El futuro está en las ciudades, pero en ciudades más humanas

Fotografía: Diego Lara.

Fotografía: Diego Lara.

Fotografía: Diego Lara.

Fotografía: Diego Lara.

En el mundo actual, que da tumbos en busca de un proyecto estimulante acorde a la nueva sociedad -cambiante y multiforme-, las ciudades han de comandar el relato de la sociedad globalizada frente a unos Estados caducos encallados en fórmulas de otros tiempos. No hay plasmación social que asuma mejor el nuevo orden, derivado de las tecnologías de la información, que las urbes cuyos tejidos están dotados de una alta capacidad de metabolización social. Ellas son las depositarias de la tolerancia, la diversidad y la conciencia global. Así que trabajemos ya en construir ciudades más humanas y sostenibles, porque elles representan nuestro paisaje real. Y nuestro futuro real. ‘Urbi et orbi’.

En ocasiones el poder choca frente a nuevas realidades que, pese a su indudable calado, aún no han sido asimiladas y, por tanto, abordadas convenientemente. La irrupción de la globalización, por ejemplo, supuso una degradación de innumerables estructuras sociales, económicas y políticas que estaban adaptadas a una dinámica local. La evolución hacia una comunicación horizontal y en red también supuso un desequilibrio para todos aquellos sistemas de organización que se proyectaban vertical y unidireccionalmente. Del mismo modo, hoy el mundo se muestra impotente desde una concepción estatal para tratar de subsanar problemas que responden, cada vez más, a una perspectiva urbana.

No hay una realidad, tangible, que crezca más en dimensión e influencia que la ciudad. Se prevé que en el año 2050 el 70% de la población mundial vivirá en entornos urbanos. Aunque la previsión teórica apuntaba a que la implementación de las nuevas tecnologías iba a permitir una redistribución de la población hacia las áreas rurales, gracias al teletrabajo, las expectativas no se han cumplido. La red no ha implicado dispersión sino todo lo contrario. Si las empresas de un mismo sector se agrupan en clusters para multiplicar sus beneficios, los ciudadanos se concentran en entornos urbanos para aumentar su ratio de oportunidad.

Las ciudades siempre se ofrecieron como una fuente de oportunidades para las personas. En sus orígenes fueron sinónimo de refugio, trabajo y libertad. Las primeras grandes ciudades -en Mesopotamia, Egipto y China– supusieron la cuna de la civilización. En Grecia y Roma constituyeron el escenario en el cual se articulaba la vida social y política. La ciudad no era simplemente un espacio físico sino un conjunto de ciudadanos que ejercían sus libertades públicas. Tras la caída del Imperio Romano, el mundo se vio sumido en una época de tinieblas que acarreó, entre otros efectos, un prolongado periodo de ruralización. Con el Renacimiento volvieron a florecer de nuevo los núcleos urbanos, algunos de los cuales se erigieron en importantes ciudades-Estado, hasta que la conformación de los Estados nación, durante la Edad Moderna, subyugaron a las ciudades a sus propios intereses.

En la actualidad, la ciudad constituye el eje central de los principales problemas que afectan a la humanidad. El consumo descontrolado de energía, la contaminación desmedida, la desigualdad social, la inseguridad como último eslabón de la marginalidad y la pérdida de conciencia comunitaria arraigan en las calles y barrios urbanos de todo el mundo.

Estas derivas responden, precisamente, al enorme peso que han adquirido las ciudades aunque también al abandono de la idea primigenia de la ciudad como ente orgánico cuya base fundamental son las personas que las habitan. En la medida en que las ciudades están vivas – y lo están a partir de sus ciudadanos- si se les priva de los medios necesarios para poder ejercer su autonomía y no se prioriza el interés público, pierden su sentido, se abandonan y mueren como tales.

Desde los inicios de la industrialización, la interpretación de la ciudad como espacio natural del ser humano fue remplazada por una visión de índole materialista. Las ciudades ejercían, ante todo, de núcleos de actividad económica atrayendo grandes migraciones de personas que no eran atendidas como ciudadanos sino como simple mano de obra. La convivencia, uno de los valores fundacionales de las ciudades, sufrió una paulatina erosión.

Giorgio de Chirico (1888/1978) fue un pintor italiano fundador del movimiento artístico scuola metafisica que plasmó con una contundencia abrumadora está pérdida de humanidad en la ciudad de principios de siglo. Los escenarios de Chirico recreaban sombríos paisajes urbanos cuyo denominador común era la angustiosa ausencia de presencia humana en los mismos. Las racionales estructuras arquitectónicas, las alegóricas chimeneas industriales de fondo, el arte urbano expuesto frente a la nada, no hacían más que resaltar la profunda soledad de un lugar donde apenas emergían, puntualmente, siluetas a modo de maniquíes. Ciudades sin pálpito.

Con la consolidación del capitalismo las urbes se reafirmaron como un valor de mercado cada vez más ajeno a sus habitantes. Abandonada la idea de la ciudad a la medida humana, estas tendieron al colapso. Hoy asistimos a una carrera desesperada -aunque también ilusionante- por parte de las ciudades y sus entornos metropolitanos para retomar el pulso que antaño perdieron, el de sus gentes. Y es que si las ciudades suponen el foco de los principales problemas de la humanidad, por esa misma razón también se revelan como su gran esperanza.

En su obra Climate of hope (2017), Carl Pope y Mike Bloomberg exponen cómo las ciudades pueden marcar una diferencia considerable en la sostenibilidad del planeta. Las superficies urbanas acarrean el 70% de las emisiones mundiales de CO2. Muchas de ellas –como Estocolmo, Copenhague, Vancouver, Melbourne o San Francisco- ya han emprendido espectaculares reducciones a la par que han hecho crecer sus economías. Los consistorios, libres del yugo geoestratégico de los Estados disponen además de capacidad para actuar con rapidez, osadía e independencia. Si estas medidas se extendieran al resto de grandes poblaciones estaríamos ante la mayor transformación de la historia reciente.

Pero el discurso de Bloomberg aún va más allá del factor medioambiental para incidir en el poder transformador de las ciudades. El ex alcalde de Nueva York plantea una necesidad de unas metrópolis con más poder que los propios Estados. El planteamiento ideal serían ciudades con capacidad para invertir en infraestructuras de movilidad limpias y prescindir de la dependencia del automóvil, con medios y competencias para la mejora del sistema educativo y formativo de las personas, con facultades para poder optimizar la atención sanitaria y la asistencia social, para desarrollar políticas que consoliden la integración de la comunidad mediante la participación, la concienciación y el asociacionismo y cuyos barrios huyan, a través de la inversión y el urbanismo, de la sectorización, conectados, a su vez, por corredores verdes. Ciudades de y para seres humanos, ciudades sostenibles, prósperas y diversas. No se trata de ninguna utopía sino de expandir y generalizar aquello que ya se está consiguiendo en otros lugares.

Deyan Sudjic, autor de El Lenguaje de las ciudades, también reclama la necesidad de un nuevo reparto en el equilibrio de poderes en favor de los gobiernos municipales y en detrimento de los Estados. En un mundo como el de hoy, que da tumbos en busca de un proyecto estimulante acorde a la nueva sociedad -cambiante y multiforme- las ciudades deben comandar el relato de la sociedad globalizada frente a unos Estados caducos encallados en fórmulas de otros tiempos.

No hay plasmación social que asuma mejor el nuevo orden, derivado de las tecnologías de la información, que las urbes cuyos tejidos están dotados de una alta capacidad de metabolización social. Las últimas elecciones a la presidencia de Estados Unidos, el referéndum del Brexit y otros sufragios de reciente consumación han refrendado que las ciudades son las depositarias de la tolerancia, la diversidad y la conciencia global.

El potencial de cercanía del poder local respecto a las personas permite, además, una oportunidad real para la democracia telemática a través de la cual la política deje de estar primordialmente en manos de los políticos para volver a ser el ejercicio de responsabilidad continuada de los ciudadanos con sus asuntos. Una circunstancia que a escala nacional resultaría del todo imposible.

Y es que, a fin de cuentas, las áreas urbanas y metropolitanas pueden responder a una idea tangible de nuevo territorio propio. Ese espacio en el que te mueves, cotidianamente, en un radio de acción de 45 minutos. No una identidad asociada a imaginarios colectivos heredados, sino al trato directo con la gente de tu entorno, a un escenario de acción directa. A tu paisaje real.

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Comentarios

  • LlobreGats

    Por LlobreGats, el 01 febrero 2018

    Totalmente de acuerdo. Las ciudades han de ser más humanas para sus habitantes, con más autonomía y poder de acción. Pero también han de ser más ‘humanas’ con los seres vivos que las habitan. Nuestra asociación dignifica, visibiliza y decora colonias felinas urbanas para que formen parte del entorno urbano a través del reciclaje y la reutilización. Cada vez más ciudades y hasta países se están interesando por esta parte de la ‘humanización’ de sus entornos. En nuestra web tienen ejemplos de ello. http://www.llobregats.com

  • Álex Mene

    Por Álex Mene, el 06 febrero 2018

    Una interesante reflexión.

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