La revolución de las palabras: emergencia climática, negacionistas, España vacía

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«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, proclamó Wittgenstein. ¿Puede el cambio de lenguaje prefigurar un cambio de cultura y del mundo en que vivimos? Hace unos meses, los límites de la conciencia ambiental se ensancharon cuando las cabeceras de todo el mundo empezaron a alertar de una “emergencia climática”. Daban eco a la iniciativa ambiental de sustituir la noción de “cambio climático” haciendo justicia a la gravedad del momento, y alterando así el paradigma moral desde el que abordarlo. Comenzamos aquí una serie mensual de artículos de opinión firmados por Alberto Pereiras, con un claro enfoque ecosocial.

Reino Unido fue el primer país en declarar la emergencia climática y ambiental. El diario The Guardian anunciaba en las mismas fechas la corrección de su guía de estilo para designar en adelante la cuestión como “emergencia climática”. La activista sueca Greta Thunberg pedía en Twitter: “Dejemos de decir cambio climático para llamarlo como lo que es: colapso, emergencia o crisis climática”. Países como Irlanda, Francia o Canadá secundaron la medida. En España, Pedro Sánchez advirtió que declararía la emergencia climática al formar gobierno, mientras Efeverde y Fundeu constituían un grupo de trabajo sobre el lenguaje relacionado con la crisis ambiental.

Muchas administraciones y medios de comunicación han ido adoptado la idea, que más allá de lo simbólico parece querer calar en la conciencia social y parlamentaria. Y ahí viene la polémica: el poder revolucionario de las palabras para transformar el significado que damos a las cosas, y con él nuestras ideas o forma de pensar. Un poder político. Porque otro término recientemente acuñado es el usado para referirse a los escépticos ante el cambio climático, que han pasado a ser «negacionistas”, con un eco a holocausto que despierta suspicacias.

El periodista John Müller opinaba este verano que la emergencia climática representa una retórica catastrofista que busca burlar la democracia, citando en su defensa al activista australiano Jeff Sparrow, quien en su artículo La emergencia climática puede poner en peligro la democracia recuerda los recortes de libertades y derechos que estas medidas invocan y por las que dicha estrategia puede ser contraproducente. Sparrow cita para ilustrarlo a James Lovelock, padre de la hipótesis Gaia, que en declaraciones a The Guardian dijo: “Necesitamos un mundo más autoritario (…). Unas pocas personas con autoridad y responsabilidad en quienes confiar que lo dirijan. (…). Incluso las mejores democracias están de acuerdo en que cuando se acerca una gran guerra, la democracia debe quedar en suspenso (…). Tengo la sensación de que el cambio climático puede ser tan grave como una guerra”. En su artículo, Sparrow aboga por discutir seriamente lo que entendemos por estado de emergencia sin sacrificar la participación democrática, pues como matiza: “Obviamente, para la mayoría de las personas, la nueva retórica de emergencia simplemente expresa su reconocimiento de la necesidad de una acción urgente. En ese sentido, es completamente bienvenido. Pero debemos protegernos de aquellos que usarían la urgencia como pretexto para el autoritarismo”. Sparrow alude directamente a la extrema derecha europea, que parece haberse subido al carro del conservacionismo desde su cierre de filas y fronteras, como Marine Le Pen.

Planteados los límites de la cuestión, la pregunta es si la democracia y sus derechos y libertades no llevan años amenazados por otras excusas ajenas a la emergencia climática. El consenso científico respalda la urgencia de la situación, por lo que ni la lengua corriente ni el discurso político pueden negarlo o eludirlo, sino asumirlo. Porque en muchas cuestiones la lengua va por detrás, retrasando nuestras ideas, y cuanto más tardemos en ponerlas al día más arriesgaremos la democracia y la convivencia. Otra cosa es la manipulación política que se haga luego de esta urgencia. En nombre del progreso se ha defendido hasta la saciedad sacrificar la naturaleza, y parece que ahora la naturaleza es la que exige sacrificios al progreso o nos recuerda que este, como todo en la vida, tiene límites: límites planetarios. La democracia, las libertades o el bienestar del primer mundo parecen haberse basado durante décadas en una burbuja que, al estallar y escasear los recursos, nos pondrá a prueba. Por eso es obligación de los políticos anticiparse y mantener unas condiciones en las que el bienestar sea sostenible.

El valor del lenguaje como catalizador de nuestros pensamientos, emociones y acciones hace necesaria su precisión más que nunca en cualquier información o política que se precie. Porque en un contexto de sobreinformación y ruido mediático, entre intereses encontrados y fake news, al poner énfasis en los aspectos de la realidad más relevantes, la lengua enfoca y dirige nuestra atención como un faro, con criterio. Además, a medida que la ciencia descubre o revela nuevos datos sobre la naturaleza (y el estado en que se encuentra), nuevas formas de relacionarnos y referirnos a ella se hacen inevitables.

En una reciente entrevista publicada en la revista ecológica Emergence, el escritor Robert Macfarlane sostiene: “Los buenos nombres, bien usados, se abren al misterio, aumentan el conocimiento e invocan el asombro. Y el asombro es una habilidad esencial para sobrevivir en el Antropoceno”. Al autor le fascina el lenguaje como horizonte de eventos cuando aprehendemos el mundo natural que nos rodea, o la riqueza de ciertas lenguas para describir fenómenos como la nieve, la lluvia o el viento, con una precisión práctica que se ha perdido. Esa pérdida es ejemplo de cómo hemos simplificado el planeta y homogeneizado nuestra forma de vivir en él. Macfarlane sustituye el término medioambiente, que considera frío y alienante, por mundo natural, y recuerda el popular concepto acuñado por Glenn Albrecht “solastalgia” para describir la pérdida del paisaje o el déficit de naturaleza.

La escritora María Sánchez suele criticar la expresión “España vacía” referida al rural, rebosante de vida, mientras aboga por la recuperación de palabras perdidas que detallaban esa realidad viva y ante la que el lenguaje urbano nos volvió ciegos. La extinción de algunas palabras señala la extinción del mundo que nombraban, pero que es susceptible de volver en tanto lo dotemos de significado con palabras que le den lugar en nuestra cultura. En Galicia, por ejemplo, se llevan a cabo iniciativas de recuperación lingüística, como la talasonimia (los nombres perdidos del mar). Todo apunta a la importancia de inculcar e inocular en las nuevas generaciones eso que llamamos “biocultura”, una cultura experiencial de la naturaleza que la haga parte de su horizonte vital y semántico.

La revolución lingüística se ha colado por tanto en la cuestión ambiental tanto como en la feminista o en el propio debate político, planteándonos una revisión general de las palabras que usamos. Porque no podemos debatir políticas de género o ambientales si el propio discurso político no se renueva. La volatilidad y viralidad digital del lenguaje hoy en día nos ha llevado a una economía perniciosa basada en etiquetas y no en argumentos: palabras como liberal, facha, nazi, progre, totalitario, izquierda o derecha, a veces parecen haber quedado obsoletas y perdido su eficacia explícita para llenarse de fantasmas históricos usados como ladrillos o armas arrojadizas. Están tan abiertas a interpretación que depende de a quién preguntes toman un cariz u otro.

¿No están en extinción todas esas palabras cargadas de prejuicios que debieran sacudirse o ponerse a remojo para escurrir tanta inquina acumulada? El vicesecretario de comunicación del PP, Pablo Montesinos, dijo hace poco que “la defensa del medioambiente no es patrimonio de la izquierda”. No debería serlo, y no lo es en otros países de Europa, pero que la derecha española reivindique a estas alturas el medioambiente es tan cínico como cuando la izquierda reivindica ahora una bandera nacional gigante. Quizá en el fondo ambas cosas no estén reñidas, pero para demostrarlo hace falta acompañar palabras con hechos y no retórica.

La derecha monopolizó durante años el término liberticida para calificar a la izquierda por la injerencia estatal en viejos feudos como los toros o la caza, sin ver liberticida la injerencia estatal en el aborto. La distinta noción de libertad que tienen unos y otros invalida la palabra. La izquierda, por su parte, desenvainó el término casta, animando el cotarro. En Francia, Manuel Valls rechazó el término islamofobia por considerar que se usa para silenciar cualquier crítica al islam, pero igual que el término antisemita puede servir para eximir a Israel del genocidio palestino. El lenguaje acaba por convertirse en un ring de boxeo, y las palabras en sus guantes. El debate, reducido a una disputa de ciegos o de extremos, usa las palabras como trampas en vez de como puentes, quedando condenado antes de empezar por culpa de un idioma corto de tolerancia.

Parece evidente que el mundo repiensa y adapta el lenguaje conforme su conciencia se ensancha, pero cada vez más rápido bajo las nuevas tecnologías y las crisis a que hacemos frente, como la ambiental. ¿Podría anticipar la revolución de las palabras una nueva forma de pensar y relacionarnos, una nueva cultura o un nuevo mundo basado en conceptos de género, ecología y tolerancia? ¿Camino de un verdadero renacimiento cultural?

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Comentarios

  • alicia borelli

    Por alicia borelli, el 20 noviembre 2019

    Muy interesante e inteligente el artículo. Incita a pensar y eso es lo que nos hace falta a todos. El problema atañe a la humanidad entera y debemos DIALOGAR con respeto para que la naturaleza que nos contiene y alimenta a todos ( no solo en nuestra comida sino en nuestra sensibilidad) debe ser cuidada y protegida porque es también cuidarnos y protegernos.Es importante el progreso tecnológico pero deja de serlo si atenta contra nuestra calidad de vida. Qué importa un nuevo modelo de celular si al mismo tiempo podemos atentar contra la salud e invadir territorios en busca de litio? Creo que debemos replantearnos seriamente el concepto «progreso «, ya que en muchos casos trae aparejados enfermedad y muerte.

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