‘Quién crea la noche’, la larga conversación pendiente con Pedro Sorela

El escritor Pedro Sorela.

El escritor Pedro Sorela.

Me desperté a las cuatro de la mañana. Como no podía volverme a dormir, decidí leer un rato. En mi mesa tenía apilados varios libros que, por distintas razones, esperaban el momento para ser abiertos y leídos. Uno de ellos, el primero de la torre, era ‘Quién crea la noche’ (Alfaguara), la novela póstuma del escritor Pedro Sorela. De mi amigo Pedro Sorela, que se detiene en nuestra infelicidad, en los viajes a ninguna parte, en las fronteras estúpidas, en los nacionalismos que siempre son irracionales, en los jóvenes condenados a trabajos precarios, en la decadencia de la enseñanza, en la crítica al mal gusto y en la necesidad de rebelarnos…

Llevaba ahí algo más de un mes, pero como para mí era un libro muy especial –hace poco más de un año que Pedro nos dejó– buscaba también un momento especial para leerlo y consideraba que las cuatro de la mañana de un día cualquiera no lo era. Sin embargo, lo agarré, lo acaricié, y ante la pregunta que ya plantea el título, ¿quién crea la noche?, me dije: por qué no.

Empezó así una conversación que duró dos o tres días pero que aún resuena en mi cabeza. Porque adentrarse en las páginas de Quién crea la noche fue para mí algo más que una lectura. Fue una charla con el amigo muerto. Tenía la certeza de que Pedro estaba ahí, a mi lado, y de que me hablaba a través de las historias engarzadas de su última novela, como gemas preciosas en un collar, que hilan esta narración híbrida. Una obra coral que puede leerse como una novela, y así lo vende la editorial, pero también como un libro de cuentos. Pedro era alérgico a los dogmas y a las fronteras, no solo políticas y nacionales, también literarias. Teatro, cuento, novela, periodismo, enseñanza, todo formaba parte del mismo oficio al que dedicó su vida: la escritura.

En realidad mi conversación con Pedro Sorela comenzó hace muchos años, en torno a 1990, cuando era estudiante de Periodismo en la Universidad Complutense. Como Diego de la Balma, uno de los profesores que desfilan por Quién crea la noche, también Pedro Sorela era alguien que no dejaba indiferente, y él lo sabía: o le admirabas o le odiabas. Yo estaba en el primer grupo, aunque tardé mucho tiempo en darme cuenta de hasta qué punto lo que aprendí de él marcó mi vida. Años después, cuando le enviaba uno de mis libros tenía una respuesta a los pocos días, siempre generosa. Pues aunque era un crítico implacable, alérgico a la pleitesía y las componendas literarias (lo que le granjeó más de un problema), también era alguien con el que podías contar y que te alentaba para buscar caminos no trillados.

Uno de los momentos en los que más orgullo he sentido como escritor y periodista vino cuando hace unos años me pidió que le presentara Lo que miran los vagos (Menoscuarto), una fascinante colección de relatos que surgen a partir del viaje. Sobra decir que Sorela fue un gran viajero, físico y literario, siempre a la búsqueda de paisajes que no hubiéramos visto ya. Lo importante para él era la mirada. Uno puede viajar por el mundo como si estuviera en un aeropuerto o en un hotel de cinco estrellas, sin ver nada. O puede afilar su mirada para descubrir e iluminar zonas que a la mayoría de la gente le pasan inadvertidas.

La última conversación en vida que tuvimos fue unos meses antes de morir. Yo sabía que había pasado por un cáncer, pero pensaba que lo había superado. Como siempre, fuimos a un restaurante que fuera silencioso. Compartíamos esa aversión al ruido, no solo físico, también simbólico. Fue allí, en esa última charla, cuando me habló de una novela que había terminado y que en su opinión era la mejor de las suyas. Los ojos se le iluminaron cuando lo dijo. Yo me sentí feliz de contar con una nueva obra suya, de que uno de mis maestros siguiera enseñándome nuevas trochas.

Esa conversación se interrumpió con su muerte, inesperada para mí. Y aunque Pedro nunca ha dejado de estar presente, en mis clases y en mis lecturas, en mi propia escritura, la retomé el otro día con Quién crea la noche. La voz del autor apenas se camufla en un narrador omnipresente que nos va presentando, en cada uno de los 35 capítulos, a personajes variopintos que entretejen una historia en torno a la vida en este mundo globalizado. La estructura, aunque ya ha sido utilizada antes en nuestra propia literatura, no podía ser más original: la novela es como una noria, un carrusel en el que se van subiendo y bajando personajes.

Sorela nos muestra una foto de cada uno de ellos: desde el profesor exigente que da un portazo a la enseñanza porque ya no soporta más estupidez, a la inmigrante violada y humillada que trata de encontrar su sueño en Europa. Nos muestra a jóvenes con un futuro incierto, hombres y mujeres adictos a las pantallas, periodistas, viajeros que han perdido la fe en el viaje, operadores, estudiantes… Sorela tenía una gran capacidad para el retrato y en apenas unas líneas era capaz de dibujar (otra de sus grandes pasiones) un personaje sin caer en el tópico o dando una vuelta para sacarle un perfil en el que nunca antes nos habíamos fijado.

Uno aprende de su prosa, culta e irónica, nada amanerada, certera y siempre al servicio de las historias que desgrana. Historias que en Quién crea la noche giran (como esa noria que mueve a los personajes, hasta el punto de salida) en torno a la belleza, a la estúpida uniformidad a la que nos conduce este mundo en el que vivimos, al turismo como plaga (la industria identitaria), al viaje como sueño, a la literatura y al arte como alternativas, a la crítica a los grandes centros de decisión (financieros que mueven los hilos de la vida desde sus refugios insustanciales), a la vacuidad del arte y la literatura como simples mercancías. En este novela en la que se comprime el mundo en el que vivimos, Sorela se detiene sin prejuicios en nuestra infelicidad, en los viajes a ninguna parte, en las fronteras estúpidas, en los nacionalismos que siempre son irracionales, en los jóvenes condenados a trabajos precarios, en la decadencia de la enseñanza, también la universitaria, en la crítica al mal gusto y en la necesidad de rebelarnos y atrevernos a salirnos de lo que han decidido por nosotros. “Sea curioso: atrévase”, se titula uno de los capítulos.

Sé que puede parecer un tópico, uno de esos que tanto le molestaban a Pedro, pero después de leer Quién crea la noche he tenido la seguridad de que un gran autor no muere del todo. A quienes sobrevivimos nos quedan sus libros, como este de Pedro Sorela, en el que mi amigo y maestro ha vuelto a hablarme, como si la conversación no fuera a detenerse nunca.

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