Mamá, soy yo, he llegado, despierta…

Dos mujeres en el bosque. Pintura de Frida Kahlo.

Dos mujeres en el bosque. Pintura de Frida Kahlo.

Dos mujeres en el bosque. Pintura de Frida Kahlo.

Dos mujeres en el bosque. Pintura de Frida Kahlo.

«En el consultorio de su médico, una tarde de julio, años antes de que la operaran, se quitó el sujetador y le vi las tetas redondas. Dos pomelos inmaduros. No es tan sencillo mirar las tetas de la madre enferma. Idénticas a las mías»… La madre muerta, su cuerpo desnudo, 45 kilos, la hija que llega del extranjero. «Mi madre solía observarme y decirme: ‘Qué parecida que sos a mí cuando era joven…». Ahora vuelven a estar solas, frente a frente. Al final del capítulo. Réplicas. Una nueva entrega de nuestra serie ‘Relatos de Agosto’ realizados en colaboración con el Taller de Clara Obligado.

POR FLORENCIA DEL CAMPO

Cuando entré en la habitación, tenía cuerpo de aguaviva. El vientre inflado, las mejillas como si conservara todavía los bocados que, con trampa, escondía tras las muelas en su infancia. Me lo contó una vez, una noche de verano en la que el patio olía a jazmín. Que cuando la abuela estaba de espaldas, ella se quitaba la comida de la boca y se la metía en los bolsillos. Luego la abuela le decía: «Muy bien, niña, hoy comiste muy bien, ¡a jugar!». Mi madre flaca era una niña pequeña. En cambio yo nunca le hice trampa con eso. Cuando murió, pesaba lo mismo que yo ahora: cuarenta y cinco kilos. Como si nuestros cuerpos estuvieran condenados a llegar a un mismo destino a pesar de puntos de partida tan dispares. Nuestros cuerpos; no quiero que todo quede explicado por la genética. En el consultorio de su médico, una tarde de julio, años antes de que la operaran, se quitó el sujetador y le vi las tetas redondas. Dos pomelos inmaduros. No es tan sencillo mirar las tetas de la madre enferma. Idénticas a las mías. Pero no es genética, es percepción. Cuando ella todavía estaba viva, solo había percibido la réplica en las tetas. Ahora es verano y hay jazmines en el patio. Pero vayamos por partes. Cuarenta y cinco kilos. Finalmente lo comprendo.

Vacío su habitación para poder poner la casa en venta. Mis hermanas se ocupan de otros ambientes, están entretenidas repartiéndose de manera justa los cubiertos. Yo, como vivo en el extranjero y no tengo territorio, menos tengo dónde guardar una cuchara. Les digo que no quiero nada pero no acaba de ser del todo cierto. En cualquier caso, ellas no me contestan y siguen repartiendo entre dos, como venían haciendo, sin necesitar de mi palabra. Vacío su habitación cuando ya está vacía: la ambulancia retiró el cuerpo una madrugada. Después de eso dejé pasar cuarenta y ocho horas para la limpieza. Ahora tiro radiografías aunque fantaseo con utilizarlas como material para un collage. Nunca concreto ningún proyecto plástico. Meto su ropa en bolsas para donar. Me quedo con sus botas favoritas y con los sujetadores, que son mi talla. Mi madre me decía que tenía lindas rodillas. Que yo las tenía. Pero la ambigüedad no es sólo sintáctica. Réplicas. Guardo su historia clínica para escribir una novela cuando pueda decir algo. Y encuentro una caja con álbumes de fotos. Las paso una por una hacia arriba, son apaisadas. Es entonces cuando la veo con el pelo oscuro y lacio, la frente despejada. Y lo comprendo: como un tercer ojo que llorara, por su nariz desciende un brillo. Es eso, como el filo de una navaja. Me miro al espejo.

Mi madre solía observarme y decirme: «Qué parecida que sos a mí cuando era joven…». Yo no veía el parecido. Entendía su nostalgia. Ella sonreía mientras me lo decía. Hasta se acariciaba el pelo echándolo hacia atrás si hacía falta. Y yo, tan fresca, me seguía acomodando la pollera frente al espejo de su habitación y le preguntaba qué opinaba. «Hermosa». Ay no, mamá, me queda como el culo, y mirá qué hora es, dios, ahora qué hago. Ella frente a mí, yo frente al espejo: réplicas. Ahora qué hago. Ahora me miro y nadie me mira. Ahora que me miro lo comprendo: estoy muy vieja. Soy huérfana. No tengo ni cucharas.

Entra una hermana a la habitación y me dice que la ropa hay que donarla. Que es imposible ponerse algo de mamá. Le doy la razón. Insiste, quiere expresarse: «Me sentiría como disfrazada de ella». Me molesta su comentario, siento que me arrebata la propiedad de la réplica. Mi única propiedad. La casa se está poniendo en venta. Los cubiertos, dividido dos. Cuando se va, me quito la camiseta y me miro las tetas cubiertas por un sujetador de mi madre. Me siento fría como el cristal de un espejo.

Llegué hace tres días del extranjero, que es lo que intento que sea mi casa. Cuando abrí la puerta de su habitación, con el cuerpo flotando en un jet lag y la cabeza esponjosa, encontré a mi madre surfeando en el colchón de una cama ortopédica que la obra social le proveyó. Una medusa. Sus manos como pulpos incompletos. Un vientre inmenso, de ballena. Mi madre flaca. A cuarenta y cinco kilos de morirme yo también digo esto: era mi madre flaca. La que ahí estaba. Boca arriba. En una habitación inundada. Los ojos como almejas. Mi cabeza, arena mojada. «Mamá, soy yo, ya llegué, despertate», le dije. Almejas cerradas. Flotando en un jet lag. ¿Qué pasó con el tiempo? ¿A qué hora de qué día se habría muerto para mí si yo nunca hubiera volado? ¿Qué pasó con el cuerpo?

Pasábamos algunas vacaciones en Las Toninas. Es un lugar recóndito de esta tierra que a nadie puede importarle. Ahora que vivo en el extranjero y no tengo cucharas, puedo comprender que la lejanía de los cubiertos es también aquella que sucede en el espacio que hay entre el primer cajón de la cocina y la mesa del comedor. Ser extranjera es ser una hormiga herida en una pata. En esas playas veraneábamos. Éramos mis hermanas, mi madre y yo. Cuatro mujeres organizadas en dos pares. Réplicas. Réplicas. ¿Por qué de entre todas las que fuimos, me tocó a mí ser como vos? La arena era gruesa, el mar siempre estaba oscuro. Y en la orilla, un cementerio de aguavivas muertas. Aprendí la paradoja de las cosas veraneando. Mi madre nos dijo que muertas ya no picaban, pero de todos modos nos prohibió pisarlas. Otros niños de la playa las destruían con palas y rastrillos de plástico. Desde una distancia de hormiga, recuerdo esa playa como un planeta desierto con islas transparentes y movedizas. Sin niños, sin invasión, sin vida humana. Si me acerco agigantada por la imaginación, veo solo seis aguavivas organizadas en dos triángulos: en el primero, dos para los ojos de mi madre y la otra para su boca. En el triángulo de abajo: sus pechos y su ombligo. Luego pondría una navaja en el primer triángulo desde un punto medio entre dos de las bolsas hacia la tercera, a modo de nariz, el filo. Por fin un collage. Por fin concretando algo de lo plástico. Miro mi obra, me miro: réplicas. Soy igual a mi madre-obra-de-arte y al mismo tiempo asumo que yo soy obra suya. Copias. Réplica mutua. Nunca nos picó ninguna. Mis hermanas y yo éramos excelentes nadadoras y podíamos esquivar cualquier cosa. Además, no nos interesaban los bichos muertos aunque tampoco demasiado los vivos.

Acabo de vaciar la habitación de mi madre. Quedan los muebles, entre ellos, una cama que ni siquiera es nuestra. Llegué hace tres días. Hace cinco, por teléfono, alguna me había dicho: «Te está esperando». Ninguna me dijo que estaba inflada. La otra hermana insinuó que si no me apuraba no llegaba a verla viva. Aguaviva. Sí que la vi. Me estaba esperando a la orilla del mar. Yo era la niña que no fui acercándose con pala y rastrillo para destrozarla. No fui pero vine. No utilicé palas y rastrillos sino jeringas sin aguja. No la destrocé, lo que hice fue matarla.

Entré a su habitación hace tres días y su cuerpo aún estaba vivo. Cuarenta y cinco kilos inflados, ¿en cuánto queda? «Hola, ma, soy yo, ya llegué, despertate». Mi madre no abrió los ojos. Respiraba tan poco que parecía hacerlo por un agujerito, como el que deja una almeja ya escondida en la arena mojada. Entró una de mis hermanas y me dijo: «Ya no habla, hace más de quince días que no dice nada». Horas más tarde la otra agregó: «Está inconsciente. Ni habla ni abre los ojos. Hace más de quince días que no mira nada». Soy yo. Ya llegué. Despertate. Cómo se puede ser tan ridícula. Que no mira nada. Mamá, ¿me queda bien esta pollera? Hermosa. Ridícula. Despertate. La primera de las hermanas me dijo: «Dejá las valijas, ponete cómoda». Creo que la segunda quería agregar: «Sentite como en tu casa». Yo estuve a punto de preguntar si podía tomar algo. Dejé las valijas, me puse cómoda, tomé un vaso de agua en la casa de mi madre, el patio sembrado de jazmines, podada la infancia. La casa de mi madre. Cómo se puede ser tan extranjera, tan… «Yo me tengo que ir a mi casa, hace noches que no duermo allá. ¿Te ocupás vos de ella hoy? A eso viniste, ¿no?». Tan hormiga. Respondí. «Bueno, perfecto, entonces yo también me voy», dijo la segunda. «Vení que te mostramos los medicamentos que le tenés que dar», dijeron. Fuimos a la habitación de mamá. Había cuerpo. Era como una playa. Tan infancia. «Este a las diez. 0,5 mm en esta jeringa. Sabés como cargarla, ¿no? Tirás para arriba y se llena, y después, dentro de su boca, apretás para abajo». Asentí. «Bueno, y este otro y este y este a las once, o sea, una hora después», dijo la segunda. Se despidieron. Quedamos mamá y yo y el espejo de cuerpo entero de su habitación, el mismo en el que me miraba antes de ir a bailar y le preguntaba: «Mamá, de verdad, ¿me queda bien?, ¿no parezco un tanque con esta pollera tan apretada?» Hermosa. Y se echaba el pelo para atrás y ahora sí que recuerdo el brillo. No está solo en la foto. Ahora en mi cabeza esponja también brilla su nariz navaja. Y la frente despejada, y el pelo lacio: réplicas.

A las diez de la noche de hace tres días, le di a mi madre un remedio analgésico. Una hora más tarde cargué tres veces una jeringa de plástico sin aguja para introducirle tres veces líquidos espesos en una garganta silenciada. No sé lo que pasó. A cuarenta y cinco kilos de distancia de ella, que ya es cenizas, puedo decir que no sé más nada. No recuerdo si primero llamé a la ambulancia o a mis hermanas, ni a cuál de las dos. «¿Pero qué pasó?», me gritaban, juntas. Eran una sola esa noche. «Se ahogó». Era todo tan playa… El médico que vino en la ambulancia me dijo: «Probablemente se ahogó. En cualquier caso la causa técnica es un paro cardiorespiratorio». Mi aguaviva ahogada. Mis hermanas idénticas, una sola, me dijeron: «La mataste». Aguaviva muerta, qué dicen, si yo solo vine a cuidarla. La paradoja aprendida en la infancia, a un jet lag de distancia de mi hormiguero, a cuarenta y cinco kilos de nada. Le pedí al médico que no me encubriera. ¿O era cierto que la causa técnica era un paro cardiorespiratorio? «Imbécil, la mataste», dijo mi hermana compactada. Quise acostarme un rato con ella, en la cama ortopédica, en el colchón de agua, quería meterme por su boca como Pinocho, quería cualquier cosa, quería a mi madre, pero no me dejaron. «Nos llevamos ya el cuerpo. Tenemos mucho trabajo». Me echaron de la habitación para envolverla como pescado fresco del día. Cuando volví a entrar estaba sin su cuerpo. Y yo frente al espejo. Réplicas. Solo una. Compactadas.

Tres días después vacío la habitación y soy capaz de guardarme su historia clínica para escribir una novela cuando se licúe mi garganta espesa. Mi hermana doble me dice que a mí no me corresponde nada por no haber estado durante su enfermedad. Pero la otra parte de ella me dice que bueno, que si quiero la ropa les da igual, que eso les sobra, nadie quiere replicarla disfrazándose de madre. Lo que pasa es que a mí ni me hace falta, la réplica está en el cuerpo desnudo, en la navaja volcada desde un tercer ojo, en los cuarenta y cinco kilos de nada. Me quedo con sus botas favoritas. Tengo las rodillas arrugadas, no me reconozco, soy extranjera de mi cuerpo, tengo la pata de una hormiga quebrada.

Regresaré en cuatro días al aeropuerto para coger mi vuelo a Madrid. Cuando llegue, sufriré un nuevo jet lag en los cuarenta y cinco kilos que me separan de la muerte. El jet lag es cuerpo, no tiempo; es importante empezar a dejar las cosas claras. Hay dos cabezas de Medusa en la Cisterna Basílica de Estambul. Réplicas. Iré a verlas cuando pueda empezar a habitar Europa, a tener algo parecido a una casa. Como si fuera a visitar a mi madre. Ahí, estatuas de Medusa sobre el agua. Tan nosotras pero extrañas: cisterna por mar, medusa por aguaviva, piedra por carne. Sí, mamá, te lo dije varias veces esa tarde: era yo, había llegado, quería que te despertaras. Pero te lo repito ahora con palabras diferentes que replican nada: “Ma, soy vos, ya me fui, perdoname”.

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