Si el mundo fuera una calle, sería esta

Uno de los negocios de la Calle del Amparo en el madrileño barrio de Lavapiés. Foto: A. E.

Uno de los negocios de la calle del Amparo en el madrileño barrio de Lavapiés. Foto: Ana Esteban.

La escritora Ana Esteban llega a su entrega número 40 de ‘Sitios de Paso’, una mirada muy personal a la realidad, recorriendo una calle del madrileño barrio de Lavapiés que bien podría representar al mundo entero: desde las peluquería africanas a las tabernas castizas; desde tiendas de alimentación árabe a la fundación Veintiséis de Octubre, dedicada a la asistencia de mayores LGTB; desde la plaza Nelson Mandela hasta desembocar en La Casa Encendida. Estamos en la calle del Amparo.

En la plaza de Nelson Mandela se están peleando dos niños por una pelota, pero en el grupo de mujeres que parlotea en los bancos de piedra no se inmuta nadie. Las fachadas que circundan la plaza, moteadas de agujeros y desconchones, aún proyectan como pantallas la última luz del día y por eso algunos balcones abiertos parecen bocas sin respiración, oscuras y quietas como si todos los pisos estuvieran deshabitados o habitados por fantasmas. NO ES CRISIS ES CAPITALISMO, reza junto a un cubo rebosante de basura el mural que adorna los bajos a medio construir del edificio. Aquí, en Lavapiés, te asalta en cada rincón una metáfora de algo.

En realidad, Lavapiés no es el nombre del barrio, sino el de otra plaza en la que desemboca la calle homónima. Y esta plaza de Nelson Mandela se llamaba antiguamente de Cabestreros y te la encuentras como por sorpresa a la vuelta de una esquina cuando bajas por la calle del Amparo, llamada así en honor a una popular comadrona del siglo XVII que en cada parto ponía un capullo de rosa en un vaso de agua para augurar la salud del recién nacido. Calle de la Comadre de Granada: así aparece en el plano de Madrid que Pedro Teixeira dibujó en 1656, trazando desde la calle de la Encomienda una larga línea de casitas apretadas con huertos traseros, en los que se aprecian incluso algunos árboles. La ciudad que dibujó Teixeira de manera tan minuciosa surge en sus mapas encantadora y ordenada, salpicada de fuentes, plazuelas y jardines y misteriosamente exacta. Parece que el cartógrafo tuviera una fabulosa mirada satelital, y su pulcra ciudad también parece mejor que la de ahora.

Contemplada desde arriba, la calle del Amparo se precipita por un empedrado maltrecho jalonado de pivotes y cubos de basura, por donde bajan y suben los viandantes entre portales meados y escaparates estridentes, paredes pintarrajeadas y extraños bultos y cajas en las puertas de comercios atiborrados de mercancías: fruta o comida de otros países, ropa, bisutería, artilugios electrónicos, zapatos o telas. Nada distinto a otras calles de este universo multicultural que llaman Lavapiés, recién distinguido en una conocida publicación de tendencias como el barrio más cool de Europa. Javier, un cocinero de Salamanca que lleva doce años viviendo aquí, levanta una ceja y sonríe cuando se lo digo, sin dejar de trajinar con cacharros en la cocina de Sr. Matambre: un pequeño local en el número 12 donde prepara cada día platos saludables y veganos para llevar a casa. “La seguridad y la limpieza del barrio han empeorado considerablemente y creo que esto no es casual, que está provocado para que el vecino de toda la vida se marche. Yo vivo con mi mujer y mi hija en un piso aquí cerca y el año pasado nos subieron de golpe el alquiler un 20%; casi acabo de abrir el negocio y ahora mismo no podemos ni pensar en un traslado, pero entre los dos llegamos apenas a pagar facturas”. Charlamos un rato y mientras echa una lombarda picada a una enorme olla, Javier va desgranando envuelto en vapor esos números a los que no llega, y luego me pide no aparecer demasiado en las fotografías. “Yo huyo un poco de esa idea del cocinero estrella de ahora, aquí la protagonista es la comida”, dice, y remueve con energía hasta arrancar a la lombarda temblorosa unos destellos púrpura.

La tienda de bisutería Apolo en el número 11 del Amparo. Foto: A. E.

En esta calle se pasa en pocos metros de la bisutería asiática y el diseño ‘hipster-chino’ a peluquerías y restaurantes africanos, como este. Foto: A. E.

En la puerta de la Fundación Veintiséis de Octubre, en el número 27, hay un tablón con anuncios de múltiples actividades y un velador con dos sillas de escay que parecen sacadas de alguna cocina por la que seguramente pasé durante mi infancia. Dentro hay alguna silla más en torno a varias mesas camillas distribuidas por un saloncito pintado de azul con fotos antiguas en las paredes y un mueble librería con el que en otro tiempo debió de soñar alguna pareja modesta de recién casados. En una gran jaula un papagayo gris hace ruidos extraños picoteando algo en un cuenco metálico. Francisco Semper, que gestiona las llamadas y visitas de esta asociación dedicada a la asistencia de mayores LGTB, rememora el ataque homófobo que sufrieron este verano cuando entraron unos tipos montando lío con sus habituales proclamas ignorantes, y cómo tras hablar con ellos consiguió calmarlos y terminaron ofreciendo disculpas. Aunque no vive en el barrio, observa la amenaza de la gentrificación. “Hay una intención clara”, dice, “de que esto sea la nueva Malasaña o la nueva Chueca creando un escaparate de barrio; se están dejando de lado las políticas de convivencia entre las comunidades multiétnicas y los vecinos tradicionales, y se está especulando con los alquileres para atraer a gente con más poder adquisitivo. Hay un usuario en la fundación que el mes que viene tiene que abandonar su casa de siempre, porque le han subido tanto el alquiler que le resulta imposible seguir viviendo aquí.” A Francisco le parece que el barrio no está sucio por falta de limpieza sino por el comportamiento poco cívico de los vecinos y de los visitantes extranjeros que alquilan pisos turísticos para alborotar con sus fiestas. “El otro día se bajaron dos de un Cabify y vomitaron en la misma puerta, pero no puedes decirles nada porque van en grupo y están borrachos”.

Casi contigua a la fundación, una Peluquería unisex afro-americano ha colgado en la fachada un catálogo de cabezas con sofisticados trenzados; hay un montón de peluquerías a lo largo de la calle y aunque sea tarde siempre hay gente en ellas, porque los africanos suelen ir muy arreglados. Al otro lado, pasada la plaza, destaca la puerta multicolor del centro socioeducativo Mensajeros por la Paz con una pancarta que dice BIENVENIDOS en grandes letras rojas. En 1985 se instaló en el número 83 de esta calle del Amparo el primer centro social autogestionado de Madrid, el KOKA (Kolectivo de Okupantes de la Kasa de Amparo), que fue desalojado once días después pero inspiró los muchos espacios alternativos que desde entonces han ido abriendo sus puertas a la cultura o la sostenibilidad, desarrollando proyectos sociales o sirviendo de encuentro para colectivos o creadores, y que son otra de las señas de identidad del barrio.

Hace cuatro años que el diseñador Daniel Chong abrió su atelier en el número 42, un amplio y luminoso local por el que deambula con pasos flotantes un hermoso galgo negro, y en cuyo escaparate hay una vegetación exuberante entre artículos coloridos y un cartel que anuncia: MADE IN HERE! “Cuando llegamos”, me cuenta Daniel, “nos hicieron pintadas como “hipsters fuera del barrio” y cosas así, pero luego vieron que somos un comercio local, un taller de confección con marca propia, lo mismo que la ferretería de enfrente o la frutería que hay más allá, y a partir de entonces ya no tuvimos problema”. Aunque coincide en que de un tiempo a esta parte ha aumentado la inseguridad y la suciedad en la calle, observa más presencia policial y trabaja tranquilo como siempre con las puertas abiertas. “El barrio está en proceso de gentrificación, y eso es inevitable”, concluye.

La concentración de teatros y librerías en todo Lavapiés es un síntoma de la vigorosa actividad cultural que ofrece a sus visitantes. Desde el esquinazo del edificio amarillo en el cruce de Amparo con la calle Provisiones, el cartel de la librería Contrabandos propone a todo el que pasa “materializar la cultura”. Alfonso Serrano, uno de sus responsables, también detecta señales que apuntan a una creciente gentrificación del barrio. “Aunque pudiera parecer lo contrario”, dice, “a nosotros como negocio no nos beneficia porque vendemos sobre todo a los vecinos y no a la gente de paso o a los turistas, que no son nuestra clientela”. La librería está especializada en libro político y abarca también la editorial La Oveja Roja, y como explica Alfonso, surgió desde una asociación de editoriales para promover “el pensamiento emancipado y el encuentro social”. Curioseo entre sus anaqueles, donde entre narrativa y ensayo hay muchos títulos de pequeños sellos independientes como Laertes, Proteus, Txalaparta o Bellaterra. Y charlo también con Olalla, que está echando una mano al librero con las cajas y acaba de mudarse a la calle Amparo gracias al alquiler asequible que le proporciona un amigo. “Es un barrio agradable y peatonal donde puedes vivir sin ruido de coches, y tiene mucho encanto por su ambiente tan diverso, que genera algún conflicto sin importancia; aquí estamos viniendo personas con estudios universitarios, con trabajo y acceso a un alquiler, pero han subido muchísimo”, dice, y repite dos veces más “muchísimo”. Olalla piensa que este problema no lo genera la especulación de los vecinos, sino las empresas que están comprando inmuebles para abrir alojamientos turísticos. “Los vecinos de toda la vida ya son mayores, y cuando mueren sus hijos no se quedan en el barrio sino que alquilan o venden los pisos; esto es muy evidente y muy rápido, cada vez se nota más”.

En el último tramo de la calle las tiendas de alimentación anuncian productos africanos, latinos, asiáticos o árabes, donde igual puedes comprar naranjas o carne o recargar el saldo del móvil, y luego despliega su oferta gastronómica con los veteranos a la cabeza: Los Chuchis, La Fisna, o la mítica Bodega Alfaro con sus barriles rojos y su suelo de terrazo alfombrado de servilletas.

Ya se están encendiendo las farolas y el ajetreo que había hasta hace un rato –mujeres empujando carritos de bebé, niños corriendo, chavales con deportivas de marca y gente haciendo la compra- se vacía poco a poco mientras se llenan los bares. Los comerciantes echan el último pitillo en la puerta antes de cerrar, mirando ensimismados las colillas del suelo. Si el mundo fuera una calle podría ser esta, pienso. Y de pronto imagino que han pasado los años y está llena de franquicias perfumadas de ambientador y los turistas pasean por el decorado de lo que una vez fue. Pero se oye la hélice de un helicóptero que está cruzando sobre los tejados y miro hacia arriba, y luego es como si por un momento todo se hubiese detenido y fuese a quedarse así para siempre.

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