Quien lee nunca está solo

Foto: Pixabay.

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POR CLARA OBLIGADO

Cuando era pequeña, pasaba los tres meses de vacaciones en el campo. Recuerdo que, en cuanto se abría la tranquera que daba al parque, me bajaba corriendo del coche donde nos hacinábamos los cinco hermanos para treparme a los aromos y ponerme a leer. Mi familia era disfuncional, ruidosa, invasiva. Pero, escondida entre los aromos, envuelta en su fulgor amarillo (años después aprendí que también se llaman mimosas), comprendí que es posible huir de lo que nos rodea, que hay en los libros un territorio de libertad, y que el aroma, la belleza y los libros leídos en la infancia perduran para siempre.

¿Qué leía yo entonces? Creo que a Elena Fortún, y también a algunos poetas surrealistas, no porque los entendiera, sino porque el aroma y el cielo claveteado de flores me hacían levitar. Recuerdo el verso de Gerardo Diego que decía: “Nada más, poner la cabeza sobre la mesilla, y dormir el sueño de Holofernes”.

¿Quién era Holofernes? La verdad es que no me preocupaba en absoluto, porque sonaba muy bien, “Holofernes”, con tantas sílabas y tan grandioso, esa H, ese equilibrio de óes y de ées, y tardé años en darme cuenta de que “el sueño de Holofernes” consistía nada menos que en morir decapitado. Así que, con mis sinestesias a cuestas y con la música de las palabras, fui creciendo.

Fui joven y estudiante de letras durante la dictadura militar en Argentina. Muchas veces, cuando me justifico porque no tengo tiempo para leer o para escribir, recuerdo la historia de Irene Némirovsky, una escritora judía que seguía escribiendo perseguida en el París que ocupaban los nazis y que, finalmente, murió en Auschwitz. En los últimos meses de mi vida en Buenos Aires yo tenía que huir de casa en casa para que los militares no me siguieran el rastro, y lo hacía con este exiguo equipaje: un par de bragas, un sapito de barro que me había comprado en Bolivia y que representaba un hogar, un cuaderno y un libro.

En el cuaderno había copiado unos versos de Lope, creo que de la Gatomaquia, que dicen así: “Bien haya quien desprecia, esta fábula necia, de honores, pretensiones y lugares, por estudios o acciones militares” y entendamos “acciones militares” como resistencia a una dictadura. Como resulta evidente, no morí en el Auschwitz argentino, pero Lope me había enseñado qué era lo importante, y crucé, leyendo, el Atlántico que me trajo hasta aquí, con una lección aprendida: se puede vivir con muy poco y seguir viviendo significa mucho más que estar vivo.

Ya en Madrid, un verano tórrido, encontré trabajo en Parla. Los viajes eran largos, y huía del calor perdiéndome entre las páginas de Anna Karenina. Nevaba tras la ventanilla de ese lejano autobús entre Madrid y Moscú, nevaba copiosamente.

Fui madre leyendo, le leía Kafka a mis hijas cuando tenían apenas ocho años, un sistema de educación bastante peculiar, pero eficiente, porque les mostraba que en los libros pasan cosas impresionantes, y leyendo juntas crecieron en la aventura de leer. Quien lee, les repetía yo levantando el dedo, quien lee nunca está solo. La mayor se dedicó a las letras; la menor, a los libros y al arte.

Cuántas veces pienso en el aromo de la infancia, ese árbol lejano y cercano a la vez. Somos lo que comemos, y también somos lo que leemos. Nuestras raíces son los libros.

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