No hay dos emes sin tres

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Un nuevo relato de agosto de la mano del Taller de Escritura de Clara Obligado. El número 16. Tema: Un amor de verano. En muchos de ellos, los autores viajan hasta sus primeros besos y caricias, de la niñez o la adolescencia. En este de hoy, también. Os dejamos con Miguel, Matías y Maxim.

POR GEMA MORATALLA

Sabía que Miguel era distinto. A pesar de la diferencia de edad, porque a esa edad unos cuantos años son un abismo, me sentía bien con él. Pensaba como yo, jugaba como yo, y reía como yo, solo que a veces un poco más fuerte. En realidad, de forma exagerada. Sus palabras se arrastraban, las sílabas se daban la vuelta y a veces costaba entenderlas. A menudo repetía mi nombre, me miraba con sus ojos achinados y sonreía con esa carita de bobo que me gustaba. Yo tenía cuatro años y lo quería mucho.

Solo podíamos estar juntos en dos sitios. Uno era mi habitación, con la puerta abierta, donde jugábamos con mis muñecas. El otro, los escalones del portal, desde donde mi madre nos miraba por la ventana. Como no se nos permitía cruzar la calle, aquel rellano se convirtió en nuestra frontera.

Un día cogió mis manos, dijo que me quería y me besó en la boca. No respondí a su cara feliz porque vi el gesto de horror de mi madre. Resbalé por el escalón hasta alejarme de Miguel unos centímetros. No me atrevía a mirar hacia arriba porque la sombra tras el cristal continuaba allí. Tampoco quería mirarle porque, en cualquier momento, su sonrisa se iba a convertir en una carcajada ruidosa, gigantesca, interminable.

***

¡Mierda! Son las siete. Llego tarde. Me voy con esta ropa y listo. Zapatillas, la bolsa con las raquetas, nada más, me ducho al volver. Las llaves y el móvil sí. ¡Ay! Portazo sin querer. Por las escaleras bajo antes. Mensajito. Matías, claro. Pista seis. Vale, así voy del tirón. Llego en cinco minutos. Tampoco me voy a flagelar por perder horas, que ya he tenido bastante esta mañana en el trabajo. A ver si apruebo de una vez y mando la tienda a tomar viento. He empezado a leer el tema del retraso mental. Mira tú por dónde, ¡qué poco políticamente correctos son con los epígrafes! Está bien, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre? ¿Y a cuento de qué me pongo a pensar en aquel vecino? Otro mensaje. ¿Dónde estás, cariño? Si no escribe “cariño”, revienta. Que vaya calentando solito, que con la carrera que me estoy dando ya voy yo caliente.

Ahí está, sin cara de reproche. Sonrisa, beso, beso con lengua, cómo le gusta agarrarme el culo. Si mi madre le viera, ¿dejaría de parecerle “don perfecto”? ¡Qué bien huele! ¿Es que este hombre nunca suda? Cada uno en su lado, intercambiamos unos golpes suaves. Las preguntas de siempre. ¿Qué tal el trabajo? ¿Ha tenido tu jefe el día tonto? ¿Y la “opo”, con ánimos? ¿Has aprovechado hoy? ¿Con qué tema estás? Cómo me jode decirle un número y que recite el título al pie de la letra. Te sabes el temario mejor que yo y él, con su sonrisa de guaperas, le quita importancia.

Vamos a jugar un set. Saco yo, sin sorteo. No dice ni pío. Dos saques directos seguiditos. Empiezo fuerte, hoy se va a enterar. Primer juego para mí. Bien, estoy que me salgo. Voy a romperle el servicio a la primera. Ahí está. Los siguientes juegos, para mí también, sin descanso, que se nos va la hora. Le estoy haciendo correr. Dos más y gano el set con otro directo. Ojalá se me diera tan bien estudiar. ¡Qué buen perder tiene! Me besa sin importarle que estén ahí los de la hora siguiente. Mmmm. Más manoseo. Ya sé lo que viene después, pero hoy no quiero. Mi campeona sexi. Siempre dice eso. ¿Qué hecho yo para merecerte? Pues no sé, chico, en casi un año ya podrías saberlo. Es que como tú no me lo dices nunca… Ya está lloriqueando, pero tiene razón, pocas veces le digo por qué estoy con él. Que me mima demasiado.

El pelo perfecto. Siempre huele bien. Incluso ahora, después de jugar, sigue oliendo divinamente. ¿Vienes a mi casa y, mientras te duchas, te preparo una cenita? Lo sabía. Aunque mañana tenga que estudiar, me va a comer la oreja. Que mañana es sábado, que puedo estudiar por la tarde, que no hemos quedado en toda la semana… No, de verdad, no puedo y él: entonces, te llevo a tu casa. Yo: no hace falta, ya sabes que no tardo nada. Él: ya lo sé, pero te llevo. No. Hace pucheros. Entonces me siento mal y le beso y, como es un perfecto “besador”, me pone tanto, que casi acabo cediendo. Esta vez no. ¿Te pasa algo? ¿Estás bien? Qué tontería de pregunta. ¿No lo ve? Pero ¿cómo se lo digo? No lo entendería.

–¡Joder, Matías, podrías enfadarte alguna vez!

***

–Ha sido precioso. Me toca a mí ahora, ¿verdad? No he preparado nada. Creo que sé lo que quiero decir. ¡Vamos allá! Maxim, hemos recorrido un largo camino hasta hoy. Quedaría bonito decir, delante de nuestra familia y amigos, que todo ha sido perfecto, que tuvimos un flechazo, que somos almas gemelas y todo lo que se dice en las pelis. Pero voy a ponerme seria: cuando te conocí, eras insoportable. Bien es cierto que estabas estudiando las oposiciones y, como yo lo había hecho un tiempo atrás, sabía que cualquiera se vuelve borde con el estrés, así que, tenías papeletas para que te aguantara. ¡Incluso sin tener ni idea de jugar al tenis! Desde entonces ha sido tan fácil como difícil. Hemos tenido discusiones que han asustado a nuestros vecinos. Lo hemos dejado dos veces. Apuesto a que la mitad de los invitados no da un euro por nosotros. Sí, sí, reíos, pero sabéis que es cierto.

Ahora trabajamos juntos. Eso son muchas horas compartidas y hay días en los que acabamos hartos de vernos. Estamos rodeados de locos y chavales con muchos problemas. Nuestra rutina es dura, pero hay algo que quiero que todos sepan. Yo sí tuve un flechazo. No fue el día que te conocí, sino cuando entraste a hacer las prácticas y tuve que supervisarte. Estaba aquel niño, ya sabes, Izan, que había tenido un mal día y se había escapado durante el recreo. Cuando lo trajeron de vuelta, se acurrucó en un rincón. Gritaba y golpeaba la pared con su cabeza. Yo no estaba en un buen momento personal, me puse nerviosa y no supe hacerme cargo. De repente tú sacaste esa dulzura que la mayoría de la gente no conoce. Vi cómo lo calmabas con amor. Amor incondicional. Amor que cura. Así que, a pesar de nuestros altibajos, y de que ahora te hayas puesto rojo como un tomate, tengo una buena razón para estar aquí.

Luego está eso de que no hay dos sin tres… tú ya me entiendes. A lo mejor incluso mi madre sabe de qué hablo. A los demás no me apetece explicárselo porque es una casualidad muy tonta. ¿O tal vez no? Bien, no tengo más que decir. Ahora, señor Alcalde, puede darnos su bendición o como se llame lo que hace. Vamos a firmar y a comer, que creo que todos tenemos hambre.

¿Quieres escribir? Ven al Taller de Clara Obligado. En septiembre reanudamos nuestros cursos de verano

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