Noche febril en el convento

Foto: Pixabay.

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“Me arde la piel”. La hermana Clara tiene fiebre. La hermana Eva ha de atenderla y animarla. Llegamos a la entrega 18 de nuestros ‘Relatos de Agosto’ en torno al deseo, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

Por MARIBEL MARTÍN 

Hoy tienes que dar la respuesta: te quedas o te vas. Un año probando intramuros para decidirlo, un año con toca, un año esforzándote por caminar despacio. Ayer en el desayuno, sólo hace veinticuatro horas, tú sabías que te querías marchar.

Todos los días de este último año te han recordado que hay que caminar despacio, al principio preguntabas por qué, siempre has caminado deprisa. Las monjas caminan despacio como si la prisa no fuera con su Dios, que hace crecer los bosques lentamente. La prisa es de los humanos, de los que los talan. Tú has de ir despacio porque eso es de Dios: “Eva, despacio: camina despacio, come despacio, bebe despacio”.

Sois doce monjas, sólo doce, todas muy mayores, la más joven es la hermana Clara, y aun así es, por lo menos, quince años mayor que tú, pero no es vieja. Tienes 17 años. Tú eres muy joven. Ella tiene algo de saber, de pisar firme y a la vez dulce. Algo de su mirada te atrae.

Las otras hermanas dan pasitos cortos, algunas porque ya no los pueden dar largos.

La madre superiora aparece por los pasillos cuando menos lo esperas; “¿lo verá todo?”, te preguntas a menudo. Es grande, como lo son las pilistras que adornan las largas galerías, como grandes y antiguas son las baldosas y las enormes cristaleras. Es un convento muy grande y sin embargo sientes que siempre hay unos ojos detrás de ti. Sólo el pasillo a la enfermería es estrecho y solitario. No suele estar iluminado; el resto está invadido por once monjas.

En sólo diez minutos os reuniréis en el refectorio y, tras desayunar, les dirás si te quedas o te vas. Hasta ayer pensabas que si no habías aprendido a caminar despacio en un año, ya no ibas a aprender.

En el refectorio no se oye más que la voz de una hermana leyendo Textos Sagrados y alguna cucharilla removiendo el café; cuando esto sucede, la madre superiora dirige la mirada a la cucharilla y pareciera que la aleación con la que está hecha se fundiera. El silencio vuelve, nadie diría que hay personas allí comiendo. Al terminar el desayuno se reparten las tareas. A ti te gusta la huerta y suelen dejar que te ocupes de ella. En agosto, cuando los tomates y los pimientos y todas las hortalizas estaban dando sus frutos, la hermana Clara y tú compartisteis el trabajo y pasasteis luego hermosas tardes en la cocina hirviendo los botes para las conservas.

 

Clara aparecía después del descanso de la comida con un gesto alegre en todo el cuerpo. Se arremangaba despacio mientras preguntaba:

—¿Qué vamos a hacer hoy? —y sonreía con su mirada y también con su boca, que era bonita. Y continuaba— Y, ¿cómo son las conservas de tomate?

Y tú dudabas y no sabías si hacer conservas de tomate o de berenjena y terminabais contentas las dos, riendo bajito sin mucho motivo. Bajito como los niños cuando ocultan a los adultos algunos de sus juegos.

Ayer, al terminar el desayuno, la madre superiora te pidió que fueras a la enfermería porque la hermana Clara estaba resfriada y necesitaba cuidados. Fuiste deprisa y no había prisa. Fuiste deprisa y nerviosa, ¿por qué nerviosa?, no lo sabías ayer.

Atravesaste el pasillo poco iluminado y estrecho que lleva a la enfermería sin encontrarte con nadie y abriste la puerta, entraste y la cerraste tras de ti, sabes que deprisa y haciendo mucho ruido (en ese lugar, si uno se esmera puede llegar a escuchar crecer a las pilistras). Las tres primeras camas estaban vacías y las cortinas que podían echarse para preservar la intimidad entre una y otra estaban descorridas. Sólo al fondo había una cortina echada y ocultaba una cama.

—¿Quién es? —preguntó la hermana Clara.

—Soy la hermana Eva.

—Eva, acércate, por favor.

Te quedaste parada. Te había llamado Eva. No dijo “hermana Eva”. Dijo “Acércate, Eva”.

No pensaste más, pasaste de largo las camas vacías y te acercaste. Descorriste su cortina un poco, lo justo para pasar la cabeza y el cuerpo, parecía tan tonto quedarse así, diste un paso adelante y te acercaste a la cama.

—¿Cómo estás, hermana Clara?

—Me arde la piel. Creo que tengo fiebre.

Era la primera vez que la veías sin toca. Tenía el pelo negro. Muy rizado y largo. Asalvajado. Tenía un pelo deprisa. La toca es despacio, su pelo es deprisa. Tú entiendes.

Deprisa fue su mirada, deprisa fue su mano cogiendo la tuya y llevándola a su frente, deprisa fueron sus ojos a tus ojos y despacio fue todo lo demás. Deprisa fue lo humano, despacio fue lo de Dios.

Despacio acercó su mano a tus labios y besó tus dedos y muy despacio pasó su lengua entre ellos y, muy despacio ya, te miró y deprisa se movió en la cama para hacerte sitio y despacio te sentaste a su lado y la miraste, su boca, su sonrisa. No hubo nada deprisa en aquella cama, a partir de ese momento todo fue despacio: despacio sus manos acariciaron tu cintura y sus brazos te atrajeron hacia ella y muy despacio, no sabes cómo, te quitó los zapatos que hicieron ruido al caer, lo humano siempre hace ruido al caer. Sus manos sobre tus pies dejaron de hacer ruido y siguieron subiendo por tus piernas, acariciándote silenciosas y retiraron tus bragas y te tocaron con suavidad y tus manos respondieron con un eco, haciendo exactamente lo mismo que ella hacía. Todo en silencio, algún pequeño ruidito que se os escapaba sin quererlo fue acallado con vuestros labios. Con Clara todo fue despacio. Tú nerviosa, pero ella te sostuvo hasta llegar a un orgasmo en que todo fue despacio y deprisa a la vez, de los hombres y de Dios. Las dos sonreíais.

Clara se quedó dormida. Tú te levantaste y estuviste por la enfermería hasta que a la hora de la comida vinieron a relevarte y te dirigiste al refectorio. Al llegar, la madre superiora te preguntó por la hermana Clara. Le dijiste que tenía un poco de fiebre.

Has pasado la noche soñando con Clara, con silencios y ruidos, con puertas que se abren y se cierran, con manos que te tocan y tocas que se caen, con un río que discurre y en el que te bañas que luego es un orgasmo de alguien a quien no conoces, y sonríes. La noche ha sido febril.

Tras el desayuno anunciarás tu decisión de irte o quedarte. Te preguntas cómo será permanecer intramuros y sonríes en silencio mientras caminas hacia el refectorio despacio.

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Comentarios

  • Susana

    Por Susana, el 25 agosto 2018

    Delicioso relato. Me ha encantado ese deprisa, despacio…y muy bien reflejado el clima de convento, las sensaciones, la vida intramuros, solo con unas pocas pinceladas la autora nos abre los sentidos a lo que es estar ahí dentro. Y todo culmina en un erotismo fantástico, esa mezcla entre lo prohibido, lo secreto, con lo que es de Dios y de los humanos. Felicidades por lo bien escrito que está y gracias por lo que me ha hecho disfrutar con su lectura.

  • Juanma

    Por Juanma, el 25 agosto 2018

    Como siempre que leo algo de Maribel me asombra. Su forma de escribir y lo que transmite, tan sencillo y al tiempo descriptivo. Creo que el escritor que consigue transmitir es aquel que tiene cierta facilidad de palabra y de ideas y asi te transporta al escenario imaginario descrito. Esto, en mi modesta opinión, no es fácil y Maribel lo posee.

  • Javier

    Por Javier, el 26 agosto 2018

    Simplemente genial y con un toque de sensualidad perfecto.

  • MARTA

    Por MARTA, el 15 septiembre 2018

    Me ha atrapado y me he quedado con ganas de más. Simplemente genial!

  • Elisabet

    Por Elisabet, el 07 diciembre 2020

    Muy bueno, corto y relato sensual. Fantástica descripción

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