En el laberinto de Creta: hacer el amor bajo los cazabombarderos  

Ermita de Giorgoupolis, en la desembocadura del rio Armylo

Ermita de Giorgoupolis, en la desembocadura del rio Armylo.

Ermita de Giorgoupolis, en la desembocadura del rio Armylo

Ermita de Giorgoupolis, en la desembocadura del rio Armylo.

Tercera crónica mediterránea de Martha Zein a bordo del velero GoOn. Entre vientos y diosas. En el Laberinto de Creta, una parte de la humanidad sigue entregando a miles de personas a las fauces del Minotauro para mantener su vida en paz. Sí, el sacrificio… Y, mientras, hacer el amor bajo los F-16. Hacer la comida, digerirla, tener conversaciones lentas bajo el ruido de sus motores; bañarse bajo sus vuelos (tan altos que no tienen sombra). Susurrar historias y reírlas a las orillas de una de las mayores bases militares de la OTAN en el Mediterráneo Oriental. Occidente de contradicciones e incoherencias.

Acariciarnos, ponernos crema, dormitar delante de un enorme buque de guerra; ver cómo en tierra los bañistas sortean las sombrillas, saltan las motos de agua y hacen maniobras las lanchas militares. Una de mis voces interiores exclama ¡qué pobre es la paz en la que vivimos! Fondear en Paleosouda (frente a Marathi cuyas playas son las más concurridas de la bahía de Souda) y celebrar la ausencia de viento. Bucear sabiendo que esas son las aguas elegidas por EE UU para sus portaaviones, destructores y barcos anfibios. Desear el éxtasis, la pétite mort de los amantes y su golosa resurrección, mientras bulle la actividad en el centro de entrenamiento de la OTAN que vigila también nuestros movimientos.

Nunca imaginé que podría practicar todos estos verbos durante dos días sin envenenarme ni romperme. Sobrevuelan las máquinas de guerra, escupo huesos de cereza, me escondo del sol y me pregunto exactamente dónde estoy. Pertenezco a la generación de la cultura del Bienestar. La guerra siempre nos quedó atrás (a la altura de nuestras madres y abuelos) o fuera. El Estado nos convirtió en gentes de paz a base de practicar el olvido y la domesticación.

Llevamos dos días trazando espirales en el agua. En esta etapa en que el viento duerme queremos ir más lentos, más suaves, más profundos, pervertir el mito olímpico como hizo el político ecologista y pacifista Alexander Langer  y convertirnos en “viajeros ligeros”  , es decir, visitar menos, rebañar los detalles y dejarnos llevar. No todo es voluntad y lo llevamos a la práctica. En ocasiones avanzamos dos millas para volver sobre nuestros pasos y complacernos con un rincón de la costa que con el cambio de luz o de la brisa se ha vuelto repentinamente apetecible.

He empezado a considerar que navegamos por el laberinto. En mi fotoblog las imágenes se cruzan. La de hoy está más atrás que la de anteayer, la de ayer pertenece a un punto de la costa que nos queda por delante. Mañana volveremos a asomarnos al pequeño río Almyros , que en su desembocadura crea una playa flanqueada por una pequeña iglesia, y al caer la tarde veremos cómo los terrícolas cruzan el espigón dando saltos para hacerse una fotografía a sus puertas. Es decir, mañana ha dejado de estar en el horizonte, puedo asomarme a ese minúsculo futuro con sólo abrir mi cuaderno de bitácora.

Levamos anclas. Nuestras 48 horas en la bahía de Souda demuestran que vivimos en varios mundos a un mismo tiempo. No se trata de una cualidad de la tripulación del GoOn sino de una condición espacio-temporal: Cualquier base militar convierte en desierto sus alrededores; lo impone en tierra con sus barreras invisibles y visibles, y transforma el mar en foso. Estamos navegando, pues, por un desierto líquido en lento camino hacia Knossos, cuna oficial del laberinto de Ariadna.

Levanto la vista, en el mismo azul trazamos surcos un carguero, un buque de guerra, una goleta de lÍneas turcas con turistas bebiendo, bailando y bañándose… y el GoOn. Dejamos a un lado las playas de Marathi, trufadas de sombrillas. Peinamos desde el agua la península de Akrotiri. Poco a poco el mar vuelve a hacerse solitario. Llevamos las velas plegadas, el viento ha dejado de crear pasillos invisibles. Me abandono en el libro que ha traído a bordo nuestro primer grumete: Diosas y dioses de la Vieja Europa (7.000-3.500 a.C.), escrito por Marija Gimbutas a principios de los años 70. Esa Vieja Europa a la que se refiere se sitúa en este lado del foso Mediterráneo, y Creta en su flanco Sur. Llevaba años tras este ejemplar pero llega a mí ahora y se me ofrece como una puerta. La traspaso pasando sus hojas. En el otro lado del dintel el relato me confirma que los seres humanos no hemos dejado de contarnos las mismas historias desde antes de que existiera la escritura y la pobláramos de tramas, personajes y conflictos. Los dibujos ornamentales en la arcilla del paleolítico, hace más de 15.000 años, incorporan espirales, haciendo evidente nuestra capacidad para reconocer el ritmo y la simetría. Su representación se emparenta con la música y el baile.

Buque de guerra en Souda visto desde el GoOn.

Buque de guerra en Souda visto desde el GoOn.

Imagino a nuestros ancestros sapiens bailando, trazando círculos con los pies. Tengo la fortuna de ver las curvas de sus vasijas al tiempo que las olas agitan nuestro velero. Gimbutas habla del embeleso de nuestros antepasados por el milagro de la lluvia germinadora, del rocío al amanecer y del fluir del agua, lo leo mientras admiro aquí los juegos del aire. Por eso afirmo que los símbolos de aquellas vasijas que nuestra cultura identifica con las olas (precisamente la manifestación del agua menos fertilizadora) representan algo más abstracto. Estábamos contando una historia que iba más allá del simple retrato del mar: Existe una fuerza invisible que mueve las hojas, empuja las semillas, nos toca el rostro, mueve las nubes y traza espirales y susurra y bufa, que antaño, hace miles de años, no tenía nombre y que ahora diríamos que es el fluir del viento.

Porque pertenezco a la especie de los sapiens, narradores por excelencia, y porque me dedico a ello sé que las personas analfabetas también cuentan historias (hace años conocí a un escritor que no sabía leer mientras caminaba junto al Ebro, pero esa es otra historia), porque he sido niña me resulta fácil entender que antes de la escritura narrábamos con figuras hechas de barro. Porque navego soy capaz de imaginar a nuestros antepasados fascinándose por los giros del viento con las hojas secas en otoño. La arqueóloga Gimbutas asegura que antes de la madre-tierra honrábamos la capacidad fertilizadora de la lluvia y el viento, y para ello creábamos unas figuras bisexuales, hombres y mujeres a un tiempo, hibridadas con otros animales (serpientes, aves, peces…). En ellas todo era uno, incluido el aire que respiramos y nuestros propios pulmones. Hace 7.000 años, los seres humanos ya llevábamos miles preguntándonos por ese fluir de la existencia del que formábamos parte.

Una espiral de mi ADN señala las olas y exclama: ¡Mira, sigue sucediendo! y el tiempo deja de tener extremos: Formo parte de un fluido informe y no por eso caótico; soy fluido, ni siquiera tengo que dejarme llevar, cualquier acto de cualquier ser vivo me constituye. La experiencia es emocionante y también breve porque vuelve a mí, como sucede con las olas, la idea del laberinto. Estoy en Creta, es lo suyo. Lejos de pillarme a trasmano la idea viene acompañada de un fogonazo: hubo un momento en la historia de la humanidad en que esas olas paleolíticas representadas en vasijas dejaron de avanzar una tras otra, dejaron incluso de considerarse pares (dos extremos unidos, compensándose, expresión del equilibrio) para convertirse en una espiral aislada, un mundo en sí mismo: el laberinto.

¿Qué nos sucedió? En algún momento nuestros ancestros sapiens dejaron de sentirse parte de ese fluido e incluso de percibir el genuino equilibrio para empezar a buscar su sitio en él. Quizás dejó de parecernos suficiente participar en el fluir de la existencia y quisimos sobrevivir a su indeterminación. Uhmmmm. Para ello sería necesario que nuestra especie le pusiera un orden. Es evidente que empezamos a entender la vida como un camino con muchos senderos. Con este giro en nuestros relatos el destino de cada ser humano dejó de ser el de todos para convertirse en una opción. El fluir de la espiral se convirtió en el enigma del laberinto.

Una de las imágenes del fotoblog sobre estas crónicas que Martha Zein mantiene en Instagram.

Una de las imágenes del fotoblog sobre estas crónicas que Martha Zein mantiene en Instagram.

El capitán ha creado un itinerario de lugares menores en torno a Creta. Cotejo la ruta yendo y viniendo de mi cuaderno de bitácora. Compruebo que mis relatos se reescriben, infinitamente. En ellos aparece Rethimnon, a cuya fortaleza medieval nos asomamos a una hora deshidratante; sonrío al leer nuestro paso por el pequeño puerto de Panormos, donde el GoOn dormirá rodeado de pequeños barcos de pesca; descubro que cuando nos mecíamos en la bahía de Souda, 27 tripulaciones de las Unidades de Artillería de Defensa Aérea del Ejército italiano se entrenaban a pocos kilómetros, en tierra, disparando un total de 27 misiles Stinger contra objetivos aéreos teleguiados. Aquello sucedía mientras compartíamos un delicioso vino blanco cretense y empapábamos el pan en aceite de la isla…

Estoy en Creta, la isla de referencia de ese lugar inexistente que llamamos Laberinto. Una parte de la humanidad sigue entregando a miles de personas a las fauces del Minotauro para mantener su vida en paz, oh, sí, el sacrificio. El Minotauro es el lugar del crimen. ¿Por qué damos por sentado que ese hilo que acabó con él, el que Ariadna entregó a Teseo, es el símbolo de la sabiduría? ¿De qué paz, de qué sabiduría estamos hablando?

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Comentarios

  • Jos Framis Bach

    Por Jos Framis Bach, el 16 julio 2018

    Muy bueno Martha, me has sumergido de lleno en el conflicto de dejadez avaricia e hipocresía humana.

    La verdadera paz, la alcanzaremos en el silencio interior y así podremos escuchar lo que cada uno puede hacer en conciencia.

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