“El fracaso de Occidente se manifiesta con claridad en esta segunda ola”

Manuel Arias Maldonado, autor de esta ‘teoría política de la pandemia’.

La pandemia del coronavirus ha golpeado con fuerza nuestras sociedades. Su impacto se ha dejado notar en la vida diaria y en todas aquellas cifras y modelos que la miden, desde el PIB hasta el desempleo, pasando por unas cifras de muertos que han roto una serie histórica de progreso sostenido o el declinante número de vuelos. Desde el inicio, fueron muchos los analistas que comenzaron a preguntarse qué clase de mundo nos dejaría el SARS-CoV-2, sin que surgiera un diagnóstico común. ¿Mejores? ¿Peores? Manuel Arias, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga y articulista, ha huido conscientemente de esa dicotomía en su último ensayo, ‘Desde las ruinas del futuro. Teoría política de la pandemia’ (Taurus) y ha preferido enfocar hacia dónde ‘deberíamos’ ir en vez de hacia dónde, supuestamente, vamos.

Manuel Arias (Málaga, 1974) –también primo hermano de quien esto firma– es autor, entre otras obras, de La democracia sentimental (Página Indómita), ‘Nostalgia del soberano’ (Catarata) o ‘(Fe) Male Gaze’ (Anagrama). Su nuevo libro emparenta de forma clara con su Antropoceno (Taurus) , que ya recogimos en El Asombrario.

Con él hablamos de la pandemia, de su relación con el cambio climático, de la crisis de la democracia, del impacto de la covid-19 en nuestras sociedades y de qué cabe esperar de nuestra mirada al mundo, al futuro y a la idea de progreso, elementos esenciales de una modernidad que parece en cuestión. Razones para seguir creyendo en el proyecto ilustrado, pero esta vez en uno pesimista. 

Dices que este libro no versa sobre a dónde vamos como a dónde deberíamos ir tras la pandemia. Sin embargo, lo que han proliferado han sido los vaticinios. ¿Qué opinión te merecen? ¿A qué achacas esta necesidad?

Me interesaba empezar el libro planteándome las condiciones bajo las cuales puede tener lugar un debate sobre las implicaciones normativas o prescriptivas de la pandemia, que lógicamente se relacionan de manera estrecha con el diagnóstico que se haga acerca de las causas que la han provocado: ¿cómo hemos de hablar de la pandemia, qué lenguaje es apropiado emplear? Y aquí un primer problema, como bien señalas, es la propensión al vaticinio: a decir lo que sucederá como consecuencia de la misma en lugar de a sugerir lo que debería hacerse. Lo que se usa no es ni el condicional ni el subjuntivo, sino una especie de tiempo futuro imperativo. No son cosas pequeñas, tampoco: hablamos del fin de la humanidad o por lo menos del capitalismo.

Dejando a un lado la inadvertencia o la costumbre, influida esta última sin duda por el lenguaje periodístico, diría que hay tres razones que pueden explicar esto. Primera: el procesamiento ideológico de lo sucedido, que se interpreta con arreglo a los marcos que uno prefiere, lo que a su vez conduce a la promoción de la cosmovisión propia y que resulta más llamativo entre quienes impugnan el sistema en su conjunto. Segundo: la defensa del paradigma teórico al que uno está adscrito, lo que se parece a lo anterior pero es ligeramente distinto, porque entra más en el terreno académico. Y tercero: la inclinación de los modernos por el lenguaje histórico y la explicación racionalista que vincula causas y efectos como una secuencia invencible. El vaticinio es como un conjuro, pero también una trampa persuasiva; como digo que algo va a suceder, parece que mi juicio tiene más fuerza. De manera que una preferencia se convierte en una predicción con forma de profecía. Pero es una preferencia, el debate lo es entre versiones del futuro que se presentan como más o menos deseables a partir de una interpretación de la pandemia.

La pandemia tiene muchos relatos o diagnósticos. Algunos culpan a China, otros a la propia lógica depredadora del ser humano con el medioambiente. ¿Cuál es tu diagnóstico de lo sucedido? ¿Es un problema de la modernidad que de alguna manera la impugna irremediablemente?

A mi modo de ver, la zoonosis infecciosa es un problema atávico del que la modernidad no ha sabido librarse. Y ha creído que lo había hecho: hay historiadores y epidemiólogos que a finales de los 70 y primeros de los 80 hablan del control de los virus infecciosos, justo cuando se produce ese gran éxito de la epidemiología que es la erradicación de la viruela. Enseguida, claro, aparece el sida, que ha causado ya la friolera de 32 millones de muertos, y ahora nos cae encima una pandemia cuya difusión espacial recuerda a la gripe española de hace un siglo. Esta última fue mucho más letal: murieron no menos de 50 millones de personas. La covid-19 se parece más a las gripes asiáticas de 1957 y 1968, aunque la reacción defensiva de las sociedades humanas haya sido más contundente y el mundo globalizado se haya detenido de manera espectacular.

Sin embargo, que el virus se origine en China no es casual; la mayor parte de las grandes epidemias han venido de Asia por razones que tienen que ver con el tipo de hábitats allí existentes, por la existencia de redes comerciales que permiten su propagación y, aunque de esto no se está hablando, porque China se encuentra en un estadio salvaje de modernización en el que conviven avances extraordinarios con atavismos culturales. Hay, en particular, un problema con la seguridad alimentaria que parece manifestarse en el itinerario del virus, a su vez agravado inicialmente por la falta de libertades característica de una dictadura.

Y sí, el ser humano es un perturbador medioambiental, pero no es alguien externo al mundo natural; es un animal que come animales. Yo mismo soy partidario de mejorar el trato de los animales, que me parece una urgente tarea de la modernidad, pero no puede negarse que es algo que llevamos haciendo miles de años. Un virus es otra cosa. Timothy Morton diría que es un hiperobjeto, dada la cantidad literalmente incontable de virus y bacterias que pueblan el planeta, que nos preceden en él y en él nos sucederán. En realidad, más que escandalizarnos por los estallidos epidémicos que nos afectan con cierta regularidad, habría que sorprenderse de que no se produzcan con mucha mayor frecuencia. Los virus son agentes históricos y acabamos de recordar la medida en que pueden llegar a condicionar el desenvolvimiento de las sociedades humanas.

Tú has estudiado a fondo el cambio climático, y le dedicaste hace poco un libro, ‘Antropoceno’. Sin embargo, no ves clara la relación entre ambos fenómenos, pese a que otros analistas sí lo han relacionado más claramente.

Así es. Me gustaría pensar que esa conexión fuera clara, evidente, incluso me convendría; pero no acabo de verla. El debate es muy interesante, por lo demás. Sabemos que hace falta un cierto grado de biodiversidad para que se produzcan epidemias; luego no hemos acabado con la biodiversidad hasta ese punto: tenemos la suficiente para enfermarnos. También sabemos que el contacto con hábitats salvajes aumenta la probabilidad del contagio y podemos suponer que el aumento de la población mundial en el último siglo nos ha convertido en una especie más invasiva. Pero también sabemos que las epidemias nacen con el sedentarismo humano y por eso se las llama “enfermedades de masas”, lo que nos recuerda que siempre hemos sido invasivos; aunque este adjetivo participa de una narrativa del exotismo que atribuye al ser humano un lugar preasignado en el escenario planetario, cosa más bien dudosa.

El Antropoceno designa una época geológica o cuando menos una época histórica caracterizada por la influencia humana sobre los sistemas planetarios y nuestra general colonización del medioambiente. Pero, como decía antes, parece que el origen del virus remite a una práctica primitiva: un pangolín que ha tenido antes contacto con un murciélago infectado es vendido a un comprador en un wet market chino donde se lo dan vivo o lo matan en su presencia, el señor o señora se lo come y enferma y transmite el virus a otra persona. ¡No es muy sofisticado! Si el virus tuviera su origen en la producción alimentaria industrial, el rasgo antropocénico me parecería poco discutible. Otra cosa es que el virus haga con éxito el salto zoonótico durante el Antropoceno y, por tanto, su difusión refleje los rasgos de la época, señaladamente por medio de una rápida difusión global.

En cuanto al cambio climático, se dice que el cambio en la temperatura media del planeta producirá nuevos virus y no hay razones para dudarlo; lo que no está demostrado es que este virus sea ya un producto del cambio climático. Y de nuevo: no estamos ante una novedad histórica, sino ante un fenómeno bien conocido que había sido en buena medida olvidado (aunque menos en Asia, donde sufrieron el SARS a comienzos de este siglo) y ahora se ha producido de nuevo.

El paralelismo con el cambio climático también se ha señalado en un sentido distinto, a saber, subrayando los paralelismos entre los dos tipos de problemas: ambos son globales, se aceleran exponencialmente y tienen su origen en la interacción socionatural. Esto último me parece razonable, solo que no estoy seguro de que sea un paralelismo demasiado iluminador. Sobre todo, me parece un error sostener que el confinamiento decretado en el mundo occidental en la primavera del año pasado demuestre que el cambio social que necesitaríamos para afrontar el cambio climático es posible y además puede aplicarse rápidamente con la necesaria voluntad política. Lo único que se hizo entonces fue pisar el freno, pero la situación creada con ese movimiento no podía –ni ha podido– prorrogarse de manera indefinida; se trataba de una solución temporal, por lo demás bastante tosca, no del ensayo general de una sociedad nueva.

Se ha hablado mucho de si los regímenes autoritarios eran más eficaces que las democracias a la hora de atajar este tipo de problemas. ¿Qué tipo de régimen sale peor parado?

Es difícil decirlo de manera tajante. Hay democracias que han tenido éxito en la lucha contra la pandemia; otras se han inclinado más bien por el fracaso. Y en ambos casos, por razones distintas. Diría que han salido mejor paradas las sociedades más racionalistas y por tanto más pragmáticas, incluyendo en el paquete a una Suecia que, más allá de si ha acertado o no, resulta admirable por su capacidad para tomar una decisión científicamente informada y mantenerla sin histeria. Dicho esto, es indiscutible que a estas alturas de año el virus sigue difundiéndose a gran velocidad en las sociedades occidentales y, sin embargo, está casi erradicado en las sociedades asiáticas, incluidas Nueva Zelanda y Australia (entendidas como Australasia).

Las islas lo tienen más fácil para perseguir una estrategia de erradicación, aunque por supuesto se necesita competencia para ejecutarla. Pero China y Corea del Sur no son islas y no sé si Japón, siéndolo, cuenta como tal, dado el tamaño de su población… Y China es una dictadura, pero Corea del Sur y Taiwan no lo son. De manera que, descontando a algunos países europeos, la distinción no hay que hacerla tanto entre democracias y autocracias como entre Occidente y Asia. Hay que hacer algunas matizaciones: las dictaduras pueden imponer medidas restrictivas con menos contestación social y menos cautelas jurídicas, pero a cambio tendrán un debate menos rico sobre las alternativas existentes. Cuando hablamos de China, por otro lado, hablamos de una dictadura tecnológicamente avanzada y orientada por su clase dirigente a la decisión racional (aunque no democrática); no es un debate sobre la eficacia de una dictadura tradicional, chapucera y propensa al golpismo. Pero el fracaso de Occidente, siempre relativo porque aquí estamos, es llamativo y se manifiesta con claridad en esta segunda ola en la que abundan las medidas restrictivas de la actividad social sin que sepamos exactamente bajo qué criterios, o sea, dónde nos estamos contagiando exactamente y en qué proporción. Vamos al bulto y esto es decepcionante.

¿En qué crees desde un punto de vista de la comunidad y la organización políticas? Por un lado, hemos visto una tentación proteccionista, pero por otro, las soluciones son globales ante casos como las pandemias, por no hablar del cambio climático. ¿Cómo se resolverá esta paradoja?

Me parece que el cosmopolitismo da forma al ideal más hermoso, la nación constituye la realidad más tozuda y que el sentido de comunidad adopta muchas formas: a veces la nación, pero también la ideología política, el equipo de fútbol, la identidad étnica, la familia. Es de esperar que las soluciones globales se perseguirán mediante acuerdos internacionales y a eso es a lo que podemos aspirar por el momento; la idea de un gobierno global es impracticable y acaso sea indeseable. En el libro dedico un capítulo al concepto de humanidad y a proponer la posibilidad de que la pandemia pueda reforzar el sentimiento de pertenencia a la misma por un camino tradicionalmente rechazado por filósofos, científicos sociales y moralistas: el camino de la especie biológica.

Se trata de enfatizar el hecho de que todos somos miembros de una especie cuya pervivencia y bienestar dependen de un conjunto de condiciones ecológicas y planetarias que debemos asegurar. Pero no formulo grandes esperanzas a partir del reconocimiento de ese rasgo común: podemos apelar al sentido de la especie para mejorar la OMS, invertir en mecanismos inmunológicos colectivos o refinar el Acuerdo de París. Esto ya sería mucho y no cabe esperar mucho más. El hecho de que la pandemia haya sido experimentada globalmente y sentida como una enfermedad global, sin que se hayan vivido episodios destacables de animadversión étnica o racial por mucho que periodistas y académicos se empeñen en afirmar lo contrario, apunta también en esta dirección: por muy diferentes que seamos los humanos entre sí, somos todos entidades biológicas vulnerables a los accidentes víricos y a otras amenazas ambientales. Bien podemos tirar de ahí, sin que eso suponga negar las diferencias sociales ni el pluralismo moral o político. 

Ya en las democracias, ¿este marco ayuda o perjudica al populismo? Al fin y al cabo, aunque Trump haya perdido, lo ha hecho por poco y con más votos que en 2016.

Nunca se sabe; también depende del modo en que cada populismo reaccione a la pandemia, del discurso que haga y del contexto en que lo formule. La idea de que el virus es menos peligroso de lo que parece y que por tanto hemos de recuperar la libertad que los gobiernos nos arrebatan es más libertaria que populista; otra cosa es que algunos populismos la hagan suya. Y hay que ser cuidadoso: el debate sobre los conflictos de bienes que provoca la pandemia es legítimo. El problema es negar o distorsionar la realidad o desoír el consejo de los expertos, no siendo nada de esto tampoco patrimonio de los populistas. Lo que distingue al populista es que hace un discurso hipermoralista que distingue al pueblo virtuoso de sus enemigos corruptos, a los que expulsa simbólicamente de la comunidad, dando primacía a la voluntad popular sobre cualquier otra cosa; por eso no está claro que exista un discurso natural del populismo sobre la pandemia.

Sería imaginable que un populista propusiese una condecoración al experto que salva al pueblo de la amenaza vírica… Y tampoco es el populista contrario al uso del poder estatal, ni mucho menos. En este caso, viniendo el virus de China y siendo China un enemigo predilecto de Trump, se ha impuesto una narrativa dominante que rebajaba la peligrosidad del virus o subrayaba la necesidad de preservar las libertades individuales; podría haber sido otro, no obstante. En otros países, el populismo está en la oposición y ha articulado un discurso contrario a fin de marcar perfil propio. En cuanto a Trump y sus apoyos, bueno, yo siempre he preferido una explicación convencional de su victoria, como una apuesta por la alternancia en un contexto de malestar que fue facilitada por el poco apoyo de los votantes por Hillary Clinton. Naturalmente, Trump es populista y creo que su victoria ante Biden habría un notable valor simbólico, pero muchos ciudadanos norteamericanos solo estaban votando a un republicano para que perdiera un demócrata.

Por último, abogas al final por una «ilustración pesimista». En tu ‘La democracia sentimental’ ya hablabas de la necesidad de comportarse como un «ironista melancólico». Tú mismo has hablado en muchas ocasiones de la desventaja propagandística de las democracias, y no parece que sean tus propuestas demasiado vendibles en el contexto político actual. Al final, lo mismo solo te queda ser un ironista melancólico de tu propia ilustración pesimista.

¡Ja, ja! Está bien visto eso. Es el privilegio del pensador, que puede enredarse en sus propios bucles melancólicos… Mis propuestas no van a ninguna parte, claro, ya estoy bastante agradecido de que lleguen a la imprenta. Cuando hablo en la parte final del libro de una “Ilustración pesimista”, estoy sugiriendo el modo en que podemos salvar a la modernidad de sus fracasos e inadvertencias, en este caso asumiendo de antemano la inevitabilidad de los accidentes, previsibles o imprevistos. Ahí tiro de Foucault y su lectura del texto seminal de Kant, pero apuesto por la posibilidad de enmendar críticamente la modernidad en lugar de tenerla por fracasada. Y eso porque de la pandemia extraigo dos lecciones: por un lado, me parece que confirma que el gran tema de nuestro tiempo es la reorganización sostenible de las relaciones socionaturales; por otro, creo que muestra los límites de la capacidad humana para anticipar y controlar los acontecimientos.

Recordemos que Kant, cuando formula la idea de la Ilustración, es un optimista cauto: aunque sabe que el proceso llevará tiempo, es alguien que espera resultados positivos del uso público de la razón y, de hecho, confía en que su empleo termine generalizándose. O sea, lo que Kant espera de la historia es un desarrollo de la libertad humana que producirá rendimientos positivos de manera paulatina. ¡Y tenía razón! Pero quizá menos de la que esperaba, porque la cara B de la modernidad es de una sordidez desconcertante: racismo, colonialismo, violencia política, sufrimiento animal… Pero es que el antónimo de una Ilustración pesimista no es una Ilustración optimista, sino una Ilustración ingenua que renuncia a hacerse cargo de sus propios desengaños. Y para esto último estamos ya preparados, sin caer por ello en la introspección lúdica característica de la posmodernidad, que renuncia a la asunción de responsabilidades. Así que una Ilustración pesimista sigue siendo Ilustración, en tanto que la modernidad sigue siendo el marco en que se despliega una razón que aprende a ser cautelosa.

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