La isla Nisyros y el volcán, vulva gigante en el Mediterráneo

Refugio levantado en la playa volcánica de Aspri Ammos a disposición de todos.

Refugio levantado en la playa volcánica de Aspri Ammos a disposición de todos.

Refugio levantado en la playa volcánica de Aspri Ammos a disposición de todos.

Una mancha negra lanzando sus asuntos mediados a la boca del cráter Kaminakia.

“Bajé al volcán y le besé en la boca”. En la isla griega de Nisyros, el encuentro con un pequeña ave, un avión zapador, y con el volcán que dio lugar a la isla sumergen en un mundo onírico-telúrico a la autora de esta crónica semanal de viajes por el Mediterráneo a bordo del velero GoOn. Y logra arrastrarnos a los lectores de ‘El Asombrario’. “Hace dos días bajé al cráter que originó esta isla cónica con una firme intención: devolver a las entrañas de la tierra todo lo que no fue, lo que no tuvo un final o quedó a medias”.

He tenido que navegar 100 días para que mis sueños sean visitados por aves, vientos, palabras, rocas… No son complemento ni decorado, se presentan en el sueño como seres con quienes interactúo. Sonrío. Al fin reina en mi inconsciente una vida sin jerarquías en la que comparto destino con todo lo que es capaz de morir o desaparecer, incluidas las manifestaciones más invisibles de la naturaleza y los mundos que señalan las metáforas. Lo visible y lo invisible se hermanan sin dioses ni templos. Hoy ha venido al fondo de mis ojos un ave pequeña, parda, de aleteo rápido. Revoloteaba a la altura de mis oídos y al mismo tiempo podía verla quieta. Hablamos del frío que encontró bajo las nubes. He despertado con la certeza del frescor necesario del agua que mana entre las rocas (algo imposible en esta isla, Nisyros) y he incorporado su presencia en mi día, tan cierta como el yogurt 100% griego sobre el que corto frutas en este desayuno.

Hay relaciones telúricas.

El muelle de Pali que desde hace días es hogar, la ladera cubierta de olivos que nos contiene y tras la que se esconde el centro del volcán, el GoOn y sus rincones, el mundo al que concedemos existencia, también está constituido por unos resortes ignorados y remotos que pueden percibirse de un modo poético y no por eso irracional. Sobre tal certeza María Zambrano creó su “razón poética”, una forma de conocimiento que permite ver más allá de lo que reconocen nuestros ojos. Esta filósofa y poeta consideraba que había un tipo de metáforas que surgían de los momentos de máxima quietud de la voluntad. Las llamaba “metáforas del Claro”. No sé si esta minúscula ave, parecida a una pequeña golondrina, procede de ese Claro, simplemente la describo a una tripulación aún adormilada. Anoche disfrutamos hasta muy tarde de un panegyri, esas fiestas populares con música en directo en las que todos bailan en espiral (sin distinción de género, edad ni clase) junto a alguna capilla en honor a algún santo. Fue en Emporio, uno de los pequeños pueblos que se asoman al volcán, por eso hoy amanecemos más tarde.

Esta tierra es capaz de tomar su propia iniciativa con fuerza imparable.

La tripulación del GoOn está acostumbrada a mis despertares y a los juegos que comparto a bordo con quienes desean narrar el mundo. En el descanso de las travesías experimentan conmigo qué es eso de “ver más”, algo que podría definir como el acto de contemplar el ocaso de la luz en los bordes de las sombras, necesario para #narrarcondelicadeza. Cuando describo el ave como si la hubiera visto con los ojos abiertos, el capitán reconoce al avión zapador, nombre pretencioso para un ave tan pequeña. Se la puede encontrar en los taludes de tierra, en los acantilados, los bancos de ríos, las áreas abiertas, y a estas alturas debe de estar a punto de llegar al África tropical tras pasar el verano en el norte de Europa. No la hemos visto en los olivos que cultivaron los habitantes de la isla hasta principios del siglo XX, ni entre las ramas de los terebintos del camino, ni en las de los robles de Valonia (un recurso agrícola olvidado), aunque su vuelo es posible en Nisyros.

El volcán, el gran parto.

El encuentro onírico con el pequeño avión emplumado trae a mis monólogos lo que Viktor Schauberger llamaba “Agua viva”. Este guardabosques observó la naturaleza durante decenas de años. Lo hacía desde dentro, es decir, implicándose y formando parte de lo observado. Así llegó a comprender el comportamiento de ríos y manantiales. Aseguraba que el agua responde a la sombra del bosque donde mana, que la forma sinuosa de sus cursos y la sombra de sus orillas le permiten protegerse de la luz directa del sol porque el agua, para mantener su fuerza de arrastre y vitalidad, necesita fluir a una temperatura baja.

La imagen del agua fría tras el impacto de la lava.

Cristalizo. El viento y el mar, en sus juegos intermitentes, nos retienen. No pudimos zarpar ayer, ni antes de ayer, ni lo haremos mañana. El viento manda y se embronca a ratos haciendo que el agua nos muestre su rostro más radical. Lo invisible y su manifestación, conocemos el juego. Esperaremos a que llegue el instante adecuado, el Kairós. A nuestro alrededor unos veleros amarran buscando refugio en el último momento, otros fuerzan su partida aprovechando las intermitencias de la ira eólica, en medio del torbellino el GoOn inspira, dormita, rebaña, espira, cruje y vuelve a inspirar… En estos días en el que media Europa agenda el nuevo curso nos toca integrar lo que de impredecible tiene la existencia.

Refugio levantado en la playa volcánica de Aspri Ammos a disposición de todos.

Refugio levantado en la playa volcánica de Aspri Ammos a disposición de todos.

El volcán, coño gigante.

Hace dos días bajé al cráter que originó esta isla cónica con una firme intención: devolver a las entrañas de la tierra todo lo que no fue, lo que no tuvo un final o quedó a medias, un acto poético que comencé 36 horas antes.

Avanzábamos a buen ritmo hacia Nisyros, se avecinaban nuevas despedidas y empecé a vislumbrar los compromisos que me esperan en tierra. Para no obedecer las leyes del deber y la productividad, con el deseo de dar paso a todo lo vivo con alegría, se me ocurrió que había llegado el momento de deshacerme de mis asuntos demediados de forma lúdica, poética y alegre: Los apuntaría en pequeños papelitos y los enlazaría a mi cintura con un hilo. El plan resultó divertido, bello y me permitía recordar todo aquello que no suele apuntarse en una agenda. Al cabo de un rato colgaban de mi cintura un ristra de hilos blancos en cuya punta pendían mensajes escritos con gratitud, reconocimiento y deseo de que partieran definitivamente de mi vida. Ho’oponopono.

En eso estaba, en invocar lo inacabado, conciliarme y reírme por la ocurrencia cuando el mar y lo invisible se enfurecieron de golpe, de tal modo que el capitán gritó “¡Pon rumbo a Tilos!” mientras soltaba la mayor. Abandoné los hilos y la sonrisa de inmediato y giré el timón 90 grados a babor.

Mis deudas colgaron de mi cintura durante horas. Se empaparon, se enredaron. Llegamos a sostener rachas de unos 43 nudos de viento. A media tarde alcanzábamos Tilos la tripulación, el capitán, yo… y aquellos asuntos pendientes de sus respectivos hilos. Era tan evidente que mis duelos no llorados, mis muertos no enterrados y mis asuntos emplazados exigían una despedida lenta antes de arder en el volcán que los incorporé los guardé en una cajita, sin más monólogos.

Tardamos en llegar a tal destino más tiempo de lo esperado. Empezaron a sumarse imponderables, azares, hallazgos y preguntas: Cualquiera de las casas de esta isla, por humildes que sean, están hechas con rocas recién nacidas. ¿Cómo conseguirían cortar los enormes prismas de basalto de forma tan perfecta hace 2.400 años para levantar el paleokastro (antigua acrópolis)? ¿Están rehabilitando Emporio o se trata de una gentrificación? Mis deudas se agitaban en la cajita, alargando nuestro vínculo. Cuando se cumplían 24 horas del comienzo del juego, mis ojos empezaron a empañarse a rachas. Eran nubes que apenas duraban unos segundos en mi lagrimal, precisas, sin nombre. Mientras sucedía era capaz de comentar en alto aquel fenómeno ocular y que una parte de la tripulación me dijera: “Normal, forma parte del proceso”. Con esa anómala normalidad llegó el atardecer y con él los cráteres. Habían pasado 32 horas.

Abandoné a mis acompañantes por el camino, o quizá fueron ellas las que me dejaron, me alejé de la boca principal (el cráter llamado Stefanos) y acudí a uno que para mí no tenía nombre (luego descubrí que se llama Kaminakia). La isla nació hace 160.000 años, es una de las más jóvenes del Mediterráneo, y yo me asomaba al último orificio que la hizo crecer. Encaramada sobre esa enorme vulva apagada y sin embargo viva me fui desprendiendo al fin de lo pendiente.

Nada más lanzar el último hilo a aquella enorme garganta sulfurosa, en alegre rapto febril, subí por una de las laderas. El sol caía y transformaba los colores. Quería observar desde lo alto el espectáculo de lavas, fumarolas, rocas procedentes de un magma que bullía a 120 kilómetros por debajo de nuestros pies. En pleno éxtasis, ya arriba, como en una erupción interna, llegaron a mi imaginación los relatos volcánicos de Homero, Dante, Goethe, los infiernos y las ánimas ardiendo en fuego eterno de mi infancia… Era un miedo que podía observar y al mismo tiempo condicionaba mis movimientos. Le hice caso y bajé arrastrando mi trasero (llevaba un pequeño short) por la ladera sulfurosa y tibia, diciéndome “miedo, te libero”. A medio camino volví a ponerme en pie, comprendí que podía ser destructora y creadora al mismo tiempo y me estremecí.

Regresé del volcán envuelta en polvo azufrado, impregnada de la animalidad de la roca primigenia. Escribo prisionera de lo invisible. A mis pies, la bestia duerme.

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