Un ‘quijote chévere’ escrito en español criollo degenerado

El escritor Juan Simeran.

El escritor Juan Simeran.

El argentino Juan Simeran se apropia del genial hidalgo para llevarlo al siglo XXI en una dislocada historia de ciencia ficción. Recrea un ‘quijote chévere venturante’ cabalgando por una Arisona en la que los mexicanos han reconquistado el sur de Estados Unidos y deportan a los blancos anglosajones a campos de concentración en Nevada. Y va y lo escribe en “español criollo degenerado”. Al menos esta entrevista, no podéis dejar de leerla. Es también muy chévere y muy venturante.

Parece mala estrategia que en una novela cueste entender su título o que el lector deba hacer el esfuerzo de leer en voz alta los dos primeros capítulos para que se le haga el oído (y el ojo) a la forma en la que está escrita. Pero esos esfuerzos merecen la pena cuando nos enfrentamos a una obra que versiona el Quijote cambiando las novelas caballerescas por la ciencia ficción, los referentes del Siglo de Oro por los símbolos que agonizan a principios de este siglo XXI y el castellano antiguo por el ‘español criollo degenerado’. “Todo eso está ahí, a la espera del lector que se tome el trabajo de descifrarlo”, asegura el autor de ‘El Chévere Venturante mr. Quetzotl de Arisona‘ (editorial La máquina que hace Ping!), Juan Simeran, desde Argentina, sorprendiendo a todo un género.

Una obra con todos los ingredientes para aparecer en El Asombrario.

En este libro sorprenden muchas cosas (desde la forma en que está escrito, la portada, las estructura, las referencias). ¿Qué crees que es lo primero que verá el lector?

Lo primero que verá el lector es el título. Detengámonos allí, con vocación de entomólogos. Hay un modismo caribeño: chévere. Tan local, que es intraducible. Una palabra inventada: venturante. Lo correcto sería aventurero, pero convengamos que suena espantoso. Una palabra inglesa: míster. Una palabra en Nahuátl, la lengua de los nativos aztecas: Quetzotl, que significa ‘plumas viejas’, pero por otra parte el quetzal era el Dios de los aztecas, por lo que también podría tomarse por ‘una vieja deidad’. Y un barbarismo con una palabra reconocible: Arisona. Es Arizona, pero deformada por una nueva gramática, el reemplazo de la ‘z’ por ‘s’, asumiendo el riesgo de que el posible lector piense que es una errata. Bueno, todo eso en un título, que además respeta la cadencia musical de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Todo eso está ahí, a la espera del lector que se tome el trabajo de descifrarlo.

¿Qué significa para ti como escritor la sombra de Cervantes?

“Sombra terrible de Facundo voy a evocarte”. Así comienza la obra fundacional de la literatura argentina, Facundo. Bien podría decirse que esa frase inaugura esta literatura. Claro que, en el resto del libro, Sarmiento (el autor de Facundo) se dedica concienzuda y metódicamente a demoler al caudillo, hasta no dejar en pie ni siquiera su sombra. Lo que está claro es que a la sombra de Cervantes se está demasiado cómodo. Es tan refrescante esa sombra, ideal para la degustación de daikiris o mojitos… No me asombra que uno no desee salir de allí. Esta novela es, entonces, un poco la estrategia de Hamlet: fingir un estado de locura para que esa sombra no nos aplaste bajo su peso insoportable.

¿Tiene el mismo objetivo que Cervantes a la hora de tratar un cambio de época como el de entonces y el que vivimos actualmente?

Entonces Cervantes no vío el cambio de época, lo padeció amargamente. Pagó con miseria contante y sonante el no encontrar su lugar en ese mundo nuevo, en la que un héroe militar, cuyo coraje desesperado alabaron sus más enconados enemigos y se encontró siendo el más ínfimo engranaje de esa flamante maquinaria burocrática y administrativa que devino ese Imperio ya consolidado. El cambio de época fue un cambio de épica y de escala: del estatuarismo gigantista del Mio Cid a lo que lograran rapiñar las manos del Buscón. Confieso que me hermana a Cervantes el no encontrar mi lugar en esta época. El siglo XX es el Siglo de Oro para los personajes de la novela, yo paso largas temporadas en el XIX, solo en medio de la campiña pampeana, por lo que también padezco las distorsiones de escala: mis horizontes cotidianos son los verdes infinitos juntándose con el cielo y no el espacio de una pantalla de teléfono móvil.

Un jeep, una AK 47, una camiseta de Messi…, los personajes que aparecen en tu novela tienen su homólogo en el Quijote, ¿qué podemos contar de ellos sin desvelar nada?

Son, en su gran mayoría, zafios rurales o semirurales. Incluso la intelectual de la novela, miss Lusinda Buch, lo es porque trabajaba de personal de limpieza en la universidad de Tampa. La única personaje auténticamente citadina, una top model, miss Marcela, aparece allí llevada por las fantasías de las delicias de la vida rural. Que también eran poderosas en la época de Cervantes. El Quijote está repleto de episodios de esas Arcadias decadentes en la que la aristocracia buscaba los ideales de pureza (María Antonieta pasaba largos períodos viviendo como campesina en una aldea pastoril diseñada hasta el último milímetro). El Quijote también era un zafio rural, no era un intelectual. Mr. Quetoztl es un pésimo lector, porque las sutilezas del juego de la suspensión de incredulidad lo exceden. Es el típico librepensador de pueblo chico, que provoca la sorna de sus vecinos, ocupados en tareas más provechosas que discutir sobre Cordwainer Smith: darle de comer a los chanchos, emparchar neumáticos pinchados, ponerle grasa a los goznes de la tranquera.

¿Qué papel juega la ciencia ficción en tu novela?, ¿es necesario tener referentes de este género para entender el Quetzotl?

Bien, aquí me gustaría detenerme un poco. Se desprende de la pregunta que los referentes del género de ciencia ficción pueden tenerse o no. Creo que ya no se tienen, si nos remitimos a la raíz latina tenere, que es sujetar algo. Occidente los introyectó, forman parte ya del sentido común y el paisaje cotidiano de una sociedad que cambia a velocidad de vértigo y en la que los discursos toman cada vez más distancia del racionalismo de Descartes, de raigambre aristotélica. Tomemos a modo de ejemplo que alguien no haya visto o leído La naranja mecánica. Una teoría que plantee que sujetando a los malvivientes a una butaca de cine determinadas horas por día se les impediría obrar acorde a sus malos impulsos no le sonaría del todo descabellada, porque delirios así se publican todos los días. Los viajes en el tiempo, la criogenia, los mundos posibles surgidos de devenires históricos ligeramente modificados no son ya tópicos reservados a la intelligentzia: son la más crasa chatarra pochoclera de tarde de domingo. Por otra parte, entendemos El Quijote, que también hace referencia paródica a un corpus literario que sus contemporáneos veían resignificado sin dudar, pero que a nosotros se nos borró por completo. O sea que no necesito haber leído el Amadís de Gaula para entender El Quijote porque me permito suponer que el Amadís de Gaula está atravesado por los paradigmas medioevales ─el amor galante, el heroísmo, la desconfianza por el dinero, el desprecio por la prosa y la glorificación de la poética─ que perfectamente puedo extrapolar.

Entonces, ¿se puede leer el ‘Quetzotl’ sin haber leído previamente ‘El Quijote’?

Eso me provocaba más dudas. Tuve la suerte de encontrar un escritor amigo que no leyó El Quijote y en cuyo criterio confío: Hernán Domínguez Nimo. Y la respuesta que me dio fue sorprendente. Sin haber leído El Quijote, me dijo que todo el tiempo le parecía estar leyendo una vieja historia de cow boys (o del Salvaje Oeste, según el purismo de cada editorial). Así que por ahí me vine a enterar… que la estética (¿o más bien la ética?) cow boy es en realidad uno de los tantos vástagos ya irreconocibles que nos legó Cervantes.

Por ponerle una etiqueta, ¿podemos tachar tu novela de distópica?

Definitivamente, no. Hay un elemento común a todas las distopías, siempre están contadas del lado de la víctima. En la dialéctica amo/esclavo, la voz que importa, y la que hay que rescatar, es la del esclavo. Por eso, el sonido de fondo de todas las distopías es un zumbido de angustia existencial, y el tono es el de la asfixia. Paradójicamente, este mecanismo apela a nuestra empatía, ya que en Occidente nos es natural ponernos del lado de la víctima y jamás del victimario. Todas las distopías son una distopía: miren en qué terminó la Declaración de los Derechos del Hombre. Hay una frase de Philiph Dick que resume brillantemente el pathos distópico: “Ustedes se quejan de este mundo. Se nota que no conocen los otros”.

Pero nos presenta un mundo muy distinto al ‘status quo’ actual…

Sí. En la novela la voz que se trabaja es la de los amos, los favorecidos por ese nuevo orden en el que los mexicanos han reconquistado el sur de los Estados Unidos y deportan a los blancos anglosajones a campos de concentración en Nevada. Pero usando de una astucia, un atajo: todos los nombres son nombres ingleses españolizados. Por lo tanto, los portadores de esos apellidos ─’Esmit’, por caso─ son la masa amorfa que simplemente se puso del lado del vencedor. Al modo de los apellidos arábigos o judíos, que se españolizaron en la época de la Reconquista o la expulsión sefardí. Si la novela se adentrara en los padecimientos de la población anglosajona, entonces la novela sí podría acercarse al marco estructural de una distopía. Y en esto también me apegué al Quijote: se escribió en el marco de la expulsión de los judíos de España. Hay un capítulo en el que Sancho se encuentra con su vecino “tudesco” (hubieran quemado a Cervantes si se atrevía a poner “judío”) y lloran por la patria perdida. Contrariamente a lo que se supone, el Quijote no siempre pierde y, a pesar de su cacareada preocupación por los débiles, la justicia subvertida u olvidada que invoca es la de Dios y el Rey. O sea, es profundamente reaccionario, por usar un término actual. Esto lo diseccionó con escalpelo maestro Nabokov, que incluso hace una tabla con el score de batallas perdidas y ganadas por El Quijote. El resultado es un equilibradísimo empate.

Volvamos al lenguaje. ¿Qué es el ‘español criollo degenerado’?

Ese nombre se lo puso Mariano Villareal, crítico de literatura de ciencia ficción, y me parece que Mariano destiló la definición perfecta, que ni yo, que inventé ese idioma, pude encontrar. Ese idioma es una posibilidad muy concreta: Miami es la meca de la emigración latinoamericana. Por lo que no es descabellado suponer que las distintas corrientes migratorias terminen amalgamando un idioma común, muy permeado por la españolización del inglés. Un ejemplo: los cubanos de Miami dicen cuando prometen devolver una llamada “te llamo patrás”. Que es I´ll call you back. Otro ejemplo es tomar verbos del inglés y conjugarlos en español: “no lo rimembero”. Creáse o no, al dólar lo siguen llamando peso. Subvirtiendo el orden de jerarquías; un dólar sería, entonces, un peso imperfecto, un peso al que le faltan cinco pal peso. Me gusta pensar que en una lucha darwiniana por la existencia idiomática terminen imponiéndose las mejores palabras de cada dialecto, por sonoridad, o porque expresen de manera contundente una manera particular de ver las cosas. La palabra chévere solo la podía crear el calor caribeño. La palabra chingado, la gastronomía mexicana. La palabra fucking, el pesimismo protestante.

Entonces, ¿un consejo para el lector a la hora de leer la novela?

Relax and enjoy.

Para terminar. Me han contado que ya estás trabajando en una evolución del lenguaje similar con el francés. ¿Podemos avanzar algo de esto?

Con tantísimo gusto. Hay un idioma que de tan aislado vive y prospera en una isla, y ni siquiera en toda esa isla, sino solo en una mitad: el creole, el idioma que se habla en Haití. Es una mezcla de siete dialectos africanos, francés, español, holandés e inglés. Siendo el aglutinante el francés. Pero un francés oído más que escrito, y oído de a ramalazos, o sea un francés barbárico. No conformes con poseer un idioma único, los haitianos también desarrollaron una cosmogonía sincrética y una organización social en torno a esas creencias que tampoco se repite en ningún otro lugar del orbe. El famoso vudú, con su estela de muertos vivientes, que Hollywood popularizó (y bastardeó). Me zambullí en los tardíos años 60 de Haití, años del dictador Francoise Duvallier. Fue un médico epidemiólogo y etnógrafo, que pasó de curar personalmente a los campesinos haitianos de una epidemia que los aquejaba con horribles eccemas en las piernas a ser uno de los más sangrientos autócratas que ha dado el Caribe. Terminé esa novela con una depresión bastante seria, porque no me quería ir de Puerto Príncipe. Porque en definitiva, para eso sirve escribir. Para vivir vidas que, de otro modo, llevarían unas cuantas encarnaciones.

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