Islas Galápagos, entre la belleza y el desastre

Un león marino.

Acuarela de una iguana de Silbia Lóez Lacalle que forma parte del libro ‘Galápagos: las islas que caminan’. 

Galápagos: las islas que caminan’ es un libro de artista que retrata la belleza y fragilidad del archipiélago ecuatoriano a través de palabras y acuarelas que son un viaje a una maravillosa biodiversidad única marcada por las amenazas. Lo firman Silbia López Lacalle y Natalia Ruiz Zeimanovitch.

Viajar. Enriquecerse de conocimiento. Conservar. Retratar la belleza y abrir los ojos a lo que supone su pérdida. Plasmar la riqueza de un tesoro natural irrepetible entre palabras y manchas de color convertidas en vida. De todo ello hay en Galápagos: las islas que caminan, el libro de artista que Silbia López Lacalle y Natalia Ruiz Zeimanovitch han publicado sobre el archipiélago ecuatoriano, ese lugar perdido en mitad del Pacífico que parecen “28 montones de ceniza” volcánica, como los describe Silbia , o ese “adorable secarral”, en palabras de Natalia.

Ambas son periodistas que han hecho de la divulgación científica parte fundamental en su vida y, si bien su libro de artista no es un tratado sesudo, el barniz de ciencia que tiñe sus páginas nos acerca irremisiblemente a pasajes de su historia geológica, pero también de su historia más reciente, como fue la ilustre visita de Charles Darwin, que dedicó parte de su vida a estudiar sus pinzones para descubrir que fueron capaces de adaptarse a su entorno, surgiendo así una teoría sobre la selección natural que dio un vuelco a lo que se creía sobre el pasado de la vida en la Tierra.

“En realidad, fue un viaje descubrimiento para ambas, con la idea en origen de seguir los pasos de Darwin, que luego no fue posible. Al regreso vimos que con las maravillosas acuarelas de Silbia, sus apuntes y mis textos podíamos hacer este libro, que nos ha llenado de satisfacción porque la edición de Next Door es preciosa, y que no pretende animar a la gente a ir a Galápagos, sino a conocer su belleza”, dice Natalia, expresando así las contradicciones que atenazan a tantas personas de espíritu viajero que ven cómo las pequeñas cajas del tesoro de la biodiversidad de la Tierra son cada vez más pequeñas, más frágiles, más víctimas de un desarrollo que no conoce límites.

Más de 275.000 turistas

De momento allí siguen escaseando los límites. Si en 2016, año del viaje de Natalia y Silbia, fueron 218.000 turistas a Galápagos; en 2018 ya hubo más de 275.000, un 21% más en sólo dos años, cuando hace cuatro décadas apenas eran 17.000 visitantes. Y eso sin contar los cruceros. Todo ello en un escenario donde apenas viven 31.600 personas repartidas en una veintena de islas. Con tanto barco, ahora se sabe que aumenta también el trasiego de especies invasoras en un ecosistema que precisaría de un equilibro, roto una y otra vez: recientemente, la Fundación Charles Darwin alertó de que se han detectado 10 veces más especies invasoras de las que se pensaba que había, es decir, ya son 50 en vez de cinco.

“Los desastres en Galápagos no son nuevos. En el pasado también se introdujeron cerdos y cabras que hoy campan asalvajados depredando los huevos de tortugas o iguanas. Y con otros animales domésticos se llevaron enfermedades y parásitos que luego se trataron de eliminar con aves ajenas. Ahora, tratan de exterminarlas porque han alterado ese equilibrio en un lugar donde los animales no nos tienen miedo, y no es fácil”, apunta Silbia.

Tanto Natalia como ella tienen muy claro que “las personas impactamos con nuestros viajes”, algo que les ha hecho reflexionar a su regreso. “Aunque no vi mucha basura, fui testigo de cómo la gente tiraba las colillas al suelo, de cómo daba de comer a los pinzones, cambiando así sus hábitos alimentarios. Y es por puro desconocimiento de que están alterando la vida que vas a conocer”, explica Natalia. “La única salida para este paraíso es poner estrictas cuotas de entrada con listas de espera, no buscar un turismo de calidad que al final sea sólo para los ricos, sino un turismo controlado para los que de verdad quieren ir, aunque tengan que esperar años”, apunta Silvia. “La otra es que protejamos el 30% de la Tierra para el resto de los seres que viven en ella. No parece mucho, pero así se salvarían espacios como éste”, argumenta.

Un león marino. Acuarela de Silbia López Lacalle. 

Las autoras del libro en las Islas Galápagos. A la izquierda Natalia Zelmanovitch y a la derecha Silbia López de Lacalle.

La invasión de los plásticos

La cuestión es que la masificación turística o las especies invasoras no son los únicos riesgos en el horizonte para las Galápagos. Navegando llegan también los insidiosos plásticos que viajan por el Océano Pacífico al albur de las corrientes hasta las preciadas islas habitadas por pelícanos, piqueros de patas azules, o de patas rojas, iguanas marinas o los mismos galápagos, sin sospechar que pueden desaparecer engullidos por esta epidemia. Hasta 4,5 toneladas de plásticos en una sola semana han llegado a retirar de las costas los guardas del Parque Nacional, según denunciaban el pasado mes de febrero. Porque, si bien desde agosto de 2018 no está permitida la entrada de plásticos de un solo uso, ¿quién da órdenes a los mares?

Ambas, Natalia y Silbia, vivieron cada encuentro en su viaje de tres semanas como un acontecimiento único, una comunión con aquellos extraños seres que les salían al paso, ya fueran dos tortugas en posición de apareamiento, una iguana terrestre o una garza de lava: “Tanta maravilla contenida en un puñado de plumas”, describen. Se les escapó el cormorán de “alas despeluchadas” que, sin embargo, Silbia no ha querido dejar fuera de las páginas de esta obra.

Fue a la vuelta, en su casa de Granada, a los pies de Sierra Nevada, donde para Silbia todo aquello fue tomando forma en las hermosas manchas de color que salían de sus pinceles, mientras su compañera Natalia ordenaba las palabras que ahora nos trasladan a “las islas que caminan”.

Un piquero rojo en una de las acuarelas de Silbia López de Lacalle.

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