James Nachtwey en el ‘Infierno’, premio Princesa de Asturias

James Nachtwey.

James Nachtwey.

James Nachtwey.

POR JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ

«Más vale reinar en el infierno que servir en el cielo». John Milton

El escritor y periodista Juan Gracia nos dibuja aquí el perfil del foto-reportero estadounidense James Nachtwey, maestro de la fotografía de guerra y testigo comprometido de los desastres humanitarios, que fue galardonado ayer con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2016: «No cuenta batallitas. Apenas habla de lo que ha visto en el infierno y traga el veneno de la guerra diluido en agua mineral. Tiene su propia biblioteca del sufrimiento en la cabeza”.

En un bar de Pekín un joven se me acercó con un carrito: “Dividí, dividí…”, anunciaba. Entre cintas de Jackie Chang y películas más sicalípticas que pornográficas, encontré una joya: War Photographer, un documental sobre James Nachtwey. Las apariencias no engañan. Nachtwey tiene un rostro de belleza intemporal, facciones algo contraídas, voz reposada que no altera el aire. Debió de ser canoso desde muy joven y quebrar muchos corazones que suspiraban por un hombre que se había casado con su cámara. Las jefas de fotografía de Stern, Spiegel, Time o Magnum hablan de él con una admiración que no disimula suspirillos en todos los idiomas. Pero Nachtwey sólo se debe al compromiso íntegro que adquirió a fin de que sus negativos, revelados en los círculos más oscuros de la corteza humana, conmovieran las conciencias. Ha congelado el mal tantas veces que si una sola fotografía pudiera cambiar el mundo, hace tiempo que viviríamos en el paraíso.

Como todo monje, viste su hábito, y este es invariable: pantalones vaqueros, camisa blanca recién planchada, chaleco y botas. A diferencia de otros colegas de profesión, no bebe, no fuma, no se droga. No cuenta batallitas. Apenas habla de lo que ha visto en el infierno y traga el veneno de la guerra diluido en agua mineral. “Tiene su propia biblioteca del sufrimiento en su cabeza”, explica una compañera de profesión. Su modo austero de presentarse ante el horror forma parte del respeto que le inspiran las víctimas de los conflictos. Camina con paso búdico en medio del desastre, trata de no pisar cristales… ni minas antipersona. Basta un respetuoso gesto de la mano para que los habitantes de un pueblo arrasado lo acepten. Permanece invisible y sólo las ráfagas del clic de su cámara delatan su presencia.

Nacido en Syracuse en 1948, se formó en Historia del Arte y Ciencias Políticas. Las imágenes de la guerra de Vietnam y del Movimiento por los Derechos Civiles despertaron al fotógrafo que llevaba dentro. Trabajó a bordo de navíos, y mientras aprendía a fotografiar, condujo camiones en Nuevo México. Depuró su técnica fotográfica. Se bautizó en Irlanda del Norte y desde entonces ha cubierto más de 25 conflictos y hambrunas en todo el mundo: Sudáfrica, Congo, Ruanda, Tailandia, los Balcanes, Chechenia, Perú, Centroamérica, Oriente Medio, Iraq… Cuando sus fotografías llegaban a las redacciones, sus compañeros tragaban saliva. Esperaban a un hombre destruido, pero Nachtwey aparecía recién duchado, comentaba algún aspecto técnico del reportaje y se marchaba. Nadie sabe muy bien cómo se resguarda emocionalmente de la barbarie, de qué modo mantiene ese equilibrio tras el cual esconde lágrimas invisibles que sólo habrán visto habitaciones de hotel de medio mundo, miles de habitaciones que en realidad son la misma. Un hilo de duda atraviesa su mirada: “A veces, me pregunto si no me he aprovechado de esas personas que sufren para ser una celebridad”.

Su método de trabajo es muy distinto al utilizado por el célebre Club del Bang Bang, formado en los años 90 por Kevin Carter, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y Joao Silva. Estos cuatro jinetes del apocalipsis cubrieron los violentos incidentes de la lucha contra el apartheid. Eran los únicos blancos desarmados que podían entrar en Soweto durante los enfrentamientos entre el Congreso Nacional Africano (CNA) y el Partido de la Libertad Zulu Inkatha, que recibía armas y entrenamiento del Gobierno a cambio de demostrar que el entendimiento entre la población negra no era posible: Negros contra negros. El Club trajo a los rotativos occidentales las primeras imágenes del necklacing, que consistía en amarrar un neumático al cuello de un hombre, rociarlo de gasolina y prenderle fuego. Tanto los miembros del CNA como del Zulu Inkata lo aplicaban sin remilgos. Nachtwey coincidió con el Club en distintos frentes.

En marzo de 1993, Kevin Carter, cabeza visible del grupo, viajó hasta Sudán. Una niña famélica se dirigía hacia un centro de ayuda alimentaria de la ONU. Vencida por el hambre, se detuvo. Carter esperó durante 20 minutos a que un buitre que la acechaba extendiera sus alas para acrecentar el dramatismo de la imagen. Tomó la fotografía y abandonó el lugar. La imagen dio la vuelta al mundo. El New York Times recibió cientos de llamadas de lectores que preguntaban por la suerte de la niña. Por esa fotografía, Carter, estragado de alcohol y drogas, fue galardonado en 1994 con el Premio Pulitzer. Un mes después, su amigo Ken Oosterbroek fue asesinado durante un tiroteo en Johannesburgo. Jim Nachtwey ayudó a trasladar a Oosterbroek, ya moribundo, y a Greg Marinovich, que cayó malherido. Pero el fin del Club del Bang Bang aún guardaba el último episodio. Deteriorado por las adicciones, Carter recibió críticas en todo el mundo por no haber ayudado a aquella niña. Se suicidó por intoxicación de monóxido de carbono, pero dejó una nota de despedida: “Estoy atormentado por recuerdos de asesinatos y cadáveres y furia y sufrimiento… de niños hambrientos o heridos… de locos de gatillo fácil –a menudo policías–, de verdugos y asesinos…”.

Sin embargo, Jim Natchwey dispone de una fórmula secreta: cómo mantener la cordura en medio de la jauría humana. En Tailandia sólo él tuvo valor para descender a un callejón donde un hombre era perseguido por una multitud que quería lincharlo. Tomó varias fotografías estremecedoras hasta que dejó la cámara en el suelo, se plantó de rodillas frente a la turba y suplicó durante media hora por la vida de aquel hombre. De nada sirvió. El resto de los fotógrafos disparaban sus cámaras desde puentes y edificios distantes. “Cuando la cosa se pone personal, ahí está Jim”, afirma un joven colega. Sus fotografías han ilustrado las portadas de medios de todo el mundo, como la del perfil de un muchacho tutsi cruzado por un haz de cicatrices causadas por los machetazos. Sebastião Salgado sucumbió moralmente al genocidio ruandés; Nacthwey siguió apretando el disparador. La cercanía de sus fotos, capturadas con grandes angulares absorbe al observador, lo rodea. Pero los fotoperiodistas, parapetados tras el visor de su cámara, llegan a creerse inmunes a las bombas. En 2003 resultó gravemente herido mientras cubría, junto a otro corresponsal, la llegada de las tropas estadounidenses a Iraq. Una granada de mano entró en el humvee y explotó. Jim llegó a tomar varias fotografías del médico que asistía a su compañero antes de caer inconsciente. Logró recuperarse para ir al sudeste asiático a cubrir el tsunami de 2004. Las llamas siguen ardiendo y Jim las combate con una botella de agua mineral. Sabe que no ganará la partida. Su última exposición se titula, sin énfasis, Infierno.

Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965). Escritor y periodista, es Doctor en Ciencias de la Información. Entre otras obras, es autor de Cuentos del jíbaro, La línea Plimsoll, Diario del hombre pálido, Piel roja y La pecera.

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