‘En el suelo sólo quedan nuestras cabezas’

http://www.metmuseum.org/art/collection/search/334240

La cabeza de, supuestamente, Robespierre. Dibujo del barón Dominique Vivant Denon. Museo Metropolitano de Arte Nueva York.

Nueva entrega de nuestros Relatos de un Extraño Verano, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Y bien extraño: “Cuando Monsieur Leloup, carnicero del Comité de Salud Pública recién llegado de París, puso los pies en Perpignan, la red de monárquicos comenzó a caer como trigo segado: Monsieur Simone, boticario de Thuir, Monsieur Dechamps, notario de Carcassonne… También atraparon a la Condesa de la Bilais cuando intentaba escapar escondida en el bajo fondo de una diligencia de correos que se dirigía a Olot”...

Por MARCO MALIBRÁN 

Desde aquí puedo ver cómo los ojos de Antoine Rambeau me acusan. Tiene razones para hacerlo. Son sus manos las que se mancharon de sangre, pero fui yo quien le instigué a cometer el delito.

Conozco a Rambeau desde chico. Nació en el campo, entre el trigo, con poco o nada que comer. Con apenas quince años se enroló como soldado y participó de la defensa de Saint-Malo contra los ingleses, donde la metralla le dejó tullido y medio sordo. Un año después volvió enjuto y más hambriento. Le ayudé a conseguir un trabajo como ayudante de carretero que, junto a la caridad, le permitió no vivir del todo en la indigencia.

El año en que la Convención Nacional cortó la cabeza a nuestro rey y la represión republicana asoló nuestras tierras, Padre, fue ahí cuando no pude aguantar más la injusticia y me comprometí con los complotistas. Mis ojos, entonces, se volvieron a posar sobre Antoine Rambeau, como hacen ahora.

Durante semanas azucé sus pasiones y confundí su entender para hacer de él mi herramienta. No me costó convencerle. Se sentía en deuda conmigo. Una madrugada de abril logró colarse en el Ayuntamiento, esgrimió su faca y cosió a puñaladas el vientre del alcalde de Thuir. Después bajó al vestíbulo del edificio e intentó justificarse ante los presentes. Antoine, que no sabía ni dónde quedaba Versalles.

Cuando Monsieur Leloup, carnicero del Comité de Salud Pública recién llegado de París, puso los pies en Perpignan, la red de monárquicos comenzó a caer como trigo segado: Monsieur Simone, boticario de Thuir, Monsieur Dechamps, notario de Carcassonne… También atraparon a la Condesa de la Bilais cuando intentaba escapar escondida en el bajo fondo de una diligencia de correos que se dirigía a Olot. Su cabeza descansa ahora junto a la de Antoine. Ambos me miran contrariados. Todavía no entienden dónde están.

El murmullo del público ha cesado. De pronto irrumpe una voz, “¡viva la Convención!”, y los aplausos y silbidos, como en un teatro, engullen la plaza. Veo cómo se llevan a rastras el cuerpo de mis amigos. En el suelo solo quedan nuestras cabezas.

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