La literatura con pintalabios de Manuel Puig frente al ‘machismo-leninismo’

El escritor argentino, Manuel Puig, autor, entre otras, de las novelas

El escritor argentino Manuel Puig, autor, entre otras, de las novelas ‘Boquitas pintadas’ y ‘El beso de la mujer araña’.

Manuel Puig (La traición de Rita Hayworth, El beso de la mujer Araña) comenzó a escribir su primera novela pensándola como si fuera un guion cinematográfico. Su afición por el cine y las divas de Hollywood definirían su estilo. Manuel Guedán (Madrid, 1985) ha publicado el ensayo ‘Literatura Max Factor: Manuel Puig y los escritores corruptos latinoamericanos’. Hablamos con él de la obra de Puig, del rechazo que sufrió su estilo pop desde el canon ‘machista-leninista’, de su influencia en la literatura latinoamericana posterior al boom y de la homosexualidad en las letras.  

Cuando Manuel Puig murió en 1990, Juan Goytisolo contaba en un artículo en El País los entresijos del premio Biblioteca Breve de 1965. Ahí criticaba duramente a Carlos Barral y al jurado del premio por no otorgarle el galardón al escritor argentino y su novela La traición de Rita Hayworth, denunciando un supuesto desdén a la obra de Puig y a su condición de escritor homosexual. Juan Marsé, que había resultado ganador con su novela Últimas tardes con Teresa, respondió un par de días después, defendiendo al editor catalán y acusando a Goytisolo de haber escrito ese artículo con cierta mala voluntad contra Barral, y defendía el derecho del editor a imponer sus gustos al momento de editar libros. Efectivamente, en sus memorias, Barral cuenta: “A mí la novela de Puig, con niños que razonan como ancianos y empacho de cine de suburbio, no me parecía a la altura…”.

Algo parecido ocurrió con Boquitas pintadas, que había llegado a la fase final del premio Primera Plana. En esta ocasión, fue Juan Carlos Onetti quien afirmó que en las novelas de Puig se sabía cómo hablaban sus personajes, pero no como escribía el autor. La novela no ganó, pero Manuel Puig ya había comenzado a abrir una puerta donde, por primera vez, los elementos de la cultura popular, lo banal, lo cursi y el mundo femenino cobraban un protagonismo que, según el libro de Manuel Guedán, generaron cierto rechazo por parte del canon de los años sesenta. Ese canon que Goytisolo había calificado de “machista-leninista”. La literatura pop había llegado. Hablamos con Manuel Guedán.

¿Cómo definirías tú lo pop en la literatura y por qué ese rechazo en un primer momento?

Yo creo que está muy vinculado a ese momento de cambio, cuando París en el siglo XIX deja de ser el centro cultural y pasa a ser Nueva York en el siglo XX de la mano de Warhol o Lichtenstein. En los años sesenta, tanto en España como América Latina, había un sentimiento muy anti-americano, muy bien fundamentado en muchos casos por la injerencia de Estados Unidos, sobre todo en los países latinoamericanos. De ahí que la izquierda culta, la izquierda intelectual rechazara a Manuel Puig. En ese sentido lo ven como un escritor sospechoso. Él se ve como emparedado entre dos flancos: por la derecha, por su condición de escritor de izquierdas y homosexual (de hecho, está amenazado por la Triple A). Y luego, para la izquierda también es sospechoso, ellos tampoco lo ven como un autor propio, sino que reivindica otros elementos, como a una actriz de Hollywood, Rita Hayworth. O, por ejemplo, en Boquitas Pintadas él rescata un título de una canción de Carlos Gardel de su periodo yanki y no del tango puro nacional y argentino.

Pero para responder a tu pregunta: ¿Cómo se traduce lo pop en la literatura? Es complejo, pero para aterrizarlo en la figura de Puig, esto se materializa en la relación con la banalidad. La banalidad es algo que se ve bien en el arte pop. El arte pop viene después del movimiento del expresionismo abstracto de Rothko, o Pollock, quienes intentan retratar un sentido de trascendencia cargado de espiritualidad. Como una pintura que pareciera que rebasa el lienzo sin marco. Es sintomático que sea una pintura que tiene esa impresión de trascendencia, que parece rebasar el propio cuadro. Si eso lo comparamos con el arte pop, éste último casi siempre viene enmarcado. Es como la foto cortada de la revista y, en ese sentido, ese afán de trascendencia no se traduce aquí.

El arte pop pone bastante el foco en escenas de uso cotidiano: una mujer echando el jabón en la lavadora, o todo ese tipo de prácticas cotidianas que el arte tradicional no había retratado o había despreciado. Entonces, en ese retrato de la banalidad, que Puig hace muy bien y se ve en sus novelas, hay como una especie de cámara, como un objetivo que se cuela a retratar escenas de la vida cotidiana de las mujeres que, por suceder en intramuros, al ocurrir dentro de la casa y del espacio doméstico y privado, apenas han sido retratados. Ese es uno de los rasgos: el placer de recrearse en la banalidad y el poner el foco en la mujer, eso se ve en los cómics de Lichtenstein, donde hay mucho espacio para la mujer, cuando el héroe se sale del plano y nos preguntamos ¿qué le pasa a la mujer? Pues eso lo retrata Lichtenstein, lo retrata Warhol y lo retrata también Puig. Esas son algunas de las líneas que uno puede seguir.

En los escritores del boom nos encontramos con estos personajes que son como héroes que quieren salvar al mundo, este personaje que se enfrenta a un entorno, no solo personal, sino también social. Se podría decir que cada escritor quería reescribir la historia de sus respectivos países en sus novelas. Manuel Puig, por el contrario, se esfuerza en construir no necesariamente anti-héroes, pero se preocupa por estas cosas “menos trascendentes”. En ‘El beso de la mujer araña’ es el diálogo constante: uno podría ser el escritor del boom y el otro el escritor pop. Hay una especie de dicotomía entre el héroe versus, no sé si llamarlo, anti-héroe, héroe delicado, héroe femenino…

No sabría decirte si Molina es un anti-héroe, aunque en cierta medida lo es.

Un poco que le tira de las orejas al idealista dogmático que no es capaz de ver un poquito más allá del propio objetivo que tiene en la vida. Molina pareciera decirle algo así como: “Oye, no tienes por qué obcecarte de esa manera, relájate un poquito”.

Yo también pienso que hay algo de humanización y de empatía y de cuidado por lo emocional que le transmite Molina al personaje del militante. Y eso es algo que le ha faltado a la izquierda y a la militancia hasta hoy, y parece que aún le sigue faltando. Ha sido siempre uno de sus puntos débiles. Parece que hay que poner el foco en que hacen falta héroes políticos, pero esos héroes tienen que serlo en un sentido más amplio a cómo los hemos conocido tradicionalmente. Y eso incluye los cuidados de la comunidad con los que se pretende cambiar el mundo, y, posiblemente, aquella otra para la que se pretende cambiar las cosas. En ese sentido, es muy interesante el personaje de Valentín, porque es muy valiente por parte de Puig dibujar un personaje cuyos ideales –recordemos que estamos en plena Guerra Fría– son compartidos por una amplia mayoría de gente. Pero en lugar de venir a reverenciarlo y a cubrirlo de mármol, viene a señalar ciertas fallas. Por eso digo que Puig se ve aprisionado entre dos bandos que ninguno de los dos lo quiere para sí. Eso genera un poco una figura de escritor mártir, que él también disfrutó, o explotó, aunque también pasó por cosas serias como las amenazas políticas. Pero él entendía el cine como un ejercicio de empatía y vulnerabilidad emocional. Para Puig era eso: ir al cine para dejarse afectar por las imágenes de mujeres como femme fatale, que son las que a Puig más le interesaron.

De hecho, Valentín le cuenta a Molina películas nazis.

Y Molina siente ganas de vomitar. Una película nazi se hace con un fin propagandístico de difusión ideológica, es una maquinaria en ese sentido. Pero él no puede ver las historias de amor que hay detrás, cuando el cine de la propaganda, precisamente, para no hacerse árido y enmascarar un poco su bloque ideológico, recurre a un cine muy popular, que necesita, por su vocación política, conectar con las clases populares para transmitir su mensaje. Siempre era un cine muy ornamentado. Por eso Puig tiene esa vocación kitsch, le gusta el cine franquista, el cine nazi, porque es un cine muy formal, ornamental y muy sentimental, que le permite conectar con el espectador por esa otra puerta, y eso es lo que Molina no ve.

Es muy curioso lo que dices porque la derecha suele camuflar su mensaje central a través de esto que llamaríamos conflicto personal, drama emocional, y que termina siendo mucho más efectivo que la pura propaganda abierta.

Sí, claro, completamente. Hay que buscar ese reconocimiento con la literatura pop, ese reconocimiento de que uno ha sido afectado por muchos más referentes de los que les gustaría, incluso, a sí mismo. Vargas Llosa reivindica a Faulkner como un ídolo, pero por supuesto que a Vargas Llosa lo han influido muchas más cosas que, quizá él, ni si quiera le gustaría mencionar, muchas de las cuales censura en la Civilización del espectáculo.

Incluido el propio Puig. Cuando uno lee ‘Pantaleón y las visitadoras’ vemos que no hay un narrador, algo que le criticaba Onetti. O en ‘La Tía Julia y el escribidor’ con las radionovelas.

Nos influye aquello que incluso no nos gusta. La influencia no solo es lo que seleccionamos conscientemente, que es como se ha entendido hasta cierta época. Yo creo que Puig es capaz de reconocer esto. Y como artistas, como creadores, somos porosos, somos permeables a todo aquello que nos rodea y forma parte nuestra escritura.

Mencionaste la homosexualidad de Puig. ¿Él declaró abiertamente su homosexualidad?

Él tenía una frase muy bonita que decía: “Yo nunca salí del armario, porque cuando yo nací, el armario aún no se había construido”. Puig nace en la Pampa en los años 30 y hay que pensar en ese contexto.

Pero luego viaja a Roma a estudiar cine y posteriormente a Nueva York.

Sí que hay constancia, por ejemplo, de que él nunca lo habló con su madre. Es muy difícil que su madre no lo supiera, pero Puig había construido esa ficción en la que decía que ese tema no lo hablaba con su madre. De hecho, él nunca dejaba que ella leyera sus libros para que ella no viera lo que pasaba dentro y no reconociera a su hijo en los personajes, como sería el caso de Molina en El beso de la mujer araña. Puig decía que él solo la dejaba tener sus libros traducidos al japonés o a otras lenguas para que ella pudiera verlos y dar fe de que era escritor, pero de esta manera se aseguraba de que no los entendiera. Algo de disociación había. Pero sí, era una persona que se reconocía como homosexual. ¿Si es el padre de la literatura gay? Bueno, la literatura gay, como todo, tendría muchos padres, también está Severo Sarduy, por ejemplo.

Pero Puig sí abre una puerta a lo gay en la literatura de América Latina.

Se abre una sensibilidad distinta o una masculinidad disidente. Cabrera Infante, que hasta donde se sabe no era un escritor gay, comparte con Puig el gusto por las divas de Hollywood, que es uno de los hitos de cierta cultura gay, como es reverenciar a esa mujer masculina. Esa mujer empoderada como Rita Hayworth.

Es muy interesante el diálogo qué haces entre Puig y otros cuatro escritores latinoamericanos: Fuguet, Lemebel, López y Umpi.

Por un lado, me gustaba la idea de analizar escritores distintos. La escritora chilena Mónica Ríos me decía: “cómo puedes haber metido a Fuguet y a Lemebel en el mismo plano o en el mismo libro cuando son tan diferentes: uno es tan de izquierdas y el otro es tan profundamente neoliberal”. Yo creo que esa afirmación no es tan cierta del todo. Yo creo que con Fuguet se simplifica mucho, aunque, claro, cuando es tu propio país, es más fácil polarizarse. Desde fuera, quizá no lo diría tan tajantemente. Para mí, lo interesante era justamente no equipararlos. En el libro no están tan equiparados. Se trata de ver cómo la semilla de Puig podía tomar caminos muy diferentes, y cómo cada autor plasma la influencia de Puig en una dirección o en otra. Eso es lo que me interesaba de trasladar a Puig a otra generación.

Hablas de Mcondo (la corriente literaria que surge como reacción al realismo mágico con que tanto se asoció la literatura latinoamericana), que en su momento generó cierta ‘urticaria’ en el mundo literario, incluido los propios antologados, muchos de los cuales no sabían del prólogo. ¿Qué hubiese pensado Puig de ese prólogo? ¿Cuál hubiese sido su opinión o su mirada al respecto?

Como tú matizas, muchos ni siquiera sabían de la existencia del prólogo que se iba a escribir, con lo cual es una recopilación que hace Fuguet. Y ahí se malinterpreta un poco si aquello es una generación, que por supuesto no lo es, o un conjunto de escritores con opiniones parecidas que tampoco. El prólogo es de Fuguet y Sergio Gómez. Y posiblemente, cómo veríamos después, el prólogo tiene algo más de la impronta de Fuguet y su estilo provocador. En Se habla español también se puede ver. Si pudiera fantasear con lo que podría haber dicho Puig, sería un sentimiento ambiguo y posiblemente hasta cierto punto se hubiera dejado acunar por ese viento favorable que representaba Mcondo, porque tenían como enemigos compartidos, y eso en una primera instancia es bueno, da gusto compartir un enemigo con alguien más. Y luego, en una segunda fase, a veces tener enemigos compartidos genera extraños compañeros de cama de los que uno va a intentar desligarse. Creo que eso es algo que le hubiera pasado a Puig, porque hay algo de sintetismo en ese prólogo, de juguete mercadotécnico y pirotécnico, que no creo que le hubiera satisfecho a Puig. No creo que ese tipo de frivolidades como que, para un escritor contemporáneo, el dilema se da entre escribir en Mac o en PC le hubiese interesado a Puig.

Pero no deja de ser una frivolidad que está presente en Puig, aunque en su caso va por otro lado, como los recortes de revista, los lacitos para el pelo, las radionovelas. Lo que pasa es, como tú dices, la tecnología que va desde la radio hasta internet o las redes sociales y que han influido en estos escritores de distintas maneras. ¿Cómo encaja la tecnología en la literatura desde Puig con la radio hasta ahora con las nuevas tecnologías?

En dos direcciones. Por un lado, la tecnología es un elemento de compañía sentimental muy fuerte desde el principio, aunque la tecnología está relacionada con el frío frente a lo cálido, que sería lo humano. Antes, la tecnología era utilizada para acercar afectos ahí donde no había. La radio es un elemento de compañía como la televisión lo ha sido y ahora lo son las redes sociales que, por supuesto, no son más que portadores de la voz y del cuerpo humano vía esa mediación. Hay un elemento que me atrevería decir de socialización. Antes era, si se quiere, unilateral, pero estaba ahí. Y luego la tecnología sirve como registro de lo íntimo que es el campo al que lo lleva Fuguet. A día de hoy, son nuestros dispositivos los que registran cuáles son nuestras preferencias, nuestras canciones favoritas. Y ahora hay una segunda fase en la que se reelaboran los gustos y los disparan a través de algoritmos. Pero, en un primer momento, para lo que sirve es para dejar testimonio. Se convierte en una especie de diario contemporáneo: cuáles son las canciones que has escuchado, cuáles son las películas que has visto, las webs que has visitado.

Lo pop también está asociado a lo referencial, a la referencia pop. Pero ¿se puede hablar de una prosa pop, o un estilo pop?

Sería complicado, pero yo sí veo ciertos rasgos de Puig que sí me lo parecen. Hace un rato te mencioné lo del marco. Esto no es una idea mía, sino de Roland Barthes, que habla de la importancia de los marcos en el arte pop. El autor lo que hace es marcar para descontextualizar. En Puig hay marcos permanentes, como, por ejemplo, en La tradición de Rita Hayworth, donde hay tantas voces narrativas fragmentadas y aisladas. O en los diarios bien acotados por un día o fecha determinados. Son narraciones que vienen con su pequeño marco. O, por ejemplo, los pensamientos que tuvo Nené la noche antes de encontrarse a otro personaje; entonces nos encontramos con una especie de epígrafe y su correspondiente marco. Ese tipo de prácticas parece que, de algún modo, entroncan con lo que él ha visto, no sé si de un modo consciente, o no, con ese marco pop. Él juega con esa narración objetiva y plana. Como decía Warhol, “quien quiera encontrar la esencia de mi arte que busque en la superficie”. Cuando veníamos siempre de vincular el arte con lo profundo, con lo hondo, él hace una reivindicación de las superficies planas y aplana un poco todos sus retratos y los deja sin profundidad. Puig juega un poco con eso. Muchas de sus narraciones son planas, como si fuera un radar que solo se dedica al registro, como si fuera una grabadora o una cámara de vídeo que, de alguna manera, aplana esa profundidad, como si se tratara de un artificio o un juego. Por ahí hay ciertas estrategias que yo sí diría que se podrían entender como una escritura pop.

Sin embargo, Lemebel tiene una prosa distinta, quizá más elaborada y barroca.

Todo lo contrario a lo que veníamos hablando. Por eso a mí me interesaba coger distintos autores y que cada uno fuera una prolongación parcial y diferente de las propuestas de Puig. Lemebel no es un depositario del estilo de Puig en absoluto. En ese sentido no hay filiación ninguna. En el caso de Lemebel, más que un estilo pop ahí estamos ante un barroco desclosetado, como diría Monsiváis. Lo que sí recoge Lemebel, por ejemplo, es la masculinidad disidente en lo correspondiente al género. Así como Fuguet plantea un discurso homosexual más normativo, por decirlo de alguna manera, más neoliberal si se quiere. Eso se ve claramente en sus dos últimas novelas: No ficción y Sudor. 

Que son los dos libros con los que Fuguet sale del ‘closet’, y que sorprendió a mucha gente

Tuve que actualizar el libro porque eso no estaba recogido en un primer momento. Todos los escritores con los que yo estaba trabajando eran homosexuales, incluido López y Umpi. Fuguet era el único que no lo era abiertamente, hasta sus dos últimas novelas, donde tuve que esperar un poco para ver el desarrollo y plasmarlo en el libro.

Volviendo un poco lo que tú decías sobre la homosexualidad neoliberal y su antítesis que sería Lemebel con una homosexualidad de izquierdas, se podría decir que este último es más resistente, que se asume como una minoría frente al poder, mientras que la de Fuguet hace lo contrario.

Lemebel busca al que menos privilegios tiene dentro de todas las combinaciones posibles. Eso es lo que él quiere arropar. El personaje de la loca en Tengo miedo torero es un personaje que no se sabe muy bien si es un travesti que se reconoce como mujer. Todo en el contexto de la dictadura chilena, con lo cual uno se puede imaginar a lo que se enfrenta esa mujer. Decía Bolaño que el escritor tiene que ser pobre y homosexual. Lo decía como para fundar un lugar de exclusión desde el cual observar la realidad. Y decía, en el caso de Lemebel, esto no solo es una metáfora, sino que además es real, y decía algo así, como “¡este pobre maricón!”. En la narrativa de Fuguet sí se recoge al personaje homosexual, pero no recoge esa doble exclusión de los personajes de Lemebel. No tiene por qué hacerlo. Pero si es verdad que, por ejemplo, en Sudor sí hay un retrato, para mí, un tanto acrítico. Por eso el término neoliberal. El sexo y las relaciones sentimentales son de combustión rápida. Vemos ahí como el personaje, a través de Grindr, va, de alguna manera, devorando personas y los encuentros sexuales son desechables, de usar y tirar.

En los personajes de eso que llamas novelas pop no habría un enfrentamiento frontal contra el poder como sí lo podría haber entre los escritores del boom.

Eso varía en cada autor. Lemebel, tanto en sus novelas como en sus crónicas y su manifiesto sí lo ataca de manera frontal. Fuguet sería más ambiguo.

En algunos casos, en los personajes de las novelas que analizas el poder sería parte de ellos. Lo que estaría muy relacionado cuando mencionas al elemento cyborg.

Son personajes cuyos propios cuerpos son como espacios de prolongación y crítica de ciertas dinámicas del poder. Si vamos a Alejandro López, por ejemplo, y su novela Kerés cojer=Guan to fak, el libro cuenta la historia de una mujer transexual y prostituta que se quedó a medias de la operación porque estalla la crisis en Argentina y se queda sin dinero a mitad del proceso. Entonces empieza a fantasear con ir a Estados Unidos. Pero, claro, es un poco crítico porque no es una visión utópica de Estados Unidos. Es ese lugar donde podría terminar su operación y desarrollar su vida de una manera mejor. Esto que se da –no sé si de manera consciente o no en los personajes– es, desde luego, una contestación clarísima al poder, porque sufre en su propio cuerpo una interrupción vinculada a un proceso macroeconómico que a ella la deja excluida y con una identidad en tránsito.

Volviendo al machismo de los escritores latinoamericanos de los años sesenta que mencionas en tu libro, ¿habría un equivalente en España?

Sí hay un equivalente entre la literatura machista en España, por supuesto. No recuerdo declaraciones precisas o equivalentes de Luis Martín Santos, o de distintos escritores españoles de la época, pero, por supuesto, tenían que ser machistas y homófobos porque la sociedad española lo era. Los escritores, como parte de esa sociedad lo eran. Incluso los exiliados. De eso no me cabe duda. Es verdad que en España, como no hubo un movimiento o un conjunto de escritores tan trascendente como lo fue el boom, era más difícil rastrear la homogeneidad ideológica. Y ese machismo del que se hace eco el libro, con declaraciones de Cortázar, Borges, Onetti, llamando a Puig escritor femenino no es tan evidente. Por otro lado, la literatura pop equivalente ha llegado a España luego de la mano de Agustín Fernández Mallo, Fernández Porta o la generación Nocilla, ya en el siglo XXI.

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