Philip Larkin y los mecanismos comerciales de la memoria

Philip Larkin

Philip Larkin.

Philip Larkin encarnaba a la perfección todos los clichés de la Inglaterra tradicional y ese es un espejo de tranquilizadoras fantasías en el que al británico medio le gusta mucho verse reflejado.

POR ÍÑIGO F. LOMANA

La reputación de un escritor suele ingresar tras su muerte en un ciclo compuesto por tres consecutivas etapas. La Fase de la Inconsolable Gratitud, la primera de ellas, tiene lugar en los meses inmediatamente posteriores al fallecimiento. La prensa se llena de comentarios indulgentes y semblanzas exculpatorias. Todo está inundado por un sentimentalismo infantil y la pena tiende a expresarse con tanta histeria que a menudo logra ahuyentar cualquier muestra de inteligencia. Cuando las emociones se atemperan y las ediciones se van agotando, da comienzo la Fase de la Oscura Prevalencia. Mientras la industria toma aire para su siguiente sprint, los escritores aguardan su resurrección en un purgatorio de olvido del que muchas carreras literarias no logran escapar nunca.

Algunas otras, sin embargo, pasan a la Fase de la Gran Reevaluación. Llega entonces el momento estelar de los merodeadores de campus y los cazarrecompensas biográficos; el instante en el que los eruditos se arremangan frente la ciénaga de lo inconfesable y, antes de hundir sus manos en ella, mueven sus diez deditos con sádica excitación. Los diarios del autor son esquilmados, sus cartas sometidas a un despiadado escrutinio y sus amigos de la infancia cruelmente chantajeados. No suele ser necesario escarbar mucho para dar con alguna terrible adicción, algún capricho sexual muy especializado o una pulsión ideológica totalitaria −la trilogía de las fijaciones burguesas modernas−. Después de localizar estos pasajes incriminatorios, sólo queda exagerar su relevancia hasta que adquieran proporciones grotescas y esperar a que la opinión pública adopte ante ellos un tono de escandalizada reprobación. Como es lógico, todo esto producirá una fuerte compulsión libresca que será, a su vez, sabiamente estimulada con un no menos intenso frenesí editorial.

El poeta inglés Philip Larkin (1922-1985) lleva un par de décadas estancado en la etapa de la casquería íntima y el lector español ha tenido la mala fortuna de descubrir su obra justo en el apogeo de esta guerra de insidias. Hasta que los biógrafos se pusieron a hurgar en su existencia, Larkin ocupaba en el imaginario británico un lugar bastante modesto. Poco más se sabía de él salvo que vivió treinta años en Hull (algo así como ser desterrado al Kolimá de la campiña inglesa), que comenzó a escribir poesía después de fracasar como novelista y que trabajó toda su vida como bibliotecario en la universidad, uno de los pocos oficios en el que tanto su asombrosa falta de carisma como su tartamudez podían pasar desapercibidas. Fue célebre, al menos en la medida en que un huraño poeta de provincias puede llegar a serlo, y consiguió encontrar un público relativamente amplio para un universo poético tan desolado que podía producir por sí solo el colapso del sistema de salud mental inglés.

Aunque había en su obra abundantes indicios de que nos encontrábamos ante un monumental cascarrabias (una sexualidad resignada y rancia, un descomunal odio a los niños y una marcada tendencia a regodearse en la senilidad y la vejez), los lectores ingleses decidieron hacer la vista gorda a estas alarmantes señales y se decantaron por mostrar un respeto unánime hacia quien consideraban el poeta más importante de su posguerra. Al fin y al cabo, Larkin encarnaba a la perfección todos los clichés de la Inglaterra tradicional y ese es un espejo de tranquilizadoras fantasías en el que al británico medio le gusta mucho verse reflejado. Nadie se podía imaginar que iba a ser precisamente él quien pusiera en evidencia el reverso tenebroso que se esconde tras esa utopía de tweed y prados húmedos.

Con la publicación a finales de los noventa de su correspondencia privada se dio el primer zarpazo a la reputación del poeta. La versatilidad para la difamación y el insulto que Larkin exhibe en esas cartas hace que a su lado Nigel Farage parezca un sensato centrista. Entre las muchas barbaridades que podían encontrarse allí había exuberantes muestras de homofobia (“¿sabías que Auden ha tenido una fisura anal después de ser sodomizado por un marinero y que ese es el origen de su Carta a una herida? Hay personas que le quitan todo el romanticismo a la vida”), desenfrenadas diatribas racistas (“he oído que uno de cada ocho niños es de padres inmigrantes. No debería extrañarnos que en cincuenta años esto sea como vivir en la maldita India, con tigres y elefantes paseándose por las calles”) y delirantes fanfarronadas políticas (“todos estos comunistas holgazanes lo único que quieren es un salario semanal de cincuenta libras en lugar de una patada en el culo QUE ES LO QUE YO LES DARÍA”). El rostro que el poeta empezaba a enseñar estaba en franca contradicción con todo lo que sus lectores pensaban de él. En los círculos más precavidos de la Inglaterra culta empezó a cundir el pánico ante la posibilidad de que el ermitaño de Hull fuera en realidad un atroz aguafiestas.

Fue en este clima de irritada circunspección en el que apareció, muy poco tiempo después que el epistolario, la primera de las tres biografías que se han escrito sobre Larkin (Philip Larkin, A Writer’s Life). Su autor −el también escritor Andrew Motion− había sido íntimo amigo del poeta y, tras su muerte, fue nombrado albacea de su legado literario. Desde ese instante tuvo acceso completo a los documentos y propiedades del autor, lo que le situó en una posición inmejorable para urdir contra él la más ruin de las traiciones. Cuando murió Ted Hughes, Motion fue el candidato de Tony Blair para ocupar el puesto de Poeta Laureado. La prensa especializada solía referirse a él como “la apuesta sin riesgos”. Se imaginan el tipo de persona, ¿verdad? Sosegada, rigurosa, viperina… La pregunta es, ¿quién querría tener a un cotilla tan turbio como este revolviendo en sus cajones? Al poco de que Motion empezara sus pesquisas biográficas, apareció entre los objetos personales de Larkin algo que cambiaría el rumbo de la investigación: una estatuilla articulada de Adolf Hitler. Las alarmas se dispararon entre los eruditos: ¿estaríamos en presencia de otro siniestro colaboracionista? ¿Sería posible activar de nuevo la centrifugadora de los lugares comunes? Ni siquiera Motion podía creerse la suerte que tenía.

La figurita de Hitler era, al parecer, un regalo que su padre le había hecho al poeta a mediados de los años treinta. Su hallazgo hizo que se rastrearan a conciencia las afinidades políticas de Sidney Larkin. Pronto pudo saberse que durante su etapa como tesorero en el Ayuntamiento de Coventry había sido un ferviente admirador del Führer y que, acompañado de su hijo Philip, visitó la Alemania nazi en un par de ocasiones. Podemos imaginarnos la excitación del biógrafo ante semejantes revelaciones. No sólo acababa de descubrir una trama con enormes posibilidades comerciales, sino también una rica veta interpretativa gracias a la cual podría reducir a un solo factor causal la inmensa complejidad de una vida. Con una frialdad malintencionada, Motion nos propone que usemos las simpatías ideológicas del padre de Larkin tanto para comprender la poética de su hijo, como para explicar los diversos disparates en los que incurrió éste a lo largo de su vida (desde su apoyo a Franco en 1937 hasta su fanático thatcherismo en los ochenta). El carácter repulsivo del universo mental de Larkin no nos debe hacer pasar por alto que el método empleado por su biógrafo para reconstruirlo oscila entre lo grotesco y lo pueril.

En este revoltijo de chismes no podían faltar tampoco las tradicionales insinuaciones de homosexualidad. Motion jugaba aquí con cierta ventaja, ya que Larkin estudió en Oxford y todos sabemos que el homoerotismo de college es, junto a la fe en el rigor de su sistema postal, una de las alucinaciones colectivas más arraigadas en la psique británica. Con todo, el biógrafo se cuida mucho de adoptar ante este tema una actitud de abierto reproche. En realidad lo único que le interesa es encontrar algo con lo que justificar el repertorio de clichés psicoanalíticos con el que nos tortura a lo largo de todo el libro. Sus esfuerzos por crear una polémica de índole sexual son muy débiles y las pruebas que nos presenta para apoyar sus acusaciones resultan muy poco concluyentes (“Philip vestía a menudo lazos, pantalones de pana verde y chalecos”). Más convincentes resultan sus afirmaciones sobre la adicción de Larkin a la pornografía. Pero cuando Motion presenta este nuevo cargo, los lectores están ya demasiado saturados como para escandalizarse. ¿A quién puede importarle a esas alturas que un homosexual reprimido, misógino, racista y filonazi coleccione revistas picantes en su desván?

Está claro que la “Gran Reevaluación” de Larkin ha sido una de las más exitosas de los últimos tiempos. Gracias al vudú biográfico de Motion, este bibliotecario alopécico con claros síntomas de asperger se ha convertido en una pequeña sensación para los adeptos al chismorreo literario. Tal vez, algún día, alguien llegue también a interesarse por su poesía. Y si hay mucha suerte, quizá ese lector pueda prescindir del increíble montón de sandeces que se han dicho sobre el autor. Solo así podrá evitar que se siga repitiendo uno de los más dañinos clichés de nuestro tiempo: aquel según el cual el arte no es más que un circo de la singularidad.

Íñigo F. Lomana (Madrid, 1975) es crítico literario. Ha trabajado como investigador y profesor en el Departamento de Literatura Inglesa de la UCM. Escribe también en El estado mental.

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Comentarios

  • Guille

    Por Guille, el 06 enero 2016

    cualquiera podría ver a Motion ‘stumbling up the breathless stair /to burst into fulfillment’s desolate attic.’

    Larkin es una maravilla. Lo que deberían enseñarnos en la escuela y en la universidad es a separar el autor de la obra.

  • geat68

    Por geat68, el 07 enero 2016

    La belleza de la poesía de Larkin está en su ritmo más allá de que fuera un triste empedernido, que sin duda lo era. El autor del artículo cae en la falacia ad hominem al igualar la poesía y el poeta en la figura de Larkin porque Larkin sin duda huía de sí mismo y de la sociedad a través de su poesía.

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