Prohibido acercarse, rozarse, tocarse

Foto: Pixabay.

¿Cuándo volveremos a hacerlo? Foto: Pixabay.

Tocarse, ese delito. Hoy tenemos que poner en pausa el deseo para que la carne no corra el riesgo de enfermar. O de contagiar. ¿Y después? ¿Cuánto tiempo tardaremos en volver a acostumbrarnos a nuestra vida latina de seres que se tocan, seres que, confiados, se abrazan y besan incluso con desconocidos? Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Una pregunta que empieza a agigantarse en el confinamiento es cuánto tiempo tardaremos en volver a acostumbrarnos a nuestra vida latina de seres que se tocan, se rozan, se llaman la atención con un golpecito en el hombro, piden la caña en la barra del bar frotándose unos a otros (en Madrid, incluso apoyándose o casi abrazándose a un desconocido, para asomar la cabeza y gritarle al camarero el pedido). Cuando se levante la alarma ante el contagio, ¿podremos volver a embutirnos entre los huecos escasos de otros cuerpos, para caber en el vagón de metro, porque total-es-una-sola-estación? Si nos gusta alguien y apenas estamos en la primera caña, ¿podremos rozarle el antebrazo con el pulgar o el meñique? O ¿volveremos a dar la mano o dos besos a la gente que nos presentan, la que se presenta, la que estira la mano para alcanzarnos? ¿Cuántas cobras haremos y nos harán cuando se acabe el aislamiento de los cuerpos, hoy estrictamente custodiado por la autoridad uniformada?

Prohibido tocarse. ¿Quién diría que un día asistiríamos a una prohibición semejante en este Occidente del individualismo toquetón?

Coreografías de la distancia

Por ahora, todavía me entretengo prestando mucha atención a las coreografías que dibujamos en las pocas salidas al espacio público: apenas nos miramos con la gente por la calle, aunque detectemos con más claridad que nunca esos cuerpos en posible colisión que nos obligan a trazar ángulos muy marcados de alejamiento preventivo. Y cuando estamos en una tienda, caminamos en dirección opuesta a los pasos del tendero, pero prestando atención a la posición del tercer bailarín, como vértices de un triángulo de lados elásticos. Esta geometría recurrente me hace recordar la imagen con la que comienza la novela L’amour (El amor) de Marguerite Duras, con aquella escena de los tres personajes frente al mar: “El triángulo se cierra con la mujer de los ojos cerrados. Ella está sentada contra un muro que delimita el final de la playa, la ciudad. El hombre que mira se encuentra entre esta mujer y el hombre que camina al borde del mar. Debido a que el hombre que camina lo hace siempre con la misma lentitud, el triángulo se deforma y se reforma sin romperse jamás”.

Mis contracciones contra sus muros

No me regodeo en la falta, pero sé que echo de menos la piel del otro, la otra, tocar. En estos días se extrañan las manos de la emigrante desconocida que anda desorientada en la ciudad, porque el calor de su piel fugaz le hace bien a la tuya, y viceversa; también el aliento de Eros. Entre el sueño y la vigilia veo otros ángulos que forman pliegues reconocibles que quedaron dentro, cerca de algo intangible como el alma. Un día, contracciones de una carne contra otra; hoy contracciones hacia el vacío. No hay manera de decir los sudores que lamimos, texturas que podemos volver a oler en la imaginación, pero que no tienen palabras. Sabemos el sabor de cada piel para siempre.

Hoy tenemos que desactivar todas las mucosas, poner en pausa el deseo para que la carne no corra el riesgo de enfermar, o de contagiar.

No era adivinación: íbamos hacia este mundo orwelliano

Orwell y Bradbury lo predijeron hace décadas, pero nosotros ya lo estábamos viviendo, aunque todavía no hubieran salido los guardianes de las distancias a dar palos. Sabíamos que éramos nodos que contactaban y que estábamos dejando de ser personas que se vinculaban.

El alerta ante estas relaciones mediadas por las pantallas que venían imposibilitando el encuentro humano verdadero no eran predicciones mágicas sino una tendencia que ya estábamos viendo como amenaza a la vida social y amorosa. Y un virus aleatorio se encargó de llevar la amenaza un poquito más lejos.

Es verdad que, tras las primeras advertencias institucionales, nos costó unos días asumir esta orden de salud pública y confiar, esta vez, en las bondades de obedecer. Nos cuesta volver a interiorizar aquel mensaje que conocíamos de otros tiempos a quienes nos criamos intentando desafiar los mandatos puritanos del colegio de monjas, el enaltecimiento de la virginidad y los cursos de no-educación sexual de los laicos consagrados, y hasta las buenas intenciones de unas madres educadas en la consigna de salvar a cualquier mujer de parecer “fácil”.

El interior de unos codos y la métrica del baile

Me acuerdo que, cuando todavía se bailaban lentos, mi mamá me entrenaba en una manera de agarrar a los chicos que consistía en no abrazarlos por encima del hombro, sino en poner nuestros codos en el interior de sus codos (donde hoy hay que toser) y nuestras manos contra sus bíceps, para mantener esa distancia de casi un brazo completo entre su cuerpo y el nuestro. Yo tenía menos de 15 años y le hacía caso a mi madre, a regañadientes, porque a mí en realidad me hubiera encantado estar más cerca del que me gustaba, pero todavía no tenía el valor de desobedecer del todo. La opción correcta, la que practicaríamos en miles de horas de lentos de la adolescencia, consistía en una apretada torsión a dos, que incluía cuellos, muslos y entrepiernas. Después de los 16 o 17 ya vendrían los tiempos de hacer el amor con los pantalones puestos (como lo llamó un novio mío de los 18 recién cumplidos). Eran prácticas de aproximación al sexo… Era sexo, pero sin desnudez.

La sincronización de los latidos del corazón

A algunas nos gusta acariciar y ser acariciadas más que a otros. Supongo que ser tocones (mimosas) o no serlo depende de mil cosas (algunas de esas cosas no serán nada agradables, incluso habrá distancias postraumáticas). Pero, sin duda, hay una marca de la afectividad que viene de la primerísima infancia, de mimos que ni siquiera recordamos.

Junto a ese cariño fundacional que quizá modele de algún modo los juegos del cuerpo adulto, hay otras prácticas que pueden recrear encuentros absolutamente trascendentes. Hablo de un modo de vincularse físicamente que excede el de las manos y el sexo, y en el que ciertas tradiciones espirituales han ahondado. Tiene que ver con la sincronización de los latidos del corazón entre dos o más personas: cuando se logra, suele percibirse como una ola acompasada, o un impulso eléctrico transmitido a través de diferentes zonas del cuerpo que se pegan a la otra persona (apoyando nuca a rodilla, o mejilla a vientre, u ombligo con ombligo) y que encadena un ritmo compartido. Esa onda sostenida comporta tal verdad poética como la que transmite el filme bergmaniano Happy Hour (Japón, 2016), de Ryusuke Hamaguchi –actualmente disponible en Filmin–, en el que las protagonistas asisten a un taller para dejarse sentir justamente esas cosas que en la vorágine de la vida apurada y el sexo exprés no tienen espacio.

Ojalá, muy pronto, la situación hospitalaria deje de ser acuciante y recordemos lo bueno que era acariciarnos, y volvamos a experimentar sensaciones compartidas, incluso corriendo el riesgo de sentir y de contagiar.

En 15 días, más cerca del deseado sincro de corazones, Lionel nos dará noticias de su propio confinamiento.

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