Mirón y los testículos, cascabeles en movimiento

Discóbolo. Fotografía realizada en Berlín en 1910.

Discóbolo. Fotografía realizada en Berlín en 1910.

El periodista y comisario de arte Mario Suárez llega hoy a ‘TEXTOSterona’, la serie de relatos de este verano en ‘El Asombrario’ dedicada al cuerpo masculino, con una mirada a la Grecia clásica y al Discóbolo.

Por MARIO SUÁREZ

Eran como cascabeles. Casi parecían sonar al andar. Jugueteaban con el movimiento y parecían sentirse impunes con el movimiento. La primera vez que alguien visualiza el cuerpo de un hombre desnudo dirige la mirada hacia ellos. Hacia los testículos. La identificación de los cascabeles con el órgano genital masculino es más que una sonrisa o un deseo al verlos, es incluso una metáfora poética. En el Renacimiento y en el Siglo de Oro eran muchos los chistes y relatos populares que emparejaban a los testículos con este instrumento diminuto, incluso Lorca los nombró así en su obra El Público. Ay cascabeles, ay testículos.

El desnudo masculino no es baladí de leyendas. Es algo muy serio, aunque lo hayamos dejado aparcado y oculto –como los testículos– tras el halo de masculinidad imperante del último siglo. Ya podríamos haber nacido todos hace 2.000 años. Nos hubiéramos hartado de ver cuerpos masculinos desnudos en las bibliotecas, en los organismos oficiales y hasta en los mercados.

Siempre quise ser como Mirón, el artista griego del siglo II que cincelaba líneas de desnudos de jóvenes efebos a discreción. Pero no por esculpir testículos –o cascabeles– sino por ser presente de la vida de un joven que superó la fama de su propio creador pese a haber surgido de sus manos. El Discóbolo le acuñaron. Famosa escultura griega que el de Eléuteras –así llamaban a Mirón– realizó en el año 455 a.C., y que fue una de las primeras que captaba el movimiento de modo perfecto, en el instante anterior al lanzamiento. El Discóbolo se entroncaba con la curva, y de la curva iba hacia el deseo y, de ahí, regresaba otra vez a la curva, esta vez de lo erótico. ¿Quién era este armonioso atleta que lanzaba un disco con pulcritud bélica? ¿Qué sujeto posó o se escondía de la mirada del artista? ¿Por qué estaba desnudo? Las leyendas dicen que era un amante de Apolo, el héroe Hyakinthos, conocido como Jacinto, muerto por el dios de forma involuntaria precisamente con un disco. De ese trágico fallecimiento surgieron leyendas que traspasaron lo erótico, pues dicen que de esa sangre creció la flor morada que lleva su nombre, el jacinto.

Imagino a Jacinto voluntarioso y discreto. Divinizado por armadores y esclavos. Espontáneo en movimientos y perspicaz en pose adulta. Sereno. Bello. Sabiéndose erotizado y discreto. Desnudo, pero con ropa. Un Johnny Rapid de hace más de dos milenios. Jacinto, hijo de Clío y Píero, rey de Macedonia y de Esparta. Amado de dioses y recibí de poetas y artistas. Mozart le recuperó para una ópera en el siglo XVIII, Apollo et Hyacinthus; y Giambattista Tiépolo le reinterpretó en su pintura. Ay Jacinto, si Jake Jaxson te hubiera cazado en alguna cuenta de Instagram, serías uno de sus nuevos chicos del siglo XXI. Con cascabeles o sin ellos. Pero desnudo.

Tu historia continuó siglos después, con surrealismo de por medio. Como El atleta cósmico te reinterpretó Salvador Dalí. Cierta imagen que una España franquista eligió para representar a España en los Juegos Olímpicos de México en 1968. Paradojas del desnudo, del deporte o de la propia dictadura. Un hombre sin ropa, amado y asesinado por otro hombre, siendo la bandera de un país que encarcelaba a semejantes. La propia Historia quiso que, finalmente, el dictador no soltara un duro por el cuadro y terminases en el despacho de un príncipe español que aspiraba a reinar casi una década después. Ay Jacinto, ay atleta cósmico, ay de tus curvas perfumadas.

Mirón supo bien sonrosarte las mejillas. Descubrió tu figura y la lanzó a los libros de estudiantes. El artista bien sabía de bronces y de atletas. Quizá fue Agéladas de Argos el que le mostró el buen oficio de la fundición y el lascivo ojo. Pero su tino con el movimiento de los cuerpos desnudos fue panacea y punta de lanza de un nuevo tipo de escultura. La perfección diligente de la curva en los deportistas. Un voyeur con pista limpia para perfeccionar la escultura o para resurgir volúmenes esbeltos del bronce. Las tensiones y distensiones de piernas, brazos y glúteos, la díscola velocidad inmovilizada en metal, como si hoy Colby Keller quisiera perpetuarse imitando sus gestos. Su lanzador de disco estaba mutando, pero también mostraba la belleza del cuerpo masculino cincelado con verso. Al igual que su obra Marsias, una escultura donde otro bello hombre desnudo mira a una Atenea inmóvil. Marsias permanece cauto, alejado de ella, quiere observar a la diosa, pero, a veces, quiere mirarse al suelo, como si hubiera alguien allí postrado, mostrándose entregado a su placer y al de su cuerpo.

Mirón era clásico y es contemporáneo, es maestro y aprendiz de erotismo. Luego vinieron el victorioso atleta Timantes o Licino, todos con gesto y silueta, con movimiento y pausa a la vez. Y todos desnudos. Es la belleza de esa Grecia que hoy todavía inspira incluso en actitud y raciocinio. Es la erotizante pose de Jacinto, de su rostro impasible y sus oblicuos perfectos. Porque en el desnudo, y por consiguiente en el sexo, no todo es pensamiento e ideas como hizo Lucian Freud o Jenny Saville, con la belleza, si se puede, se juega. Y que suenen los cascabeles.

***

Mario Suárez es periodista especializado en arte y estilos de vida, y comisario de arte a través de Gunter Gallery. Es autor de libros como ‘Ilustradores españoles’ y, recientemente, ‘Hola, cáncer’ (Lunwerg), un relato en positivo sobre su experiencia de cáncer testicular.

La revista TEXTOSterona coordinada por Alexis W. se puede adquirir en la galeríaMad is Mad y la librería Berkana en Madrid y en BIBLI en Santa Cruz de Tenerife.

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