Soto Ivars: «Mis villanos son como niños repipis de Master Chef Junior»

El ganador del premio

El ganador del premio

El escritor Juan Soto Ivars sostiene su novela ‘Ajedrez para un detective novato».

Con tres novelas a sus espaldas, de las cuales cabe destacar la excelente ‘Siberia’, así como numerosos relatos, algunos reunidos en dos antologías de referencia -Bajo Treinta’ y ‘Última temporada’-, Juan Soto Ivars puede considerarse una de las nuevas voces literarias más prometedoras. Además, su extensa colaboración en medios de comunicación escritos con artículos de carácter principalmente político lo están consagrando, junto a Jorge Bustos, como uno de los columnistas jóvenes de referencia, heredero del legado de Francisco Umbral, de quien Soto Ivars se declara gran lector. Ahora se adentra en la literatura infantil con ‘¡Prohibida la ducha!’ (Siruela).

En una reciente entrevista comentabas que no creías haber hecho ningún salto hacia la literatura infantil puesto que ‘Ajedrez para un detective novato’ estaba ya impregnada de humor infantil. Sin embargo, no se puede negar que hay un cambio en tu recorrido literario que a muchos les puede sorprender.

Es cierto que para determinados autores que nunca se han dedicado a la literatura infantil les resulta llamativo este salto, sin embargo a mí no me lo parece en absoluto: no sólo por el humor infantil que caracteriza mi anterior novela, sino porque tengo un compromiso con la literatura en su totalidad, independientemente del lector a quien vaya dirigida. No quiero ejercer este compromiso buscando siempre una novedad o un giro; muchos, y con todo el derecho, sostienen que su literatura es algo nuevo respecto a la tradición, pero, en mi caso, mi literatura no busca ni se define a priori como algo absolutamente nuevo. Evidentemente intento que cada novela sea distinta, nueva, respecto a las demás, pero mi compromiso es sobre todo con la literatura en sí misma y con los lectores; de ahí mi deseo y mi voluntad de que los niños lean, pues ellos son los lectores de mañana. Como autor, me doy cuenta de que si nosotros no intentamos invitar a la lectura, nadie lo va a hacer; la educación no lo va a hacer, los planes de estudio están desalojando los libros en pos de las tabletas y los ordenadores y, por tanto, si nosotros, los autores, no nos implicamos en el fomento de la lectura no lo va a hacer nadie.

El tema, sin embargo, no es sólo fomentar la lectura, sino fomentarla desde la calidad literaria y no a toda costa.

Evidentemente, y por esto digo que tenemos que ser los autores los primeros en fomentar la lectura y hablo, en concreto, de autores con calidad literaria. Si Albert Espinosa escribe un libro para niños, aparte de que creo que todo lo que escribe es para niños, no sé si está haciendo un favor a los jóvenes lectores. Me gustaría que autores como Sergio del Molino o Juan Gómez Bárcena, autores que admiro y cuyas obras disfruto, en algún momento se decidieran a dar el paso hacia la literatura infantil; no quiero que lo hagan forzosamente, pero sí que me gustaría. Yo he decidido dar este salto, porque creo que todo lo que escribo para un público lector joven está irremediablemente relacionado con el futuro, es decir, con los futuros lectores y, por tanto, con mis potenciales futuros lectores.

De tus palabras se desprende un interés por la relación intergeneracional y un interés, poco frecuente, por las generaciones más jóvenes.

Hoy Elvira Lindo publicaba un artículo muy acertado acerca de la desconexión entre las generaciones mayores y las más jóvenes. Nosotros, los de mi generación, nos quejamos de que los de las generaciones anteriores no nos leen, pero nosotros tampoco leemos lo que se escribe para los niños, para los que son más jóvenes que nosotros. Nuestra actitud es la misma de aquellos a quienes dirigimos nuestras críticas; en el fondo, nosotros deseamos ocupar el lugar de los más viejos y creo que, con el tiempo, terminaremos por adoptar su misma actitud que hoy, en cambio, criticamos. Observo, de hecho, una desconexión absoluta entre nosotros y los jóvenes.

Debe haber un compromiso con los más jóvenes desde un compromiso con la calidad literaria: tú les hablas a los jóvenes lectores de tú a tú, no rebajas el nivel por tratarse de jóvenes lectores.

En mi infancia, tengo más experiencias decepcionantes con la lectura que positivas porque me he encontrado a muchos autores de literatura infantil y juvenil que para dirigirse a los niños se ponen un disfraz de curilla moralizante y aleccionador. Para mí es un error y, de hecho, creo sinceramente que los buenos autores de literatura infantil tienen una actitud completamente opuesta: intentan conectar con los críos de una forma gamberra y ofreciéndoles personajes creíbles, tan creíbles como los que ofrece la literatura para adultos. Yo he escrito ¡Prohibida la ducha! para críos que yo, como adulto, pueda admirar, para críos que me puedan caer bien; hay muchos niños cursis, pero no me interesan en absoluto.

En más de una ocasión has mencionado como uno de tus referentes a Roald Dahl quien en su novela ‘Mafalda’ realiza, desde la perspectiva de los niños, una acérrima y muy poco condescendiente crítica al mundo de los adultos.

Los niños están en una guerra en contra de los adultos porque desean la libertad necesaria para hacer lo que ellos quieren y detestan que se les dé una educación que, si bien es absolutamente necesaria, es algo para lo cual los niños no están preparados. De ahí la fascinación de los niños por aquellos adultos que no encajan; cuando eres pequeño, el familiar a quien más admiras es aquel que ves poco y que es el más gamberro de todos, aquel que hace el catre. Por el contrario, el niño tiende a estar harto de sus padres, aun siendo las personas a las que más quiere. Creo que la literatura infantil debe ser un poco como ese familiar gamberro, creo que no debe educar, sino debe entusiasmar el deseo de leer.

Es decir, ¿crees que la literatura infantil no debe contener un discurso no moral, pero sí ético o educacional?

La literatura no tiene que ser inmoral, pero no debe formar parte de la educación. Yo he querido escribir un libro que los maestros no deban forzosamente recomendar a los alumnos pensando en la formación y educación que el libro pueda ofrecer. ¡Prohibida la ducha! es un libro para leer en el recreo, en el tiempo libre. En la infancia, la literatura debe ser ocio; es con la edad que uno se forma culturalmente y los libros se convierten en algo más que entretenimiento, pero de pequeños la literatura debe ser ocio, un ocio capaz de competir contra el fútbol, la consola, la televisión… Los libros para los niños deben ser un entretenimiento que funcione a la vez como una llamada hacia un lenguaje más complejo, el de la literatura.

‘¡Prohibida la ducha!’ es un título que aboga por prohibir algo que para los adultos es una obligación. No digo que llames a la insumisión, pero sí que abogas por el deseo de libertad de los niños.

Sí, en parte el título responde a lo que tú comentas y en parte responde a mi voluntad de querer conectar con los niños de una forma directa: todos o al menos la mayoría de los críos tienen una época –yo la tuve- en la que rechazan la ducha y lavarse. A través de este sentimiento compartido, quería conectar con los niños y no lo quería hacer para decirles que la ducha es buena, no quería dar al libro ninguna moralina. Es verdad que los niños al final terminan por ducharse, pero porque ya la suciedad es tal que no tienen más remedio; yo lo que quería transmitir es que a pesar de toda la libertad y la diversión que esta pueda suscitar, hay problemas. En este país aparentemente idílico, los niños se enfrentan a unos problemas que deben resolver con sus propias herramientas, sin la ayuda de los adultos.

Es decir, ¿niegas una concepción utópica de la libertad, mostrando que la libertad absoluta también tiene sus problemas y conflictos?

En la novela sí que abogo por una libertad absoluta puesto que es la libertad que desean los niños, pero abogo por ella recordando al mismo tiempo que siempre hay que tomar decisiones y que éstas no siempre son fáciles. Por otro lado, al margen del libro, yo defiendo la disciplina, la necesidad de inculcar la disciplina, pero, como decía antes, pienso que no es la literatura quien la debe inculcar. Creo que la literatura debe funcionar como contrapunto, como una válvula de escape y no sólo para los niños, sino también para los adultos. Nuestra vida es una basura: el trabajo, la precariedad, la inestabilidad… La literatura debe ser nuestra válvula de escape. En el caso de la literatura infantil, no puede ser parte del aparato represivo que es la educación porque, de lo contrario, resultaría imposible entusiasmar a los niños con la lectura.

En relación a esta idea de evasión, pienso en la novela de Ana María Matute, ‘Paraíso Inhabitado’. A pesar de las diferencias, tanto Matute como tú construís un espacio inexistente donde refugiarse.

El mundo al que se trasladan los niños es un mundo ficticio, un mundo completamente distinto a la ciudad en la que viven, una ciudad castigada por la crisis, una ciudad que tiene poco que ofrecerles y en la que están atrapados puesto que sus padres no han podido permitirse unas vacaciones. Ellos pasan del aburrimiento de la ciudad a la aventura en un país ficticio donde todo lo prohibido es posible. El aburrimiento que viven los protagonistas del libro es el aburrimiento de muchos niños que están obligados a pasar sus vacaciones en la ciudad; el verano pasado, en Barcelona, podías observar gran cantidad de niños aburridos de pasar el día en la calle, arriba y abajo con el monopatín, así durante tres meses. Ellos no pueden ir a un país ficticio, pero si cogen un libro pueden alejarse, escapar al menos durante un tiempo del tedio de cada día.

La lectura como viaje de huida.

Sí, pero no sólo la lectura. Los escritores repetimos la cursilería de que la lectura es la mayor válvula de escape, pero no es cierto: los videojuegos provocan este mismo efecto de huida hacia una realidad ficcional y de una manera más fácil. Lo mismo que el cine, las series, la televisión…, los niños están llenos de estímulos que les permite evadirse.

Pero en un momento en el que la imagen lo domina todo, no está de más reivindicar la evasión que ofrece la escritura y los textos literarios.

No puedo decir que siempre se llegue más lejos, pero mi experiencia me dice que con la literatura he llegado más lejos, con la literatura he descubierto más realidades nuevas y distintas que con el cine o los videojuegos. Esta es mi experiencia, pero no puedo decir que la literatura sea mejor que otros estímulos, aunque creo que la literatura, por su propia naturaleza, está conectada con el pensamiento y la reflexión y hoy es más necesario que nunca fomentar la reflexión en los niños, de lo contrario el futuro será todavía peor que el presente.

En el intento de llegar a los niños, ¿ha sido para ti un reto compartir su lenguaje y adoptarlo en el momento de construir los personajes?

No creo que fuera un reto, evidentemente tuve que plantearme qué lenguaje les daría a los personajes y decidí evitar todo tipo de modismos. Mientras los niños de mi época hablaban como Chiquito de la Calzada, ahora utilizan las mismas expresiones que te encuentras en Hora de aventuras; es decir, el lenguaje está condicionado por la moda del momento. Ahora los niños reproducen las frases que ven en los dibujos animados, hablan como Fini o como el perro Jake; yo he evitado recurrir a todos estos modismos para así no localizar la historia a un momento muy determinado y además porque todos los modismos se agotan en un lapso de tiempo de cinco años, más o menos. Sí es verdad que los malos hablan como pijos, utilizan palabras en inglés, hablan con mucha cursilería, pero era una manera de diferenciarlos negativamente de los protagonistas.

¿El rechazo de los modismos responde a la búsqueda de la atemporalidad para la obra?

En la novela que acabo de terminar, describo un futuro cercano donde la crisis no ha sido solamente una crisis, sino que ha sido el inicio de una debacle mucho más prolongada, como puede que en verdad termine siendo. Construyo una sociedad en el que las clases sociales se han separado completamente, configurándose como estamentos que se ubican en oposición en la ciudad: por un lado arrabales y por el otro lado zonas amuralladas para los ricos. A los pobres les he dado un lenguaje con muchos modismos, puesto que era la manera de diferenciarlos de los ricos. En literatura, si quieres distinguir una clase social –y los niños son una clase social- de otra, no tienes que recurrir forzosamente a su habla actual, sino que creo que es más efectivo recurrir a expresiones más antiguas, así no caes en errores ni en exageraciones imitativas. La cuestión es que el lenguaje refleje la diferencia estamental.

En ‘¡Prohibida la ducha!’ el habla pija es el habla de los malos. No sé si hacer una lectura marxista…

Se podría hacer perfectamente y bien sabes que yo no soy marxista.

Pero, ¿por qué esta asociación de lo pijo con lo malo?

La respuesta es sencilla: los malos, a los que describo como pijos, son los niños que a mí de pequeño me caían mal. Los malos están inspirados en los niños del programa Master Chef Junior: son niños repipis que juegan a ser adultos en miniatura. En estos días estaba leyendo un ensayo acerca de las cuatro hijas del zar Nicolás y las pobres no podían no ser repipis, se les exigía ser adultas en miniatura y, en parte, esto es lo que se exige a esos niños del programa. Me encantaría que ¡Prohibida la ducha! llegase a las manos de las dos infantas, puesto que con el libro lo que quiero decir a los niños es que se diviertan, que no se conviertan en pequeños adultos.

Pero tras este mensaje a los niños se esconde una dura crítica a los adultos, que son quienes convierten los niños en adultos en miniatura.

Los dos hemos visto fotos del uno y del otro de críos, así que recuerda cómo íbamos vestidos: llevábamos chándales, rodilleras para tapar los agujeros que nos hacíamos jugando, las camisetas no eran siempre impolutas, todo lo contrario. Ahora, sin embargo, veo a los niños, sobre todo a los hijos de las clases altas, y me dan mucha pena: los pobres van perfectos, no se pueden manchar; van todos como si fuera domingo y estuvieran en misa, estrenando un vestido nuevo. Cuando éramos críos, los escaparates de ropa para nosotros eran escaparates de tienda de barrio, con ropa normal, ropa para que pudiéramos jugar, ensuciarnos… Ahora, sin embargo, ves algunos escaparates donde exponen ropa, sobre todo para niñas, marcadamente de adultos, ropa incluso con un deje sexual que llama la atención.

La ropa, sobre todo para las niñas, se ha sexualizado, algo impensable en los ochenta, cuando nosotros crecimos.

Si un niño de ahora, vestido según la moda que se impone, desembarcase en los años ochenta, ese niño sería el hazmerreír. Este cambio lo he querido mostrar en ¡Prohibida la ducha! a través del personaje de Uma, una niña que se pinta las uñas, que va de compras con su madre y a la que le cuesta adaptarse a la suciedad del mundo de Pestor. Yo creo que si se educa a los niños a ser pequeños adultos pijos, muy atentos a la mera imagen estética, los condenamos, porque no sabrán gestionar las problemáticas que luego deberán afrontar en el futuro.

Y, sin embargo, parece ser la tendencia: los concursos de televisión con niños pueden ser un ejemplo.

Son programas en los que se hace conectar a los niños con la idea de éxito de los adultos.

Una idea de éxito falsa también para los adultos.

Completamente falsa también para los adultos, pero que articula toda la sociedad contemporánea: el éxito empresarial, el éxito neoliberal, el éxito forzosamente mediático, porque sin fama no hay éxito. Los youtubers, como Rubius, son un ejemplo de ello: adoración por las marcas, desconexión del mundo conceptual, todo es simplemente imagen. Su éxito es un éxito que muy poco tiene que ver con el éxito moral. Y lo peor es que la sociedad les aplaude y, sin embargo, es necesaria una mirada crítica ante este fenómeno, puesto que creo que a través de la comprensión de este fenómeno podemos comprender qué está pasando y en qué dirección está yendo el mundo.

Y comprender hacia dónde no debemos ir es la manera de cambiar rumbo.

Es que soy fatalista. Yo me inscribo en la rebeldía íntima de Josep Maria Esquirol.

No me parece que seas un rebelde íntimo: eres un columnista que siempre se moja, que no huye de la polémica siempre que sea necesaria. Alzas la voz y no temes llevar la contraria.

¿Pero tú crees que con lo que escribo puedo llamar a la rebeldía? Yo no tengo afán de cambiar las cosas; si lo tuviera, me metería en política, no en periodismo o en literatura.

Sin embargo, el buen periodismo, como la literatura y el ensayismo, puede ser más radical que la política, puesto que llama a la reflexión, al cuestionamiento y la autocrítica.

Yo tengo un concepto de la rebeldía muy político y tú tienes un concepto de la rebeldía más filosófico. Es verdad que en cuanto a la acepción más filosófica del concepto de rebeldía, yo no soy en absoluto un rebelde íntimo, al contrario, soy un escandalizador. Soy alguien que, por ejemplo, tiene una absoluta rebeldía pública contra la inercia: la inercia de no pensar, la inercia de inscribirte en un partido y no criticar nada de ese partido. Yo he sido muy crítico con Podemos y he sido muy crítico con Ciudadanos, pero no me creo ni que el primero sea un partido de locos chavistas ni que el segundo sea un simulacro de PP. Contra esta inercia de pensamiento de poner etiquetas me rebelo a través de mis artículos y contra la inercia de que los niños no leen, idea que me irrita profundamente.

Vivimos en un mundo de etiquetas: basta con que defiendas una determinada idea en un momento dado o con que escribas en un determinado periódico para que se te etiquete ideológicamente.

Me irrita mucho cuando se define a un periódico, como El Confidencial, con una mera etiqueta ideológica; los medios, independientemente de su naturaleza, son un engranaje con muchas personalidades distintas: en El País tienes desde Manuel Jabois o Elvira Lindo hasta Manuel Vicent y Javier Marías, pasando por el director, al que nadie quiere y que suscita controversia con algunos posicionamientos editoriales. Lo mismo se puede decir de El Mundo: es un periódico que contrata a Esperanza Aguirre como columnista, echan a Casimiro García Abadillo, ponen como director a David Jiménez, que es un periodista con mucho oficio y de gran reputación, tienes a Jorge Bustos, tienes a Raúl del Pozo, que es un verso libre…

Sin olvidar a Rubén Amón, un periodista que por su carácter crítico es difícil de encuadrar.

¡Exacto! En El Mundo está también Rubén Amón, que es un puto genio.

¿Temiste en el momento de escribir ‘¡Prohibida la ducha!’ que te inscribieran en otra liga literaria, es decir, en una liga ya no de literatura de adultos?

Estoy harto de los círculos literarios y del miedo de algunos a ser puestos en un círculo u otro. Hay gente que está muy preocupada por la visión que se tiene de ella en estos círculos, pero hay que darse cuenta de que es imposible controlarlo, no podemos controlar cómo nos ven. He visto pasar sin pena ni gloria por los círculos literarios a escritores buenísimos, como por ejemplo Guillermo Aguirre, de quien no me canso de recomendar Leonardo.

‘Leonardo’ es una gran novela.

Lo es, pero salvo los amigos y los escritores de Hotel Kafka, todos ellos grandes escritores, casi nadie se ha hecho eco de su novela. ¿Por qué me voy a preocupar, entonces, de lo que piensen los escritores de mí? No me importa la visión que tenga un escritor de mi obra, me importa que cada uno de mis libros se defienda solo en el círculo que le corresponda.

Sin embargo, el artículo de Risto Mejide y tu respuesta reflejan la existencia de distintos círculos en el mundo editorial, algunos con más capital económico y otros con más capital simbólico, y hay confrontación.

A mí Risto Mejide ni me va ni me viene, pero él decía, sin venir a cuento de nada, que su éxito comercial y, el éxito comercial en general, implica buena literatura: sostenía que si un libro tiene muchas ventas es porque es bueno. Y yo lo que pretendía era responder a esta afirmación, puesto que, como he dicho, he visto a autores muy buenos que han pasado completamente desapercibidos. A lo mejor yo también, en su lugar, estaría incómodo e irritado como Risto Mejide, que tiene un éxito enorme de ventas y no cuenta con el respaldo de los escritores ni de la crítica, incluso a lo mejor también me enfadaría públicamente, pero no comparto en absoluto su insulto y su desprecio a los escritores y menos todavía a los que no tienen grandes ventas. Él está en una posición en la que puede ayudar a los escritores. Risto Mejide podría de vez en cuando leer el libro de alguien menos conocido y con menos ventas y recomendarlo. Una recomendación suya llega a muchos lectores.

Sustituir el desprecio por el apoyo y la recomendación no sería una mala idea.

Yo creo que lo único que se le puede pedir a una persona que tiene éxito es que sea generosa. Por otro lado, también es cierto que a priori no es más generosa la gente que no tiene éxito: yo veo a gente de nuestro entorno cultural que, aun sin grandes ventas, tiene ya un nombre y pasa absolutamente de todos los demás. Deberíamos leernos más los unos a los otros.

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