Cómo reaprender a escuchar a la naturaleza con el ecofilósofo Javier Romero

El ecofilósofo Javier Romero.

Javier Romero (Ávila, 1989), profesor de filosofía moral y política de la Universidad de Salamanca, acaba de publicar ‘Pensar y sentir una naturaleza que cambia’ (mra ediciones), un estimulante alegato en defensa del nuevo pacto social con la naturaleza al que la crisis climática nos conduce. Su propuesta integra la racionalidad comunicativa de Habermas con la biosemiótica, reivindicando una relación de diálogo con el mundo natural, una gran «red comunicativa» que la ciencia va desvelando pese a nuestra sordera. Hablamos con él: “Digitalización, robótica, 5G y ese tipo de ciencia newtoniana que comentábamos… ¿De verdad queremos que nuestros hijos e hijas aprendan únicamente esto a la luz de la crisis ecológica global?”.

Prologado por el filósofo y politólogo John Dryzek, del que Romero es discípulo, el libro se divide en tres partes: Somos naturaleza (donde desmonta el mito antropocentrista), Son naturaleza (donde nos acerca al resto de la vida mediante la comunicación ecológica) y Ecoética comunicativa y democracia ecológica en el Antropoceno (donde repasa los actuales retos ambientales y las propuestas éticas y políticas que pueden hacerle frente).

Desde la primera página integras las ciencias naturales en las humanidades como una declaración de intenciones respecto al leitmotiv del libro: «somos naturaleza». Haces parte a la cosmología y la geología, tan remotas, de la evolución humana. ¿Por qué la ciencia se ve como algo tan independiente de nosotros?  

La ciencia forma parte del ser humano moderno, pero en la mayoría de los casos seguimos anclados en una visión de la ciencia newtoniana, estática, en vez de entender que existe otro tipo de ciencia menos instrumental, que rebaja las pretensiones “racionalistas” y ayuda a entender ese proceso biológico de interdependencia y ecodependencia con la naturaleza, es decir, una visión de la ciencia más darwinista y dinámica que quizá no esté tan alejada de nosotros. Por eso hay que apostar, a nivel individual, colectivo e institucional, por fomentar una educación híbrida en la línea de las humanidades ambientales en vez de seguir polarizando el conocimiento humano en la clásica división entre “ciencias” y “letras”.

Eso se nota cuando resaltas que nuestra historia no empieza en el ‘Homo sapiens’, sino que se remonta en la historia biológica y geológica del planeta hasta el origen del universo hace casi 14.000 millones de años (que somos una parte consciente del universo). La perspectiva cambia por completo a otra mucho más realista: de identificarnos como antes por nuestra supuesta excepcionalidad y diferencias con lo que nos rodea, a identificarnos por lo que compartimos, nos relaciona y nos hace parte de ello.  

Exacto, y esa visión no tiene tantos años, pero desgraciadamente apenas ha impregnado la sociedad en su conjunto, sobre todo cuando sigue anclada en modelos pre-darwinistas (Platón y Aristóteles siguen teniendo mucho peso aquí). Esa perspectiva de entender que antes de nuestra aparición en la Tierra ya existía vida y que pudo mantenerse sin nuestra presencia, puede producir vértigo en muchos, sobre todo cuando se quiere situar al Homo sapiens como jerárquicamente “superior”. Es más, desde mi punto de vista, identificarnos por lo que compartimos nos hace más humanos, más animales humanos. A partir de aquí podemos no solo comprender las características propias del ser humano, sino sobre todo darnos cuenta de los procesos de identificación y similitud con otros animales, abriendo así un abanico de posibilidades incluso dialógicas y comunicativas como mantengo en el libro.

De hecho, adviertes que todos tenemos una cosmovisión del mundo influida por creencias y mitos arraigados. La cuestión es que desde nuestra cumbre tecnológica cuesta asumir que también nuestra sociedad, y su propia ciencia, sean también presa de mitos. Frente a ese triunfalismo occidental que veía la historia humana como una conquista racional e inevitable de la Tierra, citas a Wallace-Wells: «La gran revelación existencial del calentamiento global» es la fragilidad anárquica del progreso. La eficacia de los avances técnicos nos parecía un argumento suficiente e incontestable. Era el «si funciona es bueno», ¿no?  

Basta observar algunas propuestas sociopolíticas a lo largo de los siglos para darse cuenta de que, por ejemplo, tener una “cosmovisión negativa” sobre el ser humano conduce a un escepticismo ético absoluto y a una política antidemocrática, como en el caso de Thomas Hobbes y su máxima Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre), que conduce a la Bellum omnium contra omnes (la guerra de todos contra todos), y a la necesidad de un Estado autoritario. Esto es un auténtico mito sobre la naturaleza humana. Lo han señalado incluso primatólogos como Frans de Waal, que influyó en política hasta bien entrado el siglo XX. El “si funciona es bueno” puede conducir a posturas tecnócratas no sólo en términos morales sino también políticos, y no hay que olvidar que de la tecnocracia al totalitarismo hay solo un paso, como ha señalado Habermas en varias ocasiones. En su caso tenemos una antropología menos viciada de mitos y más atenta a los resultados proporcionados por las ciencias naturales, con una visión más amplia, para lidiar con mitos sobre los seres vivos (dualismo humano/naturaleza) o con mitos políticos (dualismo amigo/enemigo). Pero hay que estar muy atentos para no caer en ese reduccionismo al que aludíamos. La ciencia es mucho más que “racionalidad instrumental” o acción racional con respecto a fines.

El problema es que hemos materializado ese mito y nos rodea, podemos verlo y tocarlo, compitiendo en consistencia con la realidad natural hasta eclipsarla. Además parece irreversible y global, lo que lo reviste de autoridad aunque solo sea un castillo de arena a escala geológica. Es como si para ese mito Darwin no hubiera existido o lo interpretara al revés. ¿En qué momento nuestra cultura se desvió de su legado? El geocentrismo murió con Copérnico, pero el antropocentrismo se redobló con Darwin. ¿Qué falló?

Desde mi punto de vista, la gran revolución de Darwin falló en los primeros años, culturalmente hablando, debido bien a un “exceso de darwinismo” mal entendido, como en el caso de Herbert Spencer y el “darwinismo social”, bien a un “desprecio del darwinismo”, como en el caso de muchas posturas religiosas y filosóficas. Favorablemente en los últimos años esta última posición tiene menos seguidores, cosa que me parece un adelanto asombroso y muy sano por parte del catolicismo, por ejemplo (porque algunos politólogos y economistas siguen manteniendo el “darwinismo social”). Gracias a estos adelantos hoy tenemos incluso una Encíclica dedicada a temas ecológicos como la del papa Francisco. Todo suma en la esfera pública y celebro ese acercamiento. No considero que seguir empecinados en defender la “muerte de Dios” (Nietzsche) o la “muerte del hombre” (Foucault) sea hoy necesario ante la crisis eco-social.

En la segunda parte del libro introduces el fascinante mundo de la biosemiótica. ¿Cómo llegaste a él y cuál es su importancia? Dices: “La naturaleza no es pasiva, ni inerte, ni una mera máquina de engranajes, sino que está impregnada de vida, comunicación y multitud de significados”. Como ejemplo hablas de las feromonas, el olor o los gestos, pero también información bioquímica intercambiada por hongos, plantas y árboles, el aullido del lobo, la llamada infrasónica de los elefantes o el color de los corales. 

Llegué por casualidad y tras un periodo de investigación en Estados Unidos. Fue con Peirce y Morris cuando empecé a unir cabos sobre la comunicación y las posibilidades que los signos ofrecen, sobre todo en términos de comunicación no verbal presente en humanos y animales no humanos. Sabemos que Thomas Sebeok empezó a hablar de semiótica en la naturaleza en los años 70, siendo uno de los padres de la biosemiótica moderna, es decir, la idea de que los signos y el significado de los signos existen en todos los sistemas vivos. Estas posibilidades permiten presentar una teoría general de los signos bióticos muy amplia, sin la necesidad de reducir la semiótica a la comunicación lingüística centrada únicamente en humanos. Multitud de ejemplos de semiosis existen en la naturaleza, y lo más sorprendente de este punto es su frecuente independencia del humano. Es verdad que podemos escuchar, por ejemplo, el aullido del lobo, pero este puede darse e interpretarse por una manada sin necesidad de la presencia humana.

Al fin y al cabo, un signo no es una cuestión ontológica sino lógico-pragmática. No responde a un qué es, sino a un qué hace. Es decir, ¿qué hacen los signos y para qué son usados? Cuando empezamos a entender las ricas relaciones triadicas presentes en la semiosis, las aplicaciones son tan amplias y relevantes para analizar numerosos campos de estudio que vemos signos en multitud de relaciones: signos aposemáticos, gestuales, sexuales, etc… El tema de la comunicación abiótica que hemos presentado John y yo tiene como uno de sus puntos principales cerrar el círculo semiótico más allá de la biosemiótica (o semiosis biótica según nuestro esquema); una visión más amplia sobre los procesos abióticos, como el rayo, presentes en la naturaleza.

La pregunta entonces es: ¿cómo reaprender a escuchar o ejercitar esa comunicación con la naturaleza?  

Peter Wohlleben ha divulgado ya mucho sobre la comunicación en árboles, y es realmente gratificante que un ingeniero forestal empiece a promover esta sensibilidad más allá de la funcionalidad instrumental del bosque. Creo que una buena forma de reaprender a escuchar es volver a la naturaleza y salir de las metrópolis. Pasear por un bosque nos permite ver cómo interaccionan distintos animales, observar los distintos cambios de estación, las respuestas de un ecosistema ante un cambio, nuestra propia comunicación con los distintos seres vivos, etc… Está claro que para empezar a ejercitar esa comunicación debemos entender que “escuchar” no solo significa escuchar el lenguaje humano, sino percibir con todos los sentidos, desde la vista y el oído al olfato, el tacto o el gusto. Las antenas para percibir esa comunicación están disponibles, nosotros tenemos la llave.

Frente a todo esto, en el viaje retrospectivo por la evolución con el que «hominizas» al hombre, vemos que el ser humano actual parece pasar de un “ser vivo” a un “ser funcional”, un ente más allá de la vida, y la prueba es su cultura material, donde empatiza más con la tecnodiversidad que con la biodiversidad. Frente a esa filosofía de lo mecánico y estéril reivindicas una filosofía de la vida.  

Siempre nos ayuda mirar las huellas de la evolución humana. Personalmente, considero que visitar un yacimiento como el de Atapuerca es una cura de antropocentrismo, al ir más allá de nuestra propia temporalidad. Es curioso observar cómo se ha transitado en Occidente desde una visión del ser humano como ente etéreo, angelical, espiritual e hijo de Dios, a una visión del ser humano moderno al servicio de sus propios intereses únicamente materiales, que tras “asesinar a Dios” ocupó su trono, como en un acto de venganza. Muchos han llamado a esta posición “pensamiento prometeico” (Prometeo fue el titán que en la Grecia antigua robó el fuego a los dioses, el fuego divino de la tecnología, para entregárselo a los mortales). Hoy sabemos cómo puede ser contraproducente este prometeísmo. El esfuerzo por controlar y dominar la naturaleza, por ejemplo, se ha vuelto contra nosotros y los animales no humanos, ya sea en la forma de pandemia global o de cambio climático de raíz humana.

Cuestionas por ello también el mito del dualismo, que fue muy útil en la historia para explicar el mundo, pero responsable de una lógica de la dominación que pervive: alma/cuerpo, ideal/material, bueno/malo, hombre/naturaleza… La consecuencia es una racionalidad instrumental que aspira a dominar la naturaleza mediante un progreso técnico reparador de nuestra imperfección animal.  

La “lógica de la dominación”, que autores como Richard Sylvan y Val Plumwood sacaron a la luz después de dedicarse durante muchos años a analizar las formas matemáticamente abstractas de pensamiento en la lógica clásica, supuso una revolución que dio lugar no solo a las lógicas no clásicas (desde la lógica relevante a la lógica paraconsistente), sino que permitió a la filosofía ecológica desentrañar las estructuras internas del pensamiento y sus posibles fallas. La “racionalidad instrumental” en los términos que aludes es solo una consecuencia del dualismo humano/naturaleza, de un discurso donde un término domina a otro; una lógica que conduce finalmente a normalizar una acción, una actividad, aunque esta sea cruel. Val Plumwood identificó hace años numerosos dualismos, aunque el más visual sea el que mencionas. Es una lástima que se preste hoy más atención al análisis de la covid-19 por un Byung-Chul Han o un Slavov Žižek que por una pensadora como Plumwood que, aparte de ser nada especulativa, provee herramientas muy útiles para analizar las relaciones naturales y sociales, entre muchas otras.

Adviertes que frente al monopolio de esa racionalidad instrumental existe una racionalidad comunicativa (Habermas) y ecológica (Dryzek). ¿Qué papel han jugado estos autores en tu filosofía?  

Han marcado más de diez años de mi vida. Habermas fue un flechazo a primera vista. Un autor que me acompañó en mi formación y que investigué minuciosamente tras un año de encierro monacal para un trabajo de máster. Su profundidad filosófica a la altura de los tiempos, su amplitud de miras nada dogmática o sus relaciones con otras áreas como la sociología, me proporcionaron buenas herramientas para investigar. Con John Dryzek hay algo más, una buena amistad maestro-discípulo que se ha formado a lo largo de estos años a pesar de la diferencia de edad. John ejerció sobre mí tal influencia que me fui unos meses con él a Australia. Lo primero que me encontré allí fue una manera de trabajar diferente, nada dogmática y muy sensible a los temas analizados en torno a la problemática eco-social y sus relaciones con el Antropoceno. Gracias a él conocí a gente tan interesante como Will Steffen (el autor del concepto de la Gran Aceleración) o a Mark Howden del IPCC. Actualmente trabajamos en varios campos abiertos por él hace años, como el de la comunicación ecológica.

¿La ecofilosofía que defiendes se inspira en alguna escuela reciente? ¿En qué estriba la diferencia con otras filosofías ecológicas como ‘Deep ecology’?  

La ecofilosofía que he intentado presentar tiene sus raíces en Australia. Autores como Richard Sylvan, Val Plumwood, John Dryzek y una pizca de sabiduría aborigen acompañan a este modo de entender las relaciones entre los seres vivos y el resto de la naturaleza, poniendo un énfasis especial en la comunicación y en el diálogo. Desde su origen en los años 70 del siglo XX, esta propuesta se ha presentado como una alternativa naturalista a la Deep ecology noruega. Sylvan y Plumwood fueron muy duros con Naess, quizá por querer ocupar el lugar cultural de la filosofía ecológica en esos años. No es mi caso. Para mí el pensamiento que empieza con Arne Naess tiene puntos y propuestas muy interesantes, e incluso valoro su análisis sobre un autor que respeto y valoro tanto como Spinoza, pero es cierto que no puedo aceptar el carácter místico no universalizable que defiende Naess y que es incompatible con los resultados científicos. Quizá a modo personal y privado mucha gente puede asumir la (eco)filosofía de Naess, pero me cuesta -quizá por mi herencia kantiana y habermasiana- entender que esa propuesta pueda ser válida para todos los seres humanos en una sociedad postmetafísica. No me gustaría personalmente que el pensamiento de Naess se acabase convirtiendo en una “nueva religión” compartida por un grupo de individuos, creo que no hace justicia a su gran obra.

En la tercera parte introduces la dimensión ética y política ante la entrada en escena del Antropoceno. De Tony Judt a Ultich Beck explicas por qué con la catástrofe ante nuestros ojos, la gente sigue desconfiando de la ecología: «La familiaridad reduce la inseguridad» así que vivimos con conformismo incluso en plena «sociedad del riesgo» y la incertidumbre. Los estudios que citas de ‘Nature’ y del IPCC respecto al futuro aumento de millones de muertes por contaminación son terribles, y el punto de inflexión parece que llegará entre 2030-2050. ¿Crees que la pandemia ha contribuido a hacernos más conscientes de los riesgos reales para tomar medidas?  

Estos últimos meses me muestro más escéptico, sobre todo cuando se sigue incentivando desde la política, la economía establecida y los medios de comunicación el mismo modo de vida socio-económico y cultural. Sigo sin ver, por ejemplo, propuestas en materia de educación ambiental o de humanidades ambientales, pero sí veo optimismo prometeico en la digitalización, robótica, 5G y ese tipo de ciencia newtoniana que comentábamos. ¿De verdad queremos que nuestros hijos e hijas aprendan únicamente esto a la luz de la crisis ecológica global? De alguna manera espero que por lo menos la pandemia haya contribuido, a nivel económico-político, a hacer entender que las “externalidades” de la economía pueden llegar a producir inestabilidades tan grandes como para hacer temblar el sistema socio-económico. La sociedad tiene que movilizarse, y un buen comienzo es la escucha en los términos que se presentan en el libro a la hora de exigir y promulgar cambios instituciones, políticos y económicos.

En el último capítulo tratas la ecoética comunicativa. ¿En qué se traduce y cómo entronca con la democracia ecológica y deliberativa? ¿Cómo de preparadas están nuestras democracias para el cambio ambiental que viene?  

La idea de democracia ecológica tiene ya varios años. Autores como John Dryzek o Robyn Eckersley han trabajado arduamente sobre estos temas. Aunque hay diferencias entre ambos, mantienen algunos compromisos, si bien John se ha mantenido muy crítico con las formas de “racionalidad instrumental”, además de analizar las posibilidades de extender la teoría de Habermas al medioambiente (cosa que Eckersley descartó hace años). Es ahí donde se conecta la democracia ecológica con la democracia deliberativa. Habermas, en los años 80, ya habló de estos temas cuando caracterizaba la infraestructura de las sociedades como “bases orgánicas del mundo de la vida”, si bien fue en su tratado político, Facticidad y validez (1992), donde presentó la democracia deliberativa como un modelo alternativo a la democracia liberal en términos ecológicos y sociales.

La democracia ecológica va más allá e incorpora la comunicación a niveles biológicos y ecológicos, así como la agencia más allá del humano, la economía al servicio de la naturaleza, la adaptación de las instituciones o la prioridad de la ecología, entre otras cuestiones. Como se puede ver en el último capítulo del libro, las aplicaciones de este tipo de democracia a ámbitos locales (biorregionalismo) y globales (gobernanza global) pueden ser muy relevantes hoy para el tipo de sociedad que queremos construir. Podemos aprovechar estos resultados y reconectar con la naturaleza. De alguna manera, en nuestras manos está construir el tipo de sociedad que queremos.

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Comentarios

  • Javier Romero

    Por Javier Romero, el 18 octubre 2020

    Esta entrevista se recortó por motivos de espacio. Me gustaría decir que, sin la influencia, el apoyo, la ayuda y la constancia de la profesora Carmen Velayos de la Universidad de Salamanca, mi trabajo no hubiera podido ser desarrollado estos años. Salamanca fue pionera en ética ecológica, y este dato debe ser reconocido.

  • J Viridiana

    Por J Viridiana, el 20 octubre 2020

    Javier
    ¡A leer! has logrado lo que un buen filósofo debe lograr en su «público»: estimular la lectura…. empezaré por Val Plunwood desde internet mientras buscaré tu libro, sin lugar a dudas. Gracias Alberto, por la publicación de la entrevista

  • Susana

    Por Susana, el 25 octubre 2020

    Interesante entrevista que me deja con ganas de leer tanto su obra como la de otros a los que cita. Alienta las ganas de saber más y mejor y la motivación de cambiar el sistema de creencias propio, o al menos de analizarlo y cuestionarlo.
    Gracias por pensar y compartir 🙂
    Boa noite.

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