Reflexión (urgente) sobre el miedo

Marcha a favor de la libertad de expresión en París tras el atentado en la revista Charlie Hebdo. Foto: Sebastien Amiet / Flickr Creative Commons.

Marcha a favor de la libertad de expresión en París tras el atentado en la revista Charlie Hebdo. Foto: Sebastien Amiet / Flickr Creative Commons.

Marcha a favor de la libertad de expresión en París tras el atentado en la revista ‘Charlie Hebdo’. Foto: Sebastien Amiet / Flickr Creative Commons.

La autora reflexiona en torno a la diferencia entre miedo y respeto cuando la censura o la autocensura se ejerce a golpe de balazos y violencia ciega. El miedo, como la libertad, es libre, pero no debe confundirse con otros sentimientos ni con el silencio disfrazado de cortesía o tolerancia.

***

En un episodio de la serie de televisión estadounidense ‘The Good Wife, una abogada interroga a un testigo a propósito de por qué no se publicaron en la revista política que dirige unas viñetas supuestamente ofensivas sobre la religión musulmana. El episodio está rodado en 2009 y alude a las amenazas recibidas por la revista danesa Jyllands-Posten en 2005 por publicar unas caricaturas en las que aparece el profeta Mahoma. Diez años después, el semanario francés Charlie Hebdo, que se solidarizó en su día con el danés publicando esas caricaturas, ha visto cómo se materializaban de forma salvaje las amenazas con el asesinato a sangre fría de 12 de sus viñetistas –otros 11 periodistas resultaron heridos- una mañana de enero de 2015. En el episodio de The Good Wife, como decía, el testigo interrogado afirma que no publicaron otras viñetas por el estilo “por respeto”. “¿Estaban ustedes al corriente de las amenazas extremistas?”, insiste la abogada. “Sí”, responde el testigo. “O sea”, replica la abogada con sorna y contundencia, “que no las publicaron por respeto, lo hicieron por miedo”.

Cuando una persona amenaza con matarte o directamente te apunta con una pistola, es imposible que tus actos sean libres. Están dictados por el miedo. ¿Cómo no? ¿Y cómo no va a ser ese miedo respetable y comprensible? Nadie tiene derecho a exigir a nadie que se inmole en nombre de unos principios. ¿Lo haríamos nosotros? ¿Dejaríamos de pensar en nuestras familias, nuestros hijos, nuestras parejas? ¿Dejaríamos de pensar en el dolor, la sangre, la mutilación, la oscuridad, la muerte? Por supuesto que no. Existen personas cuya fuerza, entusiasmo o empuje les lleva a situar su compromiso por encima de todo eso, personas cuyas familias saben de su renuncia y de su riesgo. El mundo es un poco mejor cada día gracias a ellas, sin duda, pero su labor es fruto de una decisión personal. La decisión de proteger la propia vida y la de la familia, plegándose a las amenazas, también lo es. Y nadie puede criticarla.

Sin embargo, este terrible debate desatado una vez más por hombres que entran en una redacción y disparan a bocajarro a unos periodistas, o degüellan a otro en mitad del desierto frente a una cámara, no es sobre el miedo –legítimo-, sino sobre uno de sus productos más temibles: la cobardía. Ese sentimiento que impulsa a no llamar a las cosas por su nombre. Esa actitud que consiste en creer (y afirmar con total hipocresía) que una decisión tomada bajo amenazas sigue siendo una decisión libre. Es legítima, como decíamos. Pero no es libre.

Como no son libres las decisiones de los grandes periódicos norteamericanos que no publicaron las caricaturas que desataron las amenazas por una supuesta escrupulosidad en su deseo de no “incitar al odio” ni “ofender las creencias religiosas”. La realidad es que no las han publicado porque tenían miedo, como bien dejaba claro, en la ficción, la abogada de The Good Wife en su interrogatorio de un testigo ante un tribunal de Chicago.

Este es un debate al que todo periodista -escriba, dibuje, fotografíe o se limite a reenviar por las redes sociales los contenidos de otros colegas-, debería dedicar algunos minutos de reflexión. En realidad, deberían dedicárselo todos los que se consideran ciudadanos de un país libre y aconfesional. Porque en este debate están en juego los valores por los que hemos peleado desde hace siglos en Occidente y sobre los que se funda aquello que consideramos bueno: la democracia, la libertad de conciencia, la confidencialidad de las fuentes, la libertad de expresión. La libertad de credo. La aconfesionalidad de las instituciones públicas. La separación entre la Iglesia y el Estado. La no discriminación por razón de sexo, ideas políticas, fe o raza –o el término políticamente correcto equivalente-. En definitiva, los valores de la Ilustración.

Creencias: esta es otra palabra que merece un análisis meditado y a fondo. ¿Qué es una creencia? ¿Un principio moral? ¿Un sistema ético? ¿La adhesión a una guía de valores? Sí y no. Una creencia es, en primer lugar, un impulso emocional, algo hondamente enclavado en nuestra forma de sentir y de percibir el mundo. Nos lleva a actuar y a pensar de una determinada manera, pero no como resultado de una reflexión racional, sino de una convicción que está más allá de ella. La creencia es la base de lo que llamamos fe. Y la fe no es el resultado de una deducción intelectual, sino de un don. La fe va por un lado, con el brillo de sus verdades aceptadas por la gracia de un ser supremo, y la razón va por otro, con su no menos brillante cortejo de conclusiones extraídas de la comprobación y el análisis. Las relaciones que actualmente mantienen ambas en el mundo occidental se basan en un viejo acuerdo de la filosofía del siglo XX: no nos estorbemos, que cada una siga su camino, nuestras naturalezas son incomparables y, por lo tanto, no existe acuerdo o desacuerdo posible entre nosotras, estamos en mundos y niveles de realidad diferentes. Probar la existencia de Dios con ayuda de la razón –o su no existencia— ya no tiene sentido para nosotros, aunque sí lo tuvo en la Edad Media y para los primeros filósofos de la Modernidad.

Sin embargo, por su misma esencia –irreductible a la razón, proveniente de un ser superior, etc.—y por el poder histórico de sus instituciones –las Iglesias–, la creencia tiene un estatus de inviolabilidad en nuestra sociedad difícil de compaginar, a menudo, con los valores de la razón, la democracia y la convivencia. Parece que en nombre de la creencia puede justificarse casi todo –por no decir todo: desde el encarcelamiento de las mujeres que se someten a un aborto, hasta la condena de la homosexualidad. “Es que son sus creencias”, decimos. Y es como si quedara suspendido el juicio, y el dilema moral que debería ser parte de su carga –de la carga de los que “creen”, sea lo que sea, y pretenden que se legisle en nombre de esa creencia-, se convierte en nuestra carga –la de los que procuramos someterlo todo al cedazo de la comprobación racional. Ellos –los que blanden sus creencias como escudo, cuando no como un arma—creen. Nosotros –ciudadanos secularizados que, creamos o no, dejamos nuestras creencias para el ámbito de lo privado— estamos, sin embargo, obligados a pensar. Por nosotros y por ellos. Y recibimos el nombre de relativistas morales. Pero no. No somos relativistas morales. Precisamente, porque nuestros valores no se fundan en un intangible, tenemos que pelear el doble, para demostrar que, a pesar de no apoyarnos en Dios, no pensamos que todo esté permitido. Y, especialmente, no todas las creencias son aceptables, aunque no puedan razonarse. Al igual que no todos los razonamientos son admisibles, aunque sean perfectamente coherentes y razonables. No, no es un galimatías; es uno de los debates más importantes de nuestra civilización occidental.

Y entonces llegamos al quid de la cuestión: ¿con qué armas se defienden creencias y razonamientos cuando alguien los pone en duda? En nuestra tradición, la idea es que “las luces se curan con más luces”. Es decir, los delirios de la razón se curan con más razón. Pero, ¿y las creencias? “Son creencias, hay que respetarlas”, nos dicen. Las ideas se pueden discutir, criticar, enmendar, someter al fino filo de la ironía, el sarcasmo y todos los otros instrumentos de una mente cultivada y bien entrenada en la discusión racional. ¿Y las creencias? “Son creencias, hay que respetarlas”, vuelven a decirnos.

Y así una y otra vez. Lo sagrado es inatacable. El creyente actúa movido por sus emociones, por una fuerza que está por encima de él y de todos nosotros. En las sociedades que han vivido la Ilustración, su manera de defenderse es tratar de acudir a los antiguos maestros de la filosofía que afirmaban que la razón también proviene de Dios y que la moral es una ley natural igualmente divina. Saben que deben imponerse con un cierto grado de razonamiento. Pero en las sociedades donde no se ha producido esa revolución de la Razón y las raíces de sus instituciones públicas siguen siendo teocráticas, la única forma que tienen de defenderse los creyentes es mediante el silencio –la autoexclusión en las sociedades secularizadas-, el martirio (poner la otra mejilla) o el castigo y la venganza (ojo por ojo) contra aquellos que niegan no ya la palabra de Dios, sino simplemente su supremacía. Llevarles la contraria es una blasfemia, una ofensa. La estrategia para impedirlo: la amenaza. La excomunión, el infierno, y en, su versión más extrema, la muerte. Nuestro Papa lo ha puesto de manifiesto con esa metáfora del puñetazo si le “mentan a la madre”. ¿Hay algo más detestable que un machito ofendido porque han insultado a su madre? ¿Es que no han enseñado a los machitos en estos años a defenderse de otras maneras cuando se sienten insultados? “Ninguna creencia religiosa justifica matar a otros”, afirma Bergoglio. Y acto seguido acude al viejo “si me ofenden, me provocan”: ¿es a eso a lo que queda reducido, a la postre, el sentir religioso? ¿A una emoción que acaba en un impulso?

Entonces, ¿cómo no vamos a retirarnos del escenario muertos de miedo cuando el puñetazo es un kalashnikov? Sin embargo, muchos no lo hacen. Insisten en defender y practicar aquello en lo que su razón también les ha llevado a creer: que la crítica y la autocrítica son necesarias, que el análisis mantiene viva nuestra democracia, que la risa es un don humano, el único que de verdad nos diferencia de los animales (véase Aristóteles). Su objetivo son los políticos corruptos, los empresarios deshonestos, los ciudadanos hipócritas. Y también los fanáticos –ideológicos o religiosos-, algunos desgraciadamente con kalashnikov. Charlie Hebdo es un doloroso ejemplo. Doloroso porque los periodistas han pagado con sus vidas, pero también porque muchos llaman a su compromiso “provocación” y “falta de respeto”. ¿Puede haber razonamiento más insidioso, más perverso? Cuando una persona mata en nombre de sus creencias, no hay provocación, mata y punto, porque es un asesino y sólo entiende ese lenguaje, el del sometimiento, para organizar el mundo desde su punto de vista. Cuando un marido maltrata a su mujer, no hay provocación; hay maltrato y punto, porque solo entiende ese lenguaje y cree que todos le deben un respeto ceremonial a su narcisismo.

Yo, modestamente, no me atrevo a decir “no tengamos miedo”. Solo digo “no llamemos al miedo respeto”. El respeto es un concepto ilustrado y racional. Lo sagrado es sagrado para quien cree en ello, para los que no lo hacen es algo digno de respeto, pero por ello mismo también de análisis, discusión y, si se tercia, crítica e ironía. Humor y risa. Eso es en lo que mi educación ilustrada –francesa— me ha llevado a creer. Me enorgullece poder decir que soy una Charlie de pura cepa. Con todo respeto.

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