Libros para subir a los árboles y buscar ser felices

Truman Capote en 1959. Foto: Roger Higgins.

Un libro es un árbol desde el que pensarnos, un sitio para observar el mundo con la distancia que necesita la reflexión, un lugar para respirar y ser, tal vez, feliz. Desde el Taller de Escritura de Clara Obligado nos llega esta deliciosa reflexión sobre cómo escapar de las realidades más feas y castrantes a través de los libros. Como ‘El arpa de hierba’ de Truman Capote y ‘El barón rampante’ de Italo Calvino.

POR CAMILA PAZ OBLIGADO

Regreso a casa después de un fin de semana en el campo y, de camino hacia el portal, mi hijo señala todo lo que ve en el suelo. Está aprendiendo a hablar, así que nombro con cuidado cada cosa que apunta con el dedo, y constato con desasosiego la dureza de la ciudad. Hoy sólo puedo decir “basura” donde hace algunas horas nos admirábamos con “caracol”, “pájaro”, “castaña”, al descender la cuesta que lleva al corral de las gallinas. Ya en casa corre al sofá, abre un libro, y allí, de nuevo, su dedo implacable me reconforta: “burro”, “mar”, “pulpo”. Luego acerca su diminuta nariz a las páginas y aspira como si pudiera capturar el aroma de un paisaje que no ha visto nunca. “¡Aahhhh!”, sonríe, y se ilumina como ayer al señalar un gallo.

La inteligencia feroz de la infancia me lleva a pensar en cómo los libros nos mantienen cerca de las cosas que tenemos lejos. En la lectura y los árboles, tan asociados en mi cabeza. En la sonoridad del sicomoro de El arpa de hierba, de Truman Capote, convertido en hogar improvisado de Collin, un joven huérfano, su tía y Catherine, la negra que ayuda en las tareas domésticas, tres seres marginales y solitarios que desestabilizan la moral del pueblo en el que viven. Allí, en una cabaña que a duras penas aguanta su peso, los tres alcanzan una felicidad evanescente, mientras el resto de la comunidad deambula desconcertada bajo la frondosa copa.

La soledad y el silencio de la infancia que retrata con intensidad esta delicada novela me llevan a pensar en otra, y en otro árbol. Así, del sicomoro americano salto a la encina europea, a cuya copa Cosimo Piovasco, El barón rampante de Italo Calvino, tras negarse con rotundidad preadolescente a comer un plato de caracoles, trepa con la destreza de un simio. Sólo lo alejan de la animalidad el tricornio y el espadín, que ascienden con él el nudoso tronco, las polainas que apoya en las horcaduras del árbol para mirar el mundo desde arriba. Recuerdo la rebeldía de Cosimo con una mezcla de admiración y sorpresa (e imagino con horror mi futuro como madre), su soberbia juvenil frente al mundo adulto tan alambicado, tan atado a la convención social (“siéntate bien”, “come caracoles”, “estudia”, “cásate con quien conviene”), e identifico en mí el deseo fantástico de subir a un árbol y no bajar nunca más.

A Katherine Mansfield reconozco que la he leído poco y a trompicones, como quien cae por casualidad en una buena lectura, pero tiene que salir de ella por los imponderables de la vida profesional. Sin embargo, su cuento Felicidad (Bliss en el original, para el lector que pueda darse cuenta de las dificultades que puede presentar la traducción de tan solo un título) dejó en mí una huella que el tiempo no logra borrar. El argumento es mínimo, casi banal: todo gira en torno a una mujer, Berta, afanada en los preparativos burgueses de una reunión social en su casa. Piensa en la composición del frutero que va a poner sobre la mesa, el color de la alfombra, da un abrazo a su hija después de comer, mira por la ventana que enmarca un peral del jardín, los pimpollos de los brotes a punto de reventar. La dicha la desborda, y la contemplación del árbol la enfrenta a la fragilidad del instante. ¿Durará para siempre? ¿Qué esconde el futuro tras un fogonazo de felicidad?, parece preguntarse. El árbol aparece como una metáfora, ¿pasará lo mismo con los jardines que Penelope Lively recorre en Vida en el jardín (Impedimenta, 2018)? Su libro me espera como una promesa, ahora lo veo, en la mesilla junto a la cama.

Nos vamos juntos a leer, mi hijo y yo, el dedo índice cansado pero lleno de preguntas. Recorre las páginas, vigila mis labios y repite cada palabra con imprecisa fruición. Agotador. Cuando al fin se duerme, medito: un libro es un árbol desde el que pensarnos, un sitio para observar el mundo con la distancia que necesita la reflexión, un lugar para respirar y ser, tal vez, feliz.

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