Pablo Simonetti, las novelas que surgen de un jardín

El escritor Pablo Simonetti.

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El escritor Pablo Simonetti.

Semana Santa triste en Madrid, con la bárbara tala en el Paseo del Prado, que responde bien a la falta de entendimiento con los árboles en este país, algo a menudo denunciado desde ‘El Asombrario’. Frente al vandalismo avalado por las autoridades, hoy traemos aquí un libro de exquisita sensibilidad, la nueva novela del escritor chileno Pablo Simonetti, ‘jardín’ (Alfaguara), que subraya cómo la naturaleza y las plantas dan contenido e identidad a nuestras vidas. Nos contesta el autor desde Chile.

‘jardín’ vuelve a tocar, como en tu anterior novela, ‘La soberbia juventud’, sobre la que te hice otra entrevista para ‘El Asombrario’, el ‘peso’ de la familia, y aquí, de una manera muy destacada, la rivalidad entre hermanos. ¿Es así también en la vida de Pablo Simonetti?, ¿tiene algo que ver con tus experiencias personales?

Es algo que me ha tocado experimentar en carne propia, en especial con mis hermanos hombres. Ya es cosa del pasado. Hoy no nos regimos por la mecánica de poder y abuso que imperaba cuando éramos niños, no nos comportamos como hijos en competencia por la unción, el amor y el beneplácito de nuestros padres. La clave ha sido no inmiscuirnos en la vida del otro, para así preservar el cariño y la solidaridad. Pero en la novela claramente la rivalidad entre hermanos tiene un valor metafórico, pues habla de un problema que suele soslayarse en las relaciones familiares: la distribución y el ejercicio del poder. Estructuras sociales como el machismo y la homofobia influyeron durante siglos en cómo se configuraba ese poder, pero no porque estén amainando estas amenazas en algunas sociedades debemos ir por la vida como unos cándidos pensando que en la familia lo único que prima son los sentimientos. Quién no ha padecido la preferencia de un padre o una madre por uno de sus hermanos, o diferencias en el trato que te hacen sentir humillado.

Pero frente a lo que sucedía en décadas pasadas, ¿no crees que el influjo familiar se ha diluido hoy día en las sociedades occidentales gracias a la mayor diversidad de tipos de familia, y ha impulsado otras relaciones, como los amigos o las redes sociales por Internet…?

Soy de la creencia de que uno jamás escapa a las fronteras de la familia, como dice el narrador de jardín. Son fronteras ubicuas, siempre perfilándose en las diferentes caras de nuestras vidas, por más alejadas que estén de nuestro quehacer familiar. Es una patria que va con nosotros, una reina asentada en nuestro inconsciente con un aplomo invencible.

También vuelve a salir en este libro el no asumir con normalidad al gay, al hijo gay, al hermano gay… ¿Cómo ves este asunto en Chile, en Latinoamérica? ¿Ves diferencias entre Latinoamérica y Europa en este asunto?

Me parece que España ha avanzado muchísimo en estos temas, y no me refiero solo a los avances legales, sino también al reconocimiento y el respeto hacia la comunidad LGBTI. Los niveles de aceptación son altísimos, en las encuestas y en la calle. No así en Sudamérica. Hay mayor apertura, es cierto; en Chile acabamos de aprobar una ley de unión civil que respeta la dignidad familiar de las parejas, pero todavía hay impedimentos para que las personas LGBTI sean aceptadas en sus familias y comunidades. Es cosa de pensar la poca o nula participación de personas LGBTI en cargos de importancia, sean públicos o privados. Es cosa de pensar en que ser mujer o gay, y para qué decir lesbiana, significa que no tengas el mismo grado de autoridad sobre los destinos de tu familia, como sucede en jardín.

Pero, sobre todo, ‘jardín’ habla de la vejez y de la importancia del arraigo a aquello que ha dado identidad a una vida. Aquí, una casa, y sobre todo, un jardín. ¿Sientes tú también ese apego a las cosas, a los sitios, a las casas, a los paisajes de tu niñez y tu adolescencia?

Tengo sentido del arraigo, no me resulta fácil mudarme, ni viajar; si me puedo quedar donde estoy, me quedo, quiero ciertos lugares de manera especial, soy amigo de la rutina, pero diría que soy un tipo que está en la media, no vivo aferrado desesperadamente ni a las cosas ni a los lugares ni a los horarios. Pero sí creo que el arraigo va tomando fuerza con el paso de los años. Cuando llegas a la vejez, los lugares que has colonizado pasan a tener una importancia mayor. Sobre todo cuando se trata de un lugar como es el jardín de Luisa Barbaglia. Ese lugar es casi todo para ella: rutina, compañía, memoria, símbolo, pertenencia. Ese jardín es nada menos que la identidad de Luisa. Sacarla de ahí es arrebatarle el resto de sentido que tiene la vida para ella.

¿Tienes recuerdos de niñez que te hayan sido arrancados de una manera contundente, de raíz; como hace la retro-excavadora en tu novela con el tulipero?

Bueno, la novela tiene una raíz autobiográfica. La casa de mi infancia fue primero comprada por una empresa inmobiliaria, mientras mi madre estaba viva, y mucho tiempo después fue echada abajo. Y por supuesto que mi madre era una mujer que amaba las plantas. Trabajó como paisajista, escribió libros de jardinería y cultivaba un bello jardín. A todos nos arrebatan nuestra memoria de una manera o de otra, pero en Chile padecemos de una suerte de enfermedad, porque escasea en nuestras vidas y en nuestras instituciones el sentido de la conservación. Los barrios desaparecen, nada de ese estilo de vida, de esa visión de mundo permanece en pie para recordar cómo se constituyó el barrio, cuáles eran las costumbres de la época, nada sobrevive. La especulación inmobiliaria campea y su afán de obtener utilidades se superpone al deseo de las personas de tener una vida de dimensiones humanas. Si vas a Santiago, verás edificios de cristal por todas partes, pero no verás esos bellos barrios que crecieron casa a casa, como una red invisible de relaciones personales, durante los años 30, 40 y 50 del siglo pasado. Si vas a Santiago, comerás bien y te quedarás en un hotel muy cómodo, pero te costará encontrar un museo decente o algún edificio antiguo de arquitectura valiosa. Un amigo mío llama a este problema «la enfermedad de terremoto». Asolados por estas catástrofes, que hasta principios de 1900 lo tiraban todo abajo con regularidad, nos acostumbramos al despojo, aun cuando hoy los terremotos ya no lo destruyen todo. También es una enfermedad de país joven, sin conciencia del valor histórico de las cosas.

Ese jardín simboliza todo para la familia: el padre, la madre, la historia de la familia, la crianza de los hijos… Lo veo en un plano protagonista en el argumento como en ‘El jardín de los cerezos’, de Chéjov… ¿Realmente sientes las plantas, los jardines, la naturaleza así, tan importantes para darnos sentido, significado, contenido, identidad?

El jardín de los cerezos tuvo responsabilidad en la concepción de la novela. Un amigo fue a ver una puesta en escena y la comentamos. La idea me quedó dando vueltas y se unió con la noticia que había recibido de que estaban demoliendo la casa familiar. Pero en la obra de Chéjov, a pesar del valor simbólico que tiene el jardín para la familia, su pérdida se debe a la indolencia de una clase que prefiere morir con un vaso de champán en la mano y la sonrisa en la boca antes que hacer el trabajo que se requiere para salvar ese lugar tan bello. Para mí, Chéjov deseaba mostrar que la aristocracia ya no era capaz de salvar a Rusia. En jardín es distinto: las relaciones que se dan entre los hermanos tienen mayor cercanía argumental con el Rey Lear. Es una novela sobre la valía que le damos a las cosas, y a las personas a través de esas cosas. Cómo dos hermanos pueden ver de manera tan diferente a una madre, a un lugar y un pasado en común.

¿Te duele cómo maltratamos la naturaleza?

Me duele más que haya tantísima gente que no tenga conciencia de la naturaleza que nos rodea. La naturaleza vista como un lienzo, como un mero lugar de recreación. Muchos no experimentan el gozo de sentirse parte de esa naturaleza. La usan, no la componen. No quiero aburrirte, porque esto da para una novela. Yo ya escribí una sobre el tema, La barrera del pudor. Una imagen que ejemplifica ese horror: el parque de atracciones en medio de la Casa de Campo.

El escritor Pablo Simonetti.

El escritor Pablo Simonetti.

Dime tus plantas, tus flores favoritas, tus paisajes, tus hábitats predilectos… ¿Frecuentas el contacto con la naturaleza?

Tengo una casa situada en unos cerros costeros, a dos horas de Santiago. Todavía es un lugar agreste, con mucha fauna y flora nativa, cerros verdes, alimentados por la neblina que viene del mar. Me gusta salir a caminar por los cerros, conocer su geología, su clima, su topografía, su vegetación y sus animales. He aprendido a reconocer a los pájaros por su canto, a los árboles por sus troncos. En ese lugar también cultivo un jardín, que recorro cada día siguiendo sus cambios. Ese jardín es donde escribo. Puedo pasar mucho tiempo solo y no me importa, porque me siento acompañado.

Elígeme tres lugares: uno para vivir ahora mismo, otro para retirarse a descansar de vacaciones y otro para retirarse ya de mayor…

Cuando más leo y más escribo es durante mis vacaciones, unos tres meses al año en que me libero del resto de mis compromisos, que son muchos y me distraen. Esa temporada de retiro y de trabajo me gusta pasarla en mi casa de los cerros. Ahí he escrito todas mis novelas. Si se trata de elegir una ciudad, me gustaría vivir por un tiempo en Madrid, y no lo digo de zalamero. Es una ciudad amable, atractiva, con las calles llenas de gente, con cosas para hacer todos los días. Aquí he hecho grandes amigos, se puede ir a pie casi a todos lados, tiene buen aire, buen agua, bellos cielos, un clima parecido al de Santiago. Y es una ciudad muy literaria en muchos sentidos. De mayor, quisiera que la salud me acompañara para tener la libertad de vivir donde me diera la gana, ojalá en la casa de los cerros, sin estar pendiente de que haya una clínica cerca ni menos en un posible encierro en un hogar de ancianos.

El libro está bellamente ilustrado con flores. Cuéntanos algo de estos detalles que aportan un valor extra a tus palabras. ¿Por qué?, ¿de quién fue la idea de añadir estos dibujos?, ¿quién es el autor?

Se me ocurrió a mí, pero no fue una idea difícil de concebir. Mi novio, José Pedro Godoy, es un pintor que hace de la naturaleza parte fundamental de su mundo imaginario. Es un gran pintor de flores y de follaje, como ningún otro de su generación. Ha estado en Arco por primera vez y su estilo neobarroco despertó gran interés. Le pedí si podía hacer ilustraciones inspiradas en las flores de las plantas que heredé de mi madre. Y las hizo con tanta sensibilidad que fue capaz de representar la belleza de esas flores y, al mismo tiempo, la tristeza de la pérdida. Son flores que están de luto.

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