Juegos de adultos en Venecia

Fotografía: Victoria Iglesias.

Fotografía: Victoria Iglesias.

Fotografía: Victoria Iglesias.

Fotografía: Victoria Iglesias.

“Teníamos la bendita costumbre de enamorarnos a ratos. De separarnos, de escondernos el uno del otro, para luego juntarnos en algún punto de la ciudad antes de la cena”. “Los juegos son tan bondadosos como la luz de la luna en un laberinto. La imaginación, tan poderosa que abre caminos más profundos que la realidad. El amor es tan ansioso y agudo como el desamor”. La ‘Victografía’ de hoy nos lleva a persecuciones, seducciones, escapadas y reencuentros entre los callejones de una Venecia vestida de Carnaval.

“Se fundía a gris cada escena. Casi ya, fuera, el día en penumbra. Se dejaba ver y luego se escondía, un contorno, una línea precipitada que mostraba su cuerpo todavía joven. Las sábanas se reflejaban como un capa de nieve que le hacía efervescente para templar la carne caliente, la piel casi ardiendo. Aparecían descarados sus senos puntiagudos y desde ahí se perfilaba un camino alumbrado entre ellos, tenuamente hacia el cuello. Luego subía yo por él a silenciarme en su boca, pues no había ya otra mientras mis manos recorrían el vientre que se arqueaba sin contemplaciones, como si aquel gesto tirara de la raíz de toda su vida.

Escuchaba el tintineo de sus pulseras entre los gemidos de una voz de mujer con ecos infantiles. Aplacaba las sacudidas que le hacían estremecerse como aquella primera vez, mientras sus pies pequeños peleaban ahora entre mis manos, haciéndome partícipe de aquel pecado que siempre insinuaba su cuerpo de niña. Toda una vida para volver de nuevo a mirarnos entre los surcos de nuestros rostros envejecidos”.

Decía la carta.

El hotel no es de lujo, pero da el pego. La cama se corona con un dosel del que parten unas telas rojas brocadas haciendo filigranas doradas. En el espejo, estilo rococó, defino mis labios de rojo vivo para disimular las ojeras. Me peino el pelo hacia el suelo para que coja volumen y luego con una sacudida levanto la cabeza. La lámpara del techo es ciertamente curiosa, de imitación, pero también da el pego. Es como una gran araña de hierro desgastado, y tal vez por la misma desidia de la humedad que lo rodea casi todo. Unos pequeños ventanales dan al recodo de un canal y al abrirlos se cuela una lengua mojada y fría que trae también el jaleo de los turistas que un piso más abajo doblan la esquina. En la iglesia San Apostoli están sonando las campanas. Encima de la silla veneciana ha dejado su sombrero de buen paño y lo fotografío. El agua de la ducha ya no se oye. El cielo está oscuro y en el callejón brillan las luces doradas de lluvia.

El pintor es pobre muchas veces y de vez en cuando rico. Tan rápido como entre sus manos se deslizan los billetes de una venta y se pierde la calderilla. Hace dos días, todavía con las maletas en la mano buscando el hotel, ha visto unos retales en un escaparate y ha cogido uno ocre tornasolado de buen terciopelo que, en este momento, se ajusta al cuello ante el espejo. El abrigo es de buena lana y cachemir, y el sombrero -que ahora coge de la silla y se coloca- cuesta unos 700 €; pero en realidad ni lo uno ni lo otro lo ha comprado (él se prodiga en benefactores y amigos). Es probable que bajo las botas caras (ésas sí las compró) lleve unos calcetines con agujeros. Alto, todavía guapo y de ojos verdes… a menudo reta a la oscuridad de la noche convirtiéndose en un hombre lobo. Me roba mi lápiz negro y se pinta una raya en el ojo izquierdo. Se pone sólo un guante de piel en la mano derecha y me mira (el otro lo ha perdido):

-Te he dejado una carta en la mesilla. Pero promete que sólo la leerás cuando nos encontremos.

Dicho esto, abre la puerta y se va, tirando a degüello una melodía muy oscura que rasga con la cara: na na ná, nananá… The Cabinet of Dr Caligari, dice con sarcasmo.

Teníamos la bendita costumbre de enamorarnos a ratos. De separarnos, de escondernos el uno del otro, para luego juntarnos en algún punto de la ciudad antes de la cena. Ideábamos un plan, un itinerario, en teoría… ya que a veces llegaba a pensar que no nos encontraríamos nunca.

En esta ocasión, el primer punto era Fondamenta Nove al lado de un puente junto al palazzo Merati, después daríamos una larga vuelta atravesando el barrio del Castello hasta la Piazza San Marcoahí me esperaría un rato-, para volver a perdernos antes de entrar de nuevo en el Cannaregio habiendo dejado, atrás, y a la izquierda, el puente de Rialto. El punto final era Fondamenta Misericordia para cenar juntos en el Il Paradiso Perdutto.

Me puse mi antifaz de carnaval y salí a la calle.

Atravesé la algarabía de un puente entre los paraguas de la gente que iba y venía, muchos disfrazados, y dejé a la derecha la señal de per San Marco. La fiesta estaba tan bien pegada al suelo que hubiera podido llegar hasta allí sólo siguiendo el rastro de los confetis, pero no lo hice, seguí la dirección opuesta donde cada vez se iba haciendo más limpio, solitario y brillante el camino. De vez en cuando alguna máscara venía de frente o retumbaban las pisadas de pequeños grupos que iban hacia el carnaval, pero después, todo empezaba a estar en silencio.

Las callejuelas apretadas, los puentes y las calles sin salida, eso era Venecia ¡claro!, la misma que recordaba, de paredes desgastadas con capas de color, resquebrajada, supurando sus veladuras hechas de humedad que ahora, de noche, cogían el tinte cálido de la luz de las farolas repartidas por las esquinas. Un escenario que se iluminaba con focos puntuales dejando alrededor de su cerco hasta una profunda oscuridad.

Caía todavía una lluvia ligera, debían de ser cerca de las nueve, y después de una media hora y varias vueltas, me colocaba justo delante de un estrecho y, aparentemente, larguísimo callejón.

Lo miré con dudas. A esas alturas ya había guardado mi máscara de tela en un bolsillo. Mi pelo estaba mojado y sentía los pies fríos. Me decidí a pasar. A mi alrededor la luz se repartía como podía, para iluminar justo la entrada. En la mitad del pasadizo quedaba todavía un pequeño destello que se apuraba poco a poco hasta consumirse como un cigarro dejándolo, de nuevo, todo negro. Según iba llegando al fondo, esa oscuridad se despegaba de mi espalda y un triángulo de luz aparecía a la derecha con gran alivio.

De repente, en aquel nuevo claro, me sentía perdida.

Miré a mi alrededor. Vi una sombra moverse que se perfilaba atravesando un pequeño puente: el sombrero, los hombros anchos y el paso resuelto; era él, sin duda.

Intentaba alcanzarle, pero no lo lograba. Marchaba muy deprisa. Le vi alejarse por una callejuela larga a grandes zancadas, y cuando creí llegar al final de ella tampoco estaba allí. En su lugar, me sorprendió una mujer con capa negra, muy larga, con la cara blanca y una peluca dorada que se detenía para encenderse una pipa. Continué caminando y me detuve en el siguiente puente.

A la derecha, el canal llevaba puesto los colores de un palacete iluminado que hundía sus entrañas en él. El agua lamía los escalones de piedra de la entrada golpeados por una góndola negra atada entre dos pilotes. Lo había fotografiado la noche anterior y lo recordaba perfectamente, así que ahora… estaba claro, había que girar hacia la izquierda. Por fin, a trompicones, aparecí en Fondamenta Nove. Me quedé quieta para tomar aire y observar. El agua reflejaba enfrente la silueta siniestra del cementerio San Michele. La belleza tenía allí el color naranja de la nubes que empezaban a romperse. Seguí a paso ligero por la Fondamenta. Sobresaltaba una ambulancia que venía muy rápida por el canal. Me asustó un hombre con nariz de cuervo que me arrojó un puñado de confeti. Una cara de porcelana me tiró un beso. Sonaban cascabeles y volaban plumas de colores. A medida que avanzaba, de nuevo avanzaba el bullicio.

Le encontré. A lo lejos, parecía mirarme fijamente, apostado de pie con las piernas abiertas, en medio de la terraza de un café lleno de gente. Tiró una colilla delante de él, se cogió el sombrero con la mano, y después de saludarme en el aire el muy… empezó a correr. Le perseguí con todas mis fuerzas. Había dejado de llover. Y por primera vez en mucho tiempo pude sentir algo así como una burbuja de felicidad, que me impulsaba, subiendo por mis piernas.

Los juegos son tan bondadosos como la luz de la luna en un laberinto. La imaginación, tan poderosa que abre caminos más profundos que la realidad.

El amor es tan ansioso y agudo como el desamor. Y los reencuentros tan deliciosos como el primer beso tras un sorbo de vino.

Todas las calles de Venecia me llevan hacia ese mismo punto, donde desciendes por unos escalones lamidos por el agua y saltas hacia una góndola, imaginaria.

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