Juegos de confesionario

Foto: Pixabay.

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Aproximaciones carnales alrededor de la Primera Comunión. Confesiones de confesionario. Un nuevo relato –y vamos 15; justo traspasamos el ecuador– de nuestra serie ‘Un amor de verano’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

Por ESPERANZA JUANICORENA

Marcos apareció junto a su hermana Irene el primer día de catequesis. Su tez bronceada contrastaba con su pelo tan claro. Parecía que traía pegado a la piel el último rayo de sol del verano, la sal del mar.

Lo conocía desde que puedo recordar, aunque le había perdido la pista hacía mucho, en la guardería. Al terminarla, Marcos fue a un colegio de chicos, Irene y yo a otro de chicas. De hecho, él tenía que haber tomado su primera comunión el año anterior en su colegio, con sus compañeros. Pero a finales de abril, una inoportuna rotura de peroné lo tuvo escayolado hasta junio. Sus padres decidieron entonces que hiciera la comunión al año siguiente en la parroquia del barrio, con su hermana un año más pequeña.

Marcos tendría ya diez años el día de su primera comunión, y se notaba. Le pasaba una cabeza a Mari Carmen Garrido, la niña más pequeña del grupo de catequesis. Sus padres le dejaban ir solo al colegio y también jugar en la calle sin supervisión, porque era mayor, y porque era chico. Eran los ochenta e imagino que habría el mismo número de pervertidos que raptaban niños que hay ahora. Pero se les llamaba “hombres del saco”, salían menos en las noticias y nadie se preocupaba tanto.

Me fascinaba lo libre que era Marcos, entrando y saliendo de casa a su antojo. Como se suponía que él nos cuidaba, mis padres me dejaban quedarme a jugar con los hermanos después de catequesis. Jugábamos al balón, a las canicas, al hinque, a hacer trastadas como saltar al suelo desde arriba del tobogán grande sin hacernos daño, o poco. A Irene no le gustaban la mayoría de esos juegos. Ella arrastraba siempre una muñeca, de nombre Pepi, a la que cambiaba de ropa sin parar.

–Contigo sí se puede jugar –me dijo un día Marcos–. A ti no te gusta solo saltar a la goma y las muñecas, como a mi hermana.

Miré a Irene, estaba entretenida poniendo una cazadora vaquera a Pepi. No parecía en absoluto ofendida. Así me sentí menos culpable por el orgullo que me llenó en aquel momento.

A veces jugábamos también en la iglesia, aunque estaba prohibido. Por supuesto eso lo hacía más divertido. Una tarde, después de la catequesis en la salita parroquial, nos escabullimos allí por la puerta de la sacristía. Estaba casi a oscuras, salvo por la luz de colores que penetraba por las vidrieras. Marcos dijo que jugásemos al escondite. Me pareció una idea genial. A Irene le tocó contar.

–Ven, sígueme –me susurró Marcos poniéndose un dedo delante de los labios, que luego utilizó para señalar un confesionario.

Era un confesionario con un asiento central para el sacerdote, oculto tras una puertecilla en la parte de abajo y una cortina de terciopelo morado en la superior, con reclinatorios a ambos lados para que los feligreses pudieran arrodillarse. Corrimos hacia allí. Marcos comprobó que la puertecilla estaba cerrada con llave. Eso no era suficiente para desanimar a alguien como él. Echó a un lado la cortina y se dejó caer por el hueco superior. Me daba un poco de miedo que nos pillaran, pero no quería que él se diera cuenta. Le imité, caí encima de Marcos, ya sentado en el asiento del sacerdote. Roja de vergüenza, me recoloqué a duras penas y me encogí en una esquina del asiento, apretujada contra su cuerpo. Marcos corrió de nuevo la cortina. En medio de la oscuridad y del silencio solo se nos oía respirar fuerte a los dos, sin aliento por el esfuerzo de la carrera. No podía verle, pero sentía el roce de sus pantalones cortos de uniforme contra mi falda de tablas y de los pelillos erizados de sus piernas acariciando mis pantorrillas.

Irene terminó de contar, oíamos sus pasos acercarse al confesionario, pasar de largo, volver. Sin saber qué hacer, recogí mis manos entre las piernas. Marcos debía de estar esperando algún movimiento mío porque, justo entonces, noté cómo se movían sus caderas para girarse hacia mí.

–María –susurró.

Sentí el aire caliente de su aliento soplando a un centímetro de mi oreja.

–¿Sí? –contesté sin moverme.

–¿Puedo decirte una cosa? –preguntó.

De nuevo su aliento haciéndome cosquillas en la oreja. No me dio tiempo a responderle, una mano de uñas mordidas descorrió de pronto la cortina y apareció la cara sonriente y pecosa de Irene.

Los tres nos volvimos inseparables. En clase, el pupitre de Irene y el mío estaban uno al lado del otro. Después, al salir del colegio, quedábamos para jugar muchas tardes. Casi siempre se unía su hermano. No consigo recordar qué aprendí aquel curso, ni en catequesis ni en el colegio. Pero sé que entonces di el gran estirón y también que fue sin duda uno de los años más felices de mi vida. Solo nos separábamos los fines de semana, las vacaciones de Navidad, que yo me fui al pueblo de mi padre, y las de Semana Santa, que Marcos e Irene se fueron a la playa. Me pareció que esa Semana Santa duró más que todo un verano.

Cuando se reanudó la catequesis comenzamos a preparar el gran día. Entonces sucedió algo imprevisible: hicieron parejas, de chico y de chica. Éramos como novios en miniatura que debíamos recorrer juntos el pasillo de la iglesia para sentarnos en la primera fila, niñas a la izquierda, niños a la derecha. Luego nos juntábamos de nuevo para hacer el mismo camino, recoger una rosa cada uno y depositarla al pie del altar. Volvíamos a unirnos para recibir en pareja la hostia consagrada del sacerdote. Debíamos ensayar una y otra vez, hasta parecer marionetas que unos hilos invisibles movían en sincronía.

Lo lógico es que Marcos e Irene hubieran formado una pareja. Pero la catequista tuvo la genial idea de unir a los niños por altura. Vanessa Llorente era la más alta del grupo, también la más tonta, había repetido curso en primero y llevaba camino de volver a hacerlo. Parecía que en su cabeza no había sitio para aprender las cosas del colegio, y solo para trenzar unos larguísimos tirabuzones pelirrojos, cuyo oscilar a un lado y a otro de su insulsa cara hipnotizó a Marcos. Dejó de venir a jugar con nosotras. Irene decía que en casa tampoco jugaba con ella, se recluía en su cuarto nada más llegar. Yo sólo lo veía ya en la catequesis, con Vanessa siempre junto a él haciendo y deshaciendo sus tirabuzones con el dedo.

A partir de entonces los tres pasamos a ser Irene, Pepi y yo. Unos días jugábamos a subirnos a los árboles, a dar patadas a las piedras para encestarlas en canastas inventadas o a arrastrarnos por el suelo como soldados en la guerra, mientras nuestras madres nos reñían por mancharnos. Otros días jugábamos con Pepi, mientras yo me aburría.

Al menos sabía que el día de la primera comunión volveríamos a estar juntos, como antes. Mis padres y los de Marcos e Irene habían reservado para comer en el mismo restaurante, en salones distintos. Por ello esperé con ansiedad ese día, no porque fuera a recibir el cuerpo de Cristo y así me sentiría llena de gracia, como nos habían enseñado, ni siquiera por los regalos.

Con los nervios de hacerlo bien, de no arrugar el vestido y de posar para el fotógrafo, la misa pasó sin darme cuenta. A la salida, Marcos e Irene se acercaron con su familia a la mía para intercambiar felicitaciones y dirigirnos juntos al restaurante. Marcos me sonrió. Se le veía feliz y despreocupado, aún algo moreno de la Semana Santa en la playa, pero no tanto como la primera vez que lo vi en septiembre. Sin embargo, parecía tener un poco del brillo que vi en sus ojos aquel primer día de catequesis. Supongo que fue por eso por lo que me atreví a preguntárselo.

–¿Qué querías decirme aquel día?

Marcos dejó de sonreír, pestañeó sorprendido.

–No sé de qué me hablas.

–Cuando jugamos al escondite en la iglesia, ¿de verdad no te acuerdas?

–Pues no –respondió, su voz sonaba sincera.

Se elevó de puntillas y comenzó a mirar alrededor, como buscando a alguien.

–Además –dijo mientras me cogía la mano izquierda–, solo me gustaba jugar contigo porque juegas como un chico. ¡Mírate!

Le dio la vuelta a mi mano para mostrar la postilla que cubría mi codo. Luego me levantó de un tirón el vestido mostrando la piel levantada de mis rodillas.

–¿Ves?, hasta un día como hoy vas así. Pareces un chicazo y ya no me gusta jugar con chicazos.

Lo oyó mi madre y lo oyeron todos. Marcos se alejó, supongo que había descubierto ya a Vanessa e iba tras ella. Yo quería esconderme y no se me ocurrió otra idea que volver corriendo a la iglesia. Irene corrió detrás de mí. Me detuve junto al último banco, al final del pasillo, y me eché a llorar. Irene vio que estaba llorando y se paró delante de mí, sin mirarme. Sabía que me daría aún más vergüenza que me mirase mientras lloraba.

Me fui calmando. En realidad, Marcos no me importaba, me dije. Quien siempre había estado a mi lado no era él, sino Irene. Puede que Marcos hubiera sido solo una excusa para que nos dejaran estar más tiempo juntas, a nuestro aire. Tal vez, no lo sabía, no tenía ni idea. Solo sabía que Irene estaba ahí, delante de mí, con su melena rubia que brillaba bajo la luz de colores. Me sequé la mano entre varias capas de tul. La llevé a mi nariz y aspiré. Sentí miedo de oler el sudor que la bañaba. Sonreí, solo podía oler la colonia de su pelo. Acerqué despacio mi mano a la suya. Aparté la vista para no ver cómo temblaban mis dedos. La fijé al frente. Los ramitos de margaritas al borde de los bancos marcaban el pasillo que habíamos recorrido minutos antes. Al final del pasillo un par de docenas de rosas rojas, naranjas, blancas, rosas y amarillas descansaba en una cesta al pie del altar. La oí suspirar un instante, al sentir mis dedos tocar los suyos, luego cogió con fuerza mi mano.

Entonces vi que mi madre empujaba la puerta de la iglesia. Se detuvo y miró atrás, oí que hablaba con la madre de Irene, que la seguía. Antes de que nos descubrieran, Irene tiró de mí y, como había hecho su hermano meses atrás, corrió hacia el confesionario. Esta vez la puerta estaba abierta. Nos escondimos allí, cerramos, casi sin poder aguantar la risa, mientras intentábamos aplastar con la mano tanto can–can y tanto tul de nuestros vestidos de princesa. Ya sentadas una junto a la otra nos miramos. La cortina de terciopelo no estaba corrida del todo, podía verla sonreír. Nuestras manos seguían entrelazadas, Irene comenzó a acariciar torpemente mis dedos con los suyos. Su piel estaba caliente y suave. Bajamos la cabeza, felices. Nos sentíamos llenas de gracia. Sus labios rozaron apenas mi mejilla.

¿Quieres escribir? Ven al Taller de Clara Obligado. En septiembre reanudamos nuestros cursos de verano.

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