Cuando tu mejor amigo mata a su hermana y se suicida…

Miguel Ángel Hernández, profesor y escritor. Foto: E. Martínez Bueso.

Miguel Ángel Hernández, profesor y escritor. Foto: E. Martínez Bueso.

Miguel Ángel Hernández, profesor y escritor. Foto: E. Martínez Bueso.

Miguel Ángel Hernández, profesor y escritor. Foto: E. Martínez Bueso.

¿Se puede amar al monstruo?”. Tercera de las entrevistas que hemos preparado en ‘El Asombrario’ para saludar la Feria del Libro de Madrid. En el interior del escritor Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) ha vivido agazapada una historia trágica que sucedió hace más de 20 años: su mejor amigo, en la Nochebuena de 1995, asesinó a sangre fría a su hermana y se suicidó arrojándose por un barranco. Ahora, Hernández ha desenterrado su pasado y todo lo que había construido para escapar de él y muestra en su nueva novela, ‘El dolor de los demás’ (Anagrama), toda la parte oscura, traumática y de sombras que, aparentemente, habitan por debajo de todas las cosas que brillan, de todas las luces que mostramos.

Hernández, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, cree que el arte y la literatura siguen siendo hoy fundamentales “como lugares de resistencia” a la “sobreabundancia de lo idéntico”, como sostiene Byung-Chul Han. “En el tiempo de las certezas superficiales, del hashtag, el titular, las listas y el meme, la literatura es capaz de contarnos un mundo complejo lleno de claroscuros y contradicciones”, dice el autor de Intento de Escapada y El instante de peligro, que suscribe las palabras de Javier Cercas: “La literatura es el arte de la incertidumbre, de generar preguntas que siguen girando constantemente en la cabeza y el cuerpo del lector”.

En el prólogo de ‘Diario de Ithaca’ (Newcastle Ediciones), Sergio del Molino dice que quienes usan la propia vida como materia literaria “son en realidad destructores de sí mismos”. ¿Qué ha recompuesto y qué ha destruido en tu vida la escritura de tu nueva novela, ‘El dolor de los demás’?

Supongo que ha destruido una imagen estereotipada, la imagen que uno crea de modo artificial para enfrentarse al mundo. En la novela he querido ir más allá de esa superficie que construimos y mostrar lo oscuro, lo débil, lo caótico, lo traumático, las sombras que están debajo de todas las luces que enseñamos. No sé si ha recompuesto algo. Quiero creer que sí, pero aún estoy viendo cómo se forma esa figura.

¿Cómo es la soledad y el diálogo con uno mismo cuando se convive más de 20 años con una historia real en la que su mejor amigo, en la Nochebuena de 1995, asesina a su hermana y se suicida arrojándose por un barranco?

Como cuento en el libro, esa historia real estaba sepultada y apenas era un mantra del pasado. O eso es lo que creía, porque al escribirla me di cuenta de que estaba mucho más presente de lo que yo pensaba. La descubrí agazapada. Y no sólo esa historia, sino todo lo que había construido para escapar de ella. Ahí encontré los cimientos cenagosos de un edificio que se hundía y yo no sabía por qué.

¿Quién es uno cuando acaba de escribir un libro que, a priori, no se parece a nada de lo que ha escrito antes, donde se vacía como escritor y donde se regresa a ese espacio incómodo de la huerta donde uno no fue del todo feliz?

Pues paradójicamente uno se da cuenta de que es la misma persona. La que creció en la huerta y la que es profesor de universidad, la que leía libros compulsivamente en su infancia y la que ahora escribe sobre su pasado. Y la misma también que, en el fondo, no ha dejado de contar siempre la misma historia. Porque lo extraño de todo esto es que, aunque parezca que este libro es algo totalmente alejado de lo que he hecho antes, es el libro que estaba debajo de todos, de los cuentos y de las novelas, también de los diarios. De algún modo, evidencia algo que ya latía en Intento de escapada –donde por un momento hay un regreso al pueblo– y sobre todo en los diarios, donde ese reencuentro contradictorio con la huerta también está presente. Por decirlo de un modo claro, creo que es el libro que resume y condensa todo lo que he escrito.

Este es un libro sobre todo de la memoria, donde encontramos las palabras, que dices que siempre fallan, y las imágenes, desde la misma portada…, la memoria, que según Susan Sontag es el único vínculo con los muertos…

Es cierto. Es un libro sobre la memoria, desde el principio. Y sobre las imágenes. Y en este sentido, no deja de ser un libro que sigue siendo muy benjaminiano –incluso más que El instante de peligro–: el pasado se aparece a través de imágenes que desaparecen si uno se siente aludido por ellas. Tanto la noche larga (la parte del pasado), que está creada a través de flashes y recuerdos –proyecciones–, como la parte del presente (la investigación), contada a través de una racionalización de las imágenes (el análisis de las fotografías, de vídeos, de obras de arte…), comparten esa visualidad que intenta mostrar más que contar, consciente precisamente de que hay lugares en los que las palabras no saben cómo entrar. En cierta manera, es la novela de un historiador del arte que se enfrenta a imágenes que no sabe cómo dominar.

Escribir El dolor de los demás ha sido tu manera de buscarte y de encontrarte contigo mismo, de nadar más allá de ese lugar seguro donde uno deja de hacer pie…

Se puede decir que ha sido un reencuentro, sí. Yo lo pienso como un proceso de reclasamiento, de vuelta al origen, de reconciliación. Salí del pasado y aproveché el capital simbólico de la cultura para desclasarme. Tiempo después, me doy cuenta del crimen que he cometido y de la necesidad de regresar a ese origen que, aunque jamás había negado –siempre he estado orgulloso de dónde vengo–, nunca había llegado a habitar del todo.

Las inseguridades, las incertidumbres, las dudas están muy presentes en el proceso de escritura de ‘El dolor de los demás’. “Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado”, escribes. Esas dudas pusieron en peligro en varias ocasiones la finalización y publicación de la novela. ¿Toda obra, como señalas en ‘Intento de escapada’, es una conclusión frustrada?

Creo que es también una novela sobre el fracaso, sobre la duda, sobre todas aquellas cosas que no pueden concluirse, sobre cómo en la vida no siempre se acierta y en ocasiones debemos aprender a lidiar con el naufragio. Escribir es naufragar. En Intento de escapada, Jacobo Montes decía que lo verdaderamente importante de la obra de arte era el proceso de conocimiento, la mirada, lo que se ha visto y sabido, y que la conclusión era tan sólo el resto, lo de menos. De algún modo, en esta novela ocurre algo semejante. Lo importante es el proceso de conocimiento del pasado y del yo que tiene lugar durante la creación de la novela; la conclusión no importa tanto. Porque la conclusión es que algo se ha conocido, aunque sea que la vida está llena de pequeñas certezas, porque las grandes preguntas siempre quedan sin respuesta.

¿Se puede escribir hoy algo desde la seguridad y la certeza plena?

Siguiendo con lo anterior, lo que hace en realidad la novela es aprender a plantear una pregunta que nunca había sabido cómo formular –¿se puede amar al monstruo?–, pero no responderla. En este sentido, comparto mucho las ideas de Javier Cercas sobre la novela moderna como dispositivo que gira en torno a un punto ciego, un no saber, una incertidumbre que la novela nunca responde, sino que ayuda a plantear. La literatura, dice Cercas –y lo suscribo–, es el arte de la incertidumbre, de generar preguntas que siguen girando constantemente en la cabeza y el cuerpo del lector. No resuelve nada. Para eso ya está la industria del entretenimiento, que nos da respuestas enlatadas para todo y, de ese modo, elimina lo más rico que podemos tener: el ansia de saber por nosotros mismos, el deseo de conocer el mundo.

“Escribir el libro sobre la muerte de mis padres me salvó la vida”, puede leerse en un cuadro en el Bar-Merendero El Yeguas con su fotografía. La muerte está muy presente en esta novela. “La muerte reclama su sitio en todo lo que escribo”, señalas. En ‘Diario de Ithaca’ dices que quizá todos morimos un poco cuando hacemos recuento de lo vivido… ¿Qué se muere en un escritor cuando consigue narrar la historia del suicidio de su mejor amigo?

Como digo en la novela, creo que este es un libro luctuoso, un texto de duelo. La muerte de mi amigo, la de su hermana, la muerte de mis padres, la muerte de la huerta, la muerte de mi yo pasado… En realidad, el dolor de los demás es un dolor de pérdida, un duelo. Un duelo también en el sentido de batalla, de combate entre dos contrincantes: la vida y la literatura, la realidad y la palabra. Y esa batalla no es sin daños colaterales. De algún modo, uno queda tocado tras el intento de cercar algo tan terrible con algo tan débil como las palabras. Son una armadura, pero lo real llega y toca el cuerpo. No mata, pero hiere.

¿Te ha sanado interiormente poder contar la historia de Nicolás y Rosi o hay heridas que no se curan nunca?

No me ha sanado interiormente. No me ha curado. No me ha producido ningún tipo de catarsis. Todo lo contrario: lo ha activado todo, ha sacado a la luz cosas que creía ocultas, todos los miedos, todos los llantos. Escribir no siempre salva, a veces también condena. Y en esas estoy. Lo único que sí me ha ocurrido, y es algo que me está pasando ahora, es que la lectura de los demás me está sirviendo de bálsamo. Quizá no cure escribir un libro, pero sí escuchar a un lector decirte que también ha vivido algo parecido, que eso que uno escribe en soledad llega hacia el otro y sirve para conversar. Es la lectura de los demás la que puede salvarnos. Ese es el verdadero sentido de la escritura –del lenguaje–, hablar con los otros.

Estudiaste Historia del Arte influenciado por tu hermano imaginero. Aprendiste Historia del Arte con los libros de Serge Guilbaut. Eres profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, has escrito ensayos sobre arte y el arte atraviesa tus novelas anteriores (‘Intento de escapada’ y ‘El instante de peligro’). ¿En qué nos puede hoy ayudar el arte en un mundo dominado “por la sobreabundancia de lo idéntico”, como señala Byung-Chul Han?

Creo que el arte, como la literatura, hoy siguen siendo fundamentales como lugares de resistencia precisamente a eso que dices, a lo idéntico, a la estandarización del mundo. El problema es buscar dónde se encuentra lo que Brea llamó “el diferendo arte”. Desde luego, no puede crear las mismas imágenes, sino que debe buscar otros modos de ver y conocer a través de lo visible: situarse a contrapelo de los regímenes hegemónicos de visión. Esto pasa tanto por ensayar nuevas fórmulas como por iniciar un proceso de recontextualización y deconstrucción de los modos en los que la imagen funciona hoy, es decir, hackear lo visible para hacernos ver aquello que no vemos. Y lo que ocurre en el arte también sucede en la literatura. Hablábamos antes de la incertidumbre. En el tiempo de las certezas superficiales, del hashtag, el titular, las listas y el meme, la literatura es capaz de contarnos un mundo complejo lleno de claroscuros y contradicciones. Eso es lo que me interesa del arte visual y de la literatura, la capacidad de removernos del asiento, de cambiar nuestro punto de vista sobre las cosas, de inquietarnos. Si nos da lo que queremos, lo que ya vemos, lo que ya sabemos, lo que admitimos como bueno y justo, lo políticamente correcto, lo aceptado por todos, no está cambiando nada. Y en ese sentido, sería mejor callar que contribuir a la repetición de lo mismo.

“Busca la tragedia humana. La más evidente y la más invisible. Esta que nadie quiere mirar. Lo peor está siempre delante de nuestras narices. Recuerda el cuento de Poe: la mejor manera de esconder algo es ponerlo a la vista de todos”, dice Jacobo Montes a Marcos en ‘Intento de escapada’… ¿Todo lo esencial, en verdad, está a la vista?

Lo paradójico de nuestro mundo hipervisible es que las tragedias no están escondidas en un lugar oscuro, sino a la vista de todos. Lo intuyó Michel Foucault cuando hablaba del modelo panóptico: todo está a la vista. Y sin embargo muchas veces no vemos lo que tenemos delante de los ojos. Estamos insensibilizados ante el dolor de los demás –como sugiere Susan Sontag en el libro que inspira el título de mi novela–. Nuestra mirada es siempre focalizadora: dirigimos el enfoque hacia donde nos interesa y dejamos el resto en un difuminado, en un murmullo o en un fuera de campo. Vemos sólo lo que queremos ver. Sabemos sólo lo que queremos saber. Es el filtro-burbuja, una especie de algoritmo que vuelve invisible ante nuestra mirada aquello que nos perturbaría y pondría en peligro nuestro rol fundamental de consumidores que hacen funcionar la maquinaria del sistema. Creo que la literatura tiene la capacidad de abrir una pequeña grieta en esa burbuja. Muy pequeña, mínima, apenas perceptible, pero por ahí entra un destello de eso que no se quiere ver, que no se quiere mirar, que no se quiere saber –porque, en el fondo, no se quiere sentir, porque nos amenaza, porque nos desestructura–. De nuevo: la incertidumbre, la incomodidad, la sensación de que el mundo no puede ser atrapado por un filtro de Instagram. El resto es ruido.

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