito de tragicomedias viscerales que al lector le resultarán ética y estéticamente explosivas:

“La época de Abandonar la Pintura y Trabajar con Sudor o Sangre, Siendo las Más Potente la Sangre Menstrual de las modelos”.

“La Época de No Darse Cuenta de Qué Patético Resulta Uno con su Falsedad y sus Anhelos” (‘Flota’. Poema ‘Épocas de Yves Klein’).

Sin duda su erudición es un castigo para el poder, para el patriarcado y para la mismísima muerte:

“hablamos primero por teléfono no me conoces pero tu hermano acaba de morirse en mi cuarto de baño”.

“Se subió a la ambulancia fue al hospital allí insistió en lavar el cuerpo quién si no iba a hacerlo dijo”.

Y el lenguaje es su única red, aunque sepa muy bien que es la araña que paraliza a su víctima aislando la palabra exacta, ofreciendo su carne como asidero y precipicio, como turbación y serenidad, como renuncia y compromiso. Y lo demuestra escribiendo el perturbador Estructuras impotentes Fig. II, un cuadernillo brutal en el que Carson incluye versos de uñas largas y aliento espeso. Versos como fieras reeducadas, como fieras acogidas entre los brazos de la normalidad. O el enigmático Feliz Navidad de parte de Hegel, en el que sutura con pericia la llaga incurable que deja la muerte sobre los vivos.

Carson tiene querencia al laberinto. No abraza solo lo que comprende, sino que seduce lo incomprensible hasta convertirlo en un idioma hermoso y al mismo tiempo incómodo. Ella grita que la belleza también está en ese zumbido denso que mantiene a raya la decencia de nuestra mirada.

Mención aparte merece Perro fiel I, II y III. Una triatiba caústica y elegante sobre el Mito de Orfeo y Eurídice adornada con esos destellos cínicos con que Carson anula la idealización de la cosas y que, como no podía ser de otra manera, incluye al amor:

“Mis quince minutos en el infierno apenas los recuerdo. Sé que hacía frío vi cosas increadas filtrarse aquí y allá con raíces por oídos no habían escuchado ninguna voz durante siglos… ¿Cuál es el numero de teléfono de aquí abajo?”.

Carson es aguda y pragmática, violenta en su jurisprudencia emocional, mimética. Tiene la lengua partida en dos, habla por boca de dioses y hombres. Todas las bocas del mundo caben dentro de su boca. Fija su mirada en un nombre y plasma a través de él todos aquellos defectos y virtudes que poseemos el restos de nombres. Usa a los demás como espejo. Le resulta indiferente que le pertenezca a un vivo o a un muerto, a alguno de sus contemporáneos o contemporáneas, le da igual que la lógica desaconseje seguir sus pasos, sus líricas tragedias. Ella necesita hacerlos imprescindibles, metérnoslos en el centro de nuestra garganta de esa forma en que el zángano introduce el polen dentro del corazón de una colmena. Carson, como ya dije antes, es araña, pero también es abeja. Atrapa y alimenta, nos desdobla con esa urgencia con que un niño desdobla un muñeco de papel que desearía que estuviera hecho de carne y hueso:

“H es por los amigos leales”.

“L por Lulú y los pecados sencillos que pudieron con ella”.

“N es seguida de / O que deletreadas juntas anuncian que aquí no se me ocurrió nada que / sonara del todo bien” (‘Flota’. ‘L. A.’).

Carson acumula en esta joya tantas voces como preguntas acumula su ironía:

“No pensamos en la velocidad de la vida”.

Va más allá de los significados, va más allá de la vida secreta de sinónimos y antónimos. Crea una comuna de miembros excéntricos para demostrar que las palabras no son piezas inamovibles porque lo diga un diccionario:

“Adrenalina. / La presión filoforme de las pequeñas condiciones sociales”.

No dejen de leer este libro, porque encontrarán versos como estos:

“Me cuesta pensar que Jezabel fuera la tía abuela de nadie. / Una cosa que podemos decir casi con seguridad / es que no era esa clase de tía abuela que tiene / un cajón en la cocina con la etiqueta de / “trozos de cordel demasiado cortos”.

Y también la magnética oración que resulta ser Variaciones sobre el derecho de permanecer en silencio.

No dejen de leer Flota porque levitarán como ya levitara Santa Teresa de Jesús en medio de aquel páramo castellano e insulso.

No dejen nunca de leer a Anne Carson porque a veces la única posibilidad de sentirnos vivos acontece por persona interpuesta.

‘Flota’. Anne Carson. Traducción de Andrés Catalán y Jordi Doce. 22 cuadernillos. Cielo Eléctrico editorial.

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