‘Las pequeñas cosas del confinamiento’

Un granjero se ajusta una mascarilla. Foto: Lee Russell, 1938. Biblioteca Pública de Nueva York.

Un granjero se ajusta una mascarilla. Foto: Lee Russell, 1938. Biblioteca Pública de Nueva York.

Entrega número 23 de nuestros ‘Relatos de un Extraño Verano’, basados en las experiencias que trajo el confinamiento, la desescalada, la pandemia, los rebrotes… En colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado.

Por CRISTINA CONEJERO 

Me preparo para salir. Camiseta amplia, mallas y zapatillas de deporte, mi atuendo habitual desde hace semanas. Solo el encorsetamiento del sujetador, una tortura ya conocida. A través de la única ventana con vistas observo al vecino de enfrente, hace elíptica en la terraza. Lo envidio todo: la mesita necesitada de barniz, las sillas rojas de plástico, los geranios moribundos de las jardineras, el parasol descolorido, su reciente pasión por el ejercicio y hasta las mascarillas tendidas al sol.

Entro en el garaje, contengo la respiración. Doblo la esquina, suspiro aliviada. Ahí está el coche, recién salido del concesionario, confinado como yo. Desea conocer el mar, aunque de momento se conforma con transitar por las calles vacías, donde la mala hierba recupera los alcorques, y los coches aparcados me evocan isla Ballestas donde el guano oculta la piedra.

Avanzo en paralelo a las verjas del parque, es época de celo. Los voceos de los pavos reales se han convertido en un señuelo para hembras expectantes. Los imagino insolentes, lanzando flechas de amor, las plumas en abanico plagadas de ocelos de colores. Una urraca, en lo alto del arce, mira a un pato que camina por la acera, orgulloso de su espíritu aventurero.

Guantes y mascarilla. En el bolso gel hidroalcohólico y la declaración jurada que me habilita para poder desplazarme en coche cuando voy a realizar una de las actividades esenciales: hacer de madre de mi madre.

El vado de un taller mecánico con el cartel “Cerrado hasta nuevo aviso” es un buen aparcamiento. En casa de mi madre no hay ascensor, y lo echo de menos. Subir 56 escalones cargada con diez kilos no es saludable por mucho que ella se empeñe. Dejo las bolsas en el felpudo y abro la puerta. Ella me mira desde el fondo del pasillo, sabe que no puede acercarse y me saluda con la mano. La intuyo a través de los cristales empañados de las gafas. Yo también saludo. Mi sonrisa queda atrapada en celulosa verde.

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