‘Las Tres Venecias’, cuando las fronteras cruzan a las personas (y no al revés)

Lanchas y vaporetos por el Gran Canal de Venecia. Foto: M. Cuéllar.

Todos hemos escuchado o leído mucho en estos años aquella frase de Pío Baroja –que con el tiempo se demostró más efectista que acertada– en la que el escritor afirmaba que «el nacionalismo se cura viajando». Nunca he sido nacionalista –nadie, en realidad, se reconoce como tal, o casi nadie–, pero lo cierto es que lo que sí se me ha quitado viajando son las ganas de viajar. A cambio, me he aficionado a viajar leyendo. Y entre esos libros de viajes, crónicas o memorias de viajeros, destaco los de la editorial La Línea de Horizonte. Hoy me detengo en otro de sus títulos: ‘Las Tres Venecias’, de Jorge Canals Piñas.

No culpo al enemigo fácil, ese turismo de masas del que nos quejamos siendo precisamente parte de ese cuerpo hipertrofiado que ocasionalmente utiliza calcetines con chanclas, pero que extrañamente percibimos como observador neutral que no ocupa lugar. Creo que mi cansancio es estrictamente biográfico, por haber viajado demasiado por trabajo estos últimos años, y por una aprehensión al avión que me ha ido aturdiendo progresivamente. Ahora viajo mucho por España en temporada baja, o allí adonde puedo ir en coche o tren. Sin embargo, esa asociación reciente y personal entre trabajo y pereza me ha despertado la afición por leer libros de viajes, crónicas o memorias de viajeros, no necesariamente de nuestros días. Como si la necesidad de ver y conocer siguiera ahí, latente, o expresada y satisfecha de una forma distinta: en casa se puede leer en chanclas y calcetines sin hacer una enmienda a la civilización.

De entre los sellos que mejor han comprendido el maridaje ineludible entre viajar y leer –porque se retroalimentan y se expanden mutuamente– está la editorial madrileña La Línea del Horizonte, de cuyo exquisito catálogo he comentado varios libros en El Asombrario en estos años, como Verano en los lagos, de Margaret Fuller, Variaciones sobre Budapest, de Sergi Bellver, o más recientemente Contra Florencia, de Mario Colleoni. De nuevo sobre Italia acabo de leer Las Tres Venecias, del filólogo español y profesor de la Universidad de Trento Jorge Canals Piñas (Cambrils, 1958). Como explica el subtítulo, el libro recoge crónicas sobre el terreno, relatos históricos y perfiles biográficos de sus «viajes por la Italia mitteleuropea». El título alude a los tres territorios –el Triveneto– que formaron parte del Imperio Austrohúngaro, y que actualmente, y tras varias etapas, están bajo soberanía italiana. En descripción del propio Canals Piñas, no se trata de un libro con un itinerario planificado, sino más bien la depuración reposada del libro de notas de un viajero que valora el rambling, el vagabundeo de quien no ha comprado un paquete cerrado y al que no se le escapa el autobús o el crucero. No en vano, el autor vive en la región, y eso facilita las cosas.

La iglesia de Santa María de la Salud en Venecia. Foto: M. Cuéllar.

Estamos acostumbrados a escuchar y leer noticias sobre personas que tratan de cruzar una determinada frontera, pero la historia de los siglos XIX y XX, de claro predominio de los Estados-nación, conoció el fenómeno inverso en otras tantas ocasiones. Tal fue el caso de zonas de México que, de la noche a la mañana, pasaron a ser estadounidenses, o el de la fluidez de las fronteras polacas y ucranianas. Lo mismo ocurrió con el noreste de Italia, algunas de cuyas ciudades formaban regiones o viejos reinos que quedaron repartidos entre varios países, como la antigua Yugoslavia, la actual Eslovenia o Croacia, y, antes, en el mencionado Imperio Austrohúngaro. Las fronteras son, si cabe, mucho más artificiales aquí que entre Estados más homogéneos, y de ahí que estas ciudades se muevan, no tan paradójicamente, entre puntuales reivindicaciones que añoran la vieja Repubblica Serenissima de Venecia, y un espíritu reacio a cualquier reivindicación nacionalista o etnicista contundente. Como territorio de frontera que es, bien asaeteados han estado por una historia que parece funcionar como vacuna que produce anticuerpos favorables al melting pot.

Empieza el autor en Trieste, ciudad de resonancias míticas gracias al Ulises de Joyce, escrito en la ciudad –como relata el autor, visitando aquellos lugares que frecuentó el escritor irlandés–, pero también por ser la ciudad de Italo Svevo y su enorme La conciencia de Zeno. Un autor que utilizaba un pseudónimo que escondía la naturaleza híbrida de la ciudad: Ettore Schmitz. Y la ciudad, también, de nuestro contemporáneo Claudio Magris, cuyo El Danubio es una profunda indagación en Mitteleuropa. Escribe Canals Piñas sobre Trieste: «Es urbe de desarraigados. Un campamento de prófugos de las guerras centroeuropeas y balcánicas que en ella han ido encontrando incipiente acomodo y, a menudo, nuevas señas de identidad».

Respecto a los estudios y obras sobre la historia cruzada de la región también escribió la ya fallecida Marisa Madieri, nacida en Fiume en 1938, y pareja de Magris. Y precisamente Fiume es escenario protagonista de una novela reciente merecidamente exitosa, M. El hijo del siglo (Alfaguara), biografía novelada del ascenso de Benito Mussolini, firmada por Antonio Scurati. «Fuime o muerte», exclamaba el poeta fascista Gabrielle D´Annunzio durante su estrambótica ocupación de este territorio en 1919, y que pretendía reclamar para Italia.

En Venecia, Canals Piñas rememora el Grand Tour de los viajeros románticos, repasa las estancias de Goethe y de Ruskin en la ciudad de los canales, o escribe una semblanza del pintor español Mariano Fortuny y Madrazo. Durante la lectura, no es difícil volver a la escena de la adaptación de Visconti de Muerte en Venecia en la que vemos a un turbado Gustav von Aschenbach –compositor que, en desesperada búsqueda de inspiración, encontró una inocultable y destructora pasión por el joven y elusivo Tadzio–, embarcado en un vaporetto de vuelta al hotel tras el decreto de cuarentena que le impide dejar la ciudad; de fondo suena el adagio de la Quinta Sinfonía de Mahler. Un recorrido histórico que se acompasa muy bien con los comentarios impresionistas del autor, y, sobre todo, de los retratos de personajes anónimos que, en su aparente normalidad, resumen el pasado y el presente de las Tres Venecias.

Uno de los canales de Venecia. Foto: M. Cuéllar.

El autor continúa en Padua y Arquà, donde recuerda a Petrarca, que allí encontró la muerte en 1374. De allí se traslada –y nosotros con él– al Tirol del Sur (Alto Adigio), desgajado por caprichos de guerras y tratados de paz del norte, en Austria, pero sin convertirse por ello en el foco de un drama político nacionalista. Y donde, además de italiano, se habla alemán y ladino. De Trieste se hace una pregunta el autor que se puede aplicar a todas las ciudades y pueblos de su itinerario: «¿Cómo no quedar inmunizado de los morbos nacionalistas…?». Quizá, más que decir, con Baroja, que «el nacionalismo se cura viajando», podamos afirmar algo más humilde pero más real, y es que hay viajes que nos ponen ante la evidencia de su artificiosidad, de la necesidad de no tomárselo tan en serio e incluso de la urgencia de evidenciar sus peligros. De momento, y en cuanto a la edición primorosa de esta obra tan grata, cabe añadir que el nacionalismo también se puede curar leyendo –al menos mientras dure la pandemia y, en mi caso, mi pereza sobrevenida–.

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Comentarios

  • Mario Gilberto Olivera

    Por Mario Gilberto Olivera, el 04 octubre 2020

    Delicioso relato de una ciudad que me encanta y sorprende desde hace décadas; supongo que leer a este autor ampliará mis horizontes. Gracias

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