“Quien busca a la persona ideal no busca una persona, busca un ideal”

Fotografía Irene Díaz.

Fotografía: Irene Díaz. 

El visto bueno del otro, de los otros, es a menudo la referencia para elegir un objeto amoroso con el que mostrarnos. Pero, paradójicamente, los hombres intentamos aparecer como objeto de deseo siempre disponible para todas. Y en tiempos en que un ‘like’ vale tanto como ligar, somos el yo-marca que debe desarrollar la mejor versión de sí mismo. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternan dos textos abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.

“Tengo que aparecer en esa boda con un pibón”, me dijo una amiga mientras tomábamos sidras hace unos días. “Pero bueno, aún me quedan un par de meses para dar con alguien en Tinder”. Una boda es uno de esos sitios donde queda más clara la importancia de la mirada ajena, de lo que va este artículo. Estos eventos se convierten en una especie de pasarela social, y como en toda pasarela, el ojo es el órgano rector.

La mirada ajena forma parte fundamental de nuestra vida emocional. Mi amiga tiene que aparecer con un tío precioso, según ella, para evitar que la familia la juzgue. Hace unos días directamente me reconoció: “Siempre que conozco a un tío, pienso: ‘¿podría presentárselo a mis amigos?, ¿y a mis padres?’. Sin excepción. Es casi un requisito indispensable para que me llegue a gustar del todo”. La mirada ajena es juez que da o quita aprobación. Por ello, el tema de las apariencias en las relaciones se vuelve tan importante.

No me meteré en el tema de la mirada en relaciones LGTBI. La mirada homofóbica tiene otras complicaciones y merecería un artículo aparte; además, hay voces mucho más interesantes, como la de Virginie Despentes o la de Paul Preciado respecto a la culpa de alejarse de la norma. Me centraré, pues, en la mirada de la vergüenza más que en la mirada de la acusación.

Me acuerdo de mi primera relación. Monógama, romántica, apasionada. Dos adolescentes que amábamos con intensidad juvenil. Sin embargo, ya en esta época temprana hizo acto de presencia el gusanito de la mirada ajena. Yo, joven punk con unas pintas descuidadas bastante “llamativas” (por decir algo). Ella, chica de bien (no me mates si lees esto, anda), elegante y cuidada. A sus amigos yo les horrorizaba. Para los míos, ella no era mi tipo. Algo que habremos vivido todas en algún momento, como decía Analía Iglesias en su último artículo. Sin embargo, la rebeldía (e intensidad) del amor adolescente hizo que el tema no fuese un gran problema, pero ya estaba ahí: la mirada ajena ya era una presencia fantasma, un tercer miembro de la relación.

La mirada ajena: masculinidad y monogamia

Tan presente estaba aquella mirada de la relación primera que, en una posterior, las pocas veces que me sentía totalmente entregado a mi pareja era cuando estábamos solas en la habitación. En espacios sociales, la mirada ajena me cortaba en seco.

Octavio Paz decía en un poema de Teatro de Signos: Dos cuerpos frente a frente / son a veces dos olas / y la noche es océano”. La noche aquí es clave: la soledad de los amantes es la que garantiza ese encuentro honesto y desnudo. En sociedad, el encuentro amoroso cambia. Y esto creo que se debe a dos problemas:

El primer problema que identifico es derivado de temas de masculinidad. Para un joven hombre educado en modelos de virilidad patriarcal, como era mi caso (y el de muchos chicos de varias generaciones), yo vivía con la presión de mostrarme eternamente disponible. Siempre he sentido la necesidad de validarme como hombre deseado. Quizás porque de muy joven sentí que era un cero a la izquierda, quién sabe si por las inseguridades que sigo arrastrando. En cualquier caso, buscaba la mirada de las chicas siempre que podía. Los hombres deseamos ser objeto de deseo. De todas, a todas horas. Nuestra condena está en no ser objeto sino sujeto, como defendía en este artículo.

Durante mi relación, cualquier espacio social era vivido como un escenario en el que representar mi imagen (fallida, por supuesto) de hombre deseable. Como ya expresé en varios sitios, la validación masculina es una labor inacabable. La necesidad de estar siempre disponible ante la mirada ajena no solo genera un estrés social enorme, sino que nos bloquea a la hora de aparecer ante el mundo con una pareja. Esto suele hacer mucho daño a la relación, hiriéndola de muerte.

Pero no todo se debe al género. El segundo problema, intuyo, deriva de una concepción romántica y monógama de las relaciones. Si nuestra vida amorosa aspira a realizarse en una pareja, el amor es una pistola de una sola bala. Entenderlo así abre la puerta a la neurosis neoliberal: si solo es una, tiene que ser la mejor. Una idea obsesiva que inicia un encadenamiento ansioso de monogamias buscando a la mejor persona posible. Y como dice Xhellaz en la canción Viejos Ciegos: “Quien busca a la persona ideal no busca una persona, busca un ideal”.

Si la pareja es la unidad mínima (y máxima) de la vida amorosa, la importancia que depositamos en el Otro es desproporcionada: si somos pareja, el otro es una extensión de mí mismo. El Otro habla de mí, expone mis gustos, mi incapacidad de “aspirar a alguien mejor” (o al revés: un amigo me dijo que al estar con un novio “mucho más guapo”, por una parte sentía que le daba “prestigio social” y por otra, sentía que él se lo quitaba a su novio). La mirada ajena mira al Otro como si de una prótesis mía se tratase. Y, en ese sentido, he de preocuparme por disponer de una pareja que diga algo bueno de mí. El Otro como trofeo, como decía Analía en su artículo.

El Yo-Marca y la “lógica Tinder”

Creo que los descriptos son rasgos que atraviesan de arriba abajo la vida amorosa contemporánea. Y todo esto que aplico a la elección del otro desde el filtro de la mirada ajena, se aplica de igual manera al Yo; no solamente soy exigente con los otros: mirando caigo en que quizás haya otra mirada que se posa sobre mí. No solo debo buscar a la mejor persona, sino que debo volverme deseable para ella. Debo, pues, desarrollarme como un Yo-Marca, la mejor versión de mí mismo.

Este volverme deseable entronca con una lógica general. La deseabilidad es el modelo moral del neoliberalismo. Y en el hombre, ser deseable es sinónimo de ser exitoso y tener poder. El que pasa inadvertido es un perdedor y ser un perdedor es el peor castigo que hay.

En ese sentido, hay que entender el éxito de plataformas como Tinder y la adicción que generan: en estos juegos (como los califica Álvaro Saval), no se trata de ligar, se trata de recibir likes, de ser validado como objeto de consumo adecuado. Tinder va de venderse como un buen partido: “Estar conmigo es sinónimo de viajes, discotecas, piscinas en la terraza”.

Ser un buen objeto y tener buen objeto que hable de ti. El peso de lo simbólico en las relaciones es enorme. Y ahí reside la frustración inherente a la experiencia amorosa de un neoliberalismo subjetivo que convierte la relación en espectáculo para la mirada ajena.

El amor, que se supone que es juego de deseo y fiesta del encuentro, se trastoca en vergüenza e inseguridad compulsiva. Nos avergonzamos del otro, nos avergonzamos de nosotras, y el mercado de imágenes sigue funcionando

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