Friedlander: el gran retratista nos explica la complejidad de EE UU

Lee Friedlander. Nueva York, 1963. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco.

La Fundación Mapfre expone una retrospectiva de Lee Friedlander, artista clave en la fotografía del siglo XX, a través de 350 fotografías que recorren las seis décadas de trayectoria del gran fotógrafo estadounidense. Considerado como el gran retratista del paisaje social norteamericano, la mirada de Friedlander captura la realidad cotidiana y nos la muestra despojada de intrascendencia.

Noviembre ha comenzado destruyendo esa ilusión de tranquilidad en la que el verano nos había ido instalando, esa inocencia con la que creíamos haber superado los días de la incertidumbre mientras mirábamos atrás de vez en cuando, no tanto para ver lo que avanzábamos como para vigilar a qué distancia de nosotros iba quedando la amenaza. Pero la amenaza tiene las piernas largas, y su sombra viene de nuevo pisándonos los talones. Quizá sea solo la lluvia o la llegada del frío, pero es como si en el aire del otoño flotara una bruma de desánimo difícil de respirar, como si unas puertas altas que se están cerrando nos fuesen separando de la realidad de ahí fuera. Kant decía que la única manera de penetrar en sí mismo eran sus percepciones, observar el mundo a su alrededor. Se diría que nosotros, pese a vivir en una realidad tan compleja y sobreestimulante, solo conseguimos hallarnos cuando algo nos separa de lo que amuebla nuestros días: los bares, las calles, el tráfico y la gente, las tiendas, los cines, los parques, los edificios; todo lo que estaba tan cerca mientras, sumidos en la loca rutina, permanecíamos demasiado lejos como para percibirlo. Lejos de nosotros mismos.

Lee Friedlander. Nueva York, 2002. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco.

Lee Friedlander. Baltimore, 1968. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco.

Pienso en esto recorriendo la retrospectiva del fotógrafo americano Lee Friedlander que expone la Fundación Mapfre, detenida ante la instantánea que tomó en Madrid en 1964 en la que se ve, al otro lado de un escaparate donde se refleja la calle, el bullicio de una cafetería. Sobreimpresionado en el cristal cruza un taxi con su pesada carrocería de faros picudos, rodando sobre un mostrador de mármol tras el que se agolpan los clientes, que han ido dejando sobre él platos y vasos. Pese a que la fotografía es en blanco y negro, me parecía ver la gruesa raya roja que recorría el costado de los taxis de aquel tiempo, y también me parecía oír el entrechocar de platos y vasos y las charlas animadas flotando en el cielo de la cafetería. Dos mujeres con el mismo peinado están cogiendo algo a la vez, y un hombre alto con traje y corbata se interpone y es como si estableciera una barrera entre ellas y todo lo demás. Entre su mundo y todo lo demás.

Para Lee Friedlander (Aberdeen, Washington, 1934), uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, captar la realidad con su Leica de 35mm o su Hasselblad de gran formato no consiste en fotografiar instantes precisos, sino en encuadrarlos buscando un sentido artístico a su trascendencia. En sus imágenes las ciudades se descomponen en elementos que guardan una extraña simetría, como en la emblemática Alburquerque, Nuevo México (1972), donde solo un perro espera ante el semáforo en un cruce de calles vacías y las líneas de postes, edificios y coches se ordenan conforme a una cuadrícula inexistente. O en Nueva York (1963), donde la realidad se quiebra y se multiplica entre las sombras y reflejos de una puerta giratoria, por la que entra un hombre con sombrero y sale una mujer ensimismada con un vestido oscuro y un bolso blanco.

Friedlander documenta un mundo formado por realidades superpuestas como capas, que a veces se disgregan sobre el cristal de un escaparate, o que se mezclan confundidas en el mismo plano componiendo un rompecabezas disparatado y simbólico delante mismo de nuestros ojos. Así ocurre en su serie The American Monument, donde el fotógrafo recorre monumentos y estatuas que se diluyen en su entorno cotidiano despojados de toda grandilocuencia.

La inteligencia fotográfica de Friedlander parece cuestionarlo todo en su manera de mirar el mundo con naturalidad y expectación, como si siempre estuviera descubriéndolo por primera vez. También hay cierta ingenuidad en el modo de mirarse a sí mismo, como refleja la serie de autorretratos exhibidos en una de las salas, que reunió para el libro Self Portrait de 1970, reeditado a lo largo de los años con posteriores añadidos. En ellos el fotógrafo se enfrenta a su propio objetivo con una honestidad conmovedora, atravesado por el tiempo y los lugares, ya sea a través de un espejo o desde la cama de un hospital. Friedlander aparece además en algunos autorretratos fortuitos, reflejado en un escaparate mientras dispara su cámara, enfocando su sombra proyectada sobre el terreno pedregoso del Cañón de Chelly, Arizona, o recortada sobre el retrato más hermoso que hizo a su mujer Maria DePaoli, medio desnuda, recostada contra la pared de la habitación de un hotel en Las Vegas junto a la cama revuelta, y enmarcada por un paño de luz intensa.

Lee Friedlander. Haverstraw, Nueva York, 1966. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco.

Lee Friedlander. Maria, Las Vegas, Nevada, 1970. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco.

No puedo evitar, observando los abigarrados escenarios urbanos o las calles desiertas en las fotografías de Friedlander, recordar las imágenes que estos días muestran en noticiarios y periódicos muchas de nuestras ciudades sin gente, con los bares y comercios cerrados. Y su famosa serie The Little Screens –publicada en los años 60 en Harper’s Bazaar con textos de su colega Walker Evans, con las habitaciones vacías en cuyos televisores surgen esos rostros inquietantes, se me antoja una metáfora luminosa para estos días tan extraños. Se diría que ahora es la realidad la que nos está observando a nosotros mientras nos aparta de lo que era nuestro mundo: los amigos, la familia, los lugares, todo lo que percibíamos o sentíamos ahí fuera, el mismo aire que respirábamos juntos. Salir a respirarlo. “Si todas mis percepciones”, escribió Kant, “fueran suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada”.

Hay una ironía melancólica y a veces alegre en la mirada de Friedlander, en la manera de mostrarnos los fragmentos de una realidad que no siempre percibimos y echamos de menos cuando no la tenemos cerca, y que en cierto modo representa nuestra identidad: las furgonetas, los maniquíes, las estatuas y las banderas, los aparcamientos, los carteles publicitarios, los árboles, las flores o las montañas. “Si pudiera”, dijo en una ocasión, “estaría fuera disparando todo el tiempo. No hay que ir en busca de las fotografías. Sales y las fotografías te están mirando fijamente”.

Friedlander comenzó su carrera haciendo portadas para las discográficas Atlantis Records, RCA y Columbia Records. En la primera sala de la exposición se muestran los retratos que hizo a grandes iconos del jazz como John Coltrane, Miles Davis o Duke Ellington. Después empezó observar todo lo que palpitaba a su alrededor y su fotografía adquirió una textura de collage similar a la música de jazz: piezas aparentemente inconexas que forman su propio universo indisoluble, observadas a pie de calle, a través de un cristal o desde la ventanilla de un coche. Un poco como la realidad que vivimos y tratamos cada día de desentrañar, igual de confusa, imprevista y fragmentada.

Lee Friedlander. Albuquerque, 1972. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery.

Lee Friedlander. Albuquerque, 1972. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery.

Lee Friedlander. Paul Tate, Lafayette, Luisiana, 1968. Cortesía del artista y de Fraenkel Gallery, San Francisco

Lee Friedlander’. Fundación Mapfre, Madrid. Hasta el 10 de enero de 2021.

 

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