Tantos edificios y tan altos

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Relato de Javier González con la masificación del turismo en Benidorm como telón de fondo.

 

Una mujer con menos años de los que aparenta, zarandea suavemente y habla en susurros a su marido, que cabecea en el asiento de al lado.

–Mariano, despierta. Que ya hemos llegado.

Cuando abre los ojos, el autocar está entrando en las cocheras y algunos pasajeros, los más impacientes, ya están de pie en el pasillo estirándose para coger sus bolsas de viaje de los portaequipajes.

–Han puesto La ciudad no es para mí –cuenta Gloria–. Hacía años que no la veía. Paco Martínez Soria me hace mucha gracia –Mariano la escucha, aunque todavía está medio dormido–. Espabila, que tenemos que coger el equipaje. Estoy loca por llegar al apartamento. ¿Cómo será? ¡Qué curiosidad! Yo estoy deseando verlo. ¡Con vistas al mar! ¿Te lo puedes creer?

Vienen desde Gárgoles, un pueblo entre la Alcarria y La Mancha. Allí tienen la tierra y una casa que Mariano heredó de sus padres. El dinero no es que les sobre, pero comida nunca falta en la mesa.

Gloria siempre quiso ver el mar. Cuando les tocó este viaje en el sorteo de la carnicería de Víctor, lloró de alegría. Inmediatamente se compró el bañador, las chanclas, la sombrilla, la silla plegable, la nevera portátil, las gafas de sol… “Me voy a instalar en la playa y no me voy a mover de ahí en toda la semana” –decía. Mariano, sin embargo, es más de agua dulce y de la tierra. Como le decía su padre, que en paz descanse: “Planta y cría y tendrás alegría”. ¿Y qué vas a plantar en la playa? –Se decía cargado de razón. Hoy, después de treinta años juntos, descubre el placer de hacerla feliz.

–¡Venga! ¡Levanta! ¡Que siempre tenemos que ser los últimos! –Gloria le pone la gorra y salen del autocar.

Por fin estaban en Benidorm. Calles y coches. Si no fuese porque la gente va en bañador y porque los edificios son más altos, podría ser Cifuentes. Bueno, y por este aire que parece que pesa. A Mariano le cuesta respirar y tiene que parar con frecuencia para secarse el sudor que le chorrea por debajo de la gorra. Un taxi les lleva a los apartamentos “Vistalmar”; un edificio de veinte pisos en el número noventa de la avenida de los Cormoranes.

–Mariano, espabila que se nos pasa el día y no hemos visto la playa –dice Gloria mientras camina delante.

Atraviesan unos jardines donde hay una piscina llena de niños, llegan al portal y entran en el ascensor.

–Dale al dieciséis, Mariano. Y agárrate, que nunca habíamos subido tan alto.

Mientras él lleva las maletas al dormitorio, Gloria recorre el apartamento.

–Ay, Mariano, que tenemos aire acondicionado… Y la cocina tienes que verla… ¡Mariano, ven aquí! ¡Tienes que ver esto! –grita alarmada.

–¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

–¡Ven! ¡Date prisa!

Gloria está parada delante de la única ventana que hay en el salón.

–¿Qué pasa?

–¡Mira! –dice señalando hacia la ventana.

–¿El qué? ¿A ver? ¿El edificio de enfrente?

–No, más a la derecha.

–¿El edificio de al lado?

–No tan a la derecha, Mariano. Mira, ponte aquí, donde estoy yo. Así, no te muevas. ¿Lo ves ahora? –pregunta mientras le sujeta por los hombros para que no se mueva– ¡Mariano! ¡Eso es el mar!

–¿Eso azul entre los edificios?

Como dos gatos de porcelana, se quedan mirando una estrecha franja entre los edificios que tienen enfrente. No mide más de un centímetro de ancho, pero aquella línea azul que se ve es el mar.

Según se acercan a la playa, el tráfico humano se organiza por un camino delimitado con vallas metálicas de color amarillo y se forma una cola que avanza poco a poco.

–¿Cómo dices que se llama el pañuelo ese que llevas puesto?

–Pareo, Mariano. Y tú vas muy propio con el polo ese marinero. Así es como hay que vestirse para ir a la playa.

Si miran alrededor, pueden distinguir, por el color de la piel, quiénes acaban de llegar, como ellos, y quiénes llevan ya tiempo. Delante de ellos camina un hombre atractivo, por encima de los cincuenta, alto y con buen tono muscular, que lleva en sus manos un libro con los números 1, 9, 8 y 4 en la tapa.

–Tengo que comprarme algo para leer en la playa –piensa en alto Gloria–. Y tú, Mariano, podías aprovechar para hacer algo de ejercicio, ¿no? Un par de kilos menos y estarías igualito –dice mientras señala al señor de delante.

La fila que forman termina en unos agentes de la policía local que les preguntan por sus pulseras.

–¿Qué pulseras? –Pregunta Gloria–.

–Necesitan las pulseras para acceder a la playa –contesta seco el agente.

–¿Y dónde…?

–Vayan a la oficina de turismo –interrumpe–. Por favor, no me bloqueen el paso.

Nadie les había avisado, pero hay un cupo máximo de personas por día que pueden entrar en la playa. Para controlarlo, hay que conseguir unas pulseras en la oficina de turismo, donde les dan dos de color amarillo, una para cada uno, y les explican que hoy no podrán ya utilizarlas porque son para los días pares.

En el salón del apartamento, Gloria ve pasar los colores de la tarde por la franja; primero azul, luego dorada y al final se vuelve negra. Se despierta al rato y se marcha al dormitorio.

Al día siguiente deciden madrugar para no encontrar mucha gente en la cola y poder coger un buen sitio, pero no consiguen bajar del apartamento hasta media mañana. A Gloria le apetece un café; no le gusta el que hace la cafetera del apartamento, así que entran en una cafetería. En la televisión ponen una película de abejas. Ya se ven bastantes personas por la calle y todas caminan en la misma dirección. Desde que llegaron, a Mariano le obsesiona la cantidad de edificios. No puede dejar de pensar en que tienen una altura mínima de diez plantas; si cada planta tiene cuatro apartamentos como el que ocupan ellos, diez por cuatro son cuarenta apartamentos por edificio. Y algunos llegan hasta las veinte plantas: ¡ochenta apartamentos! Digamos que hay una media de sesenta apartamentos por… ¿cuántos edificios habrá aquí? ¿Quinientos? ¿Mil? En cada apartamento que haya dos personas, y algunos con hijos…

–No sé cómo será la playa, pero ahora entiendo lo de las pulseras. ¿Cómo han permitido construir tantos edificios y tan altos?

–¡Mariano! –Alguien grita su nombre, pero debe ser a otro, porque no es la voz de su mujer y aquí no conoce a nadie–. Desde la acera de enfrente un hombre mueve los brazos de manera ostensible. Va vestido con bermudas y camisa hawaiana a juego.

–¡Anselmo! –Grita Gloria–. Mira, Mariano, es Anselmo. El que tiene el taller en Cifuentes.

–Claro, Anselmo. No le había reconocido sin el mono.

Cruzan la calle y Gloria se va directamente a saludarle. Mariano piensa que cuando uno está lejos de su tierra, hace ilusión encontrarse con un paisano.

–¿A la playa ahora? ¡Estáis locos! –Dice Anselmo-. Si queréis ir a la playa hay que madrugar mucho más, a esta hora ya no se puede entrar.

–Nosotros sí porque tenemos las pulseras amarillas. Las de los días pares –contesta Mariano condescendiente.

–¡Pero qué pulsera ni qué pulsera! Que tú hoy no entras en la playa, te lo digo yo. Además, si ya es la hora de tomar una cervecita. Nada, os venís conmigo ahora, os enseño todo esto y ya mañana iréis a la playa.

–Pero es que mañana es impar y nuestras pulseras son sólo para los días pares. Si no vamos hoy, mañana tampoco podremos ir.

–Mariano, si Anselmo insiste, vamos a hacerle caso. Que parece que de esto entiende.

–¿Y la playa qué? Si eres tú la que está loca por ir.

–Pero si la playa no se va a mover de donde está. Anda, vamos a por esa cervecita. Podemos ir por la tarde –le sugiere Gloria a su marido.

Ya es de noche cuando vuelven, pero les apetece caminar hasta el apartamento y le piden a Anselmo que les deje en el paseo marítimo. Las vallas que organizan la cola de entrada a la playa, están apiladas, y ahora el acceso es libre. Del otro lado de una loma de arena coronada por un manojo de palmeras, llega el rumor de las olas que baten contra la orilla mezclado con otro que a Mariano le recuerda al del motor de su tractor.

–¿Nos asomamos? –Le propone a Gloria– Solo verlo de cerca y nos vamos a dormir.

Consiguen llegar hasta las palmeras, más lejos de lo que habían llegado nunca, pero un empleado municipal les impide seguir adelante porque hay máquinas haciendo trabajos de limpieza en la playa y no se puede pasar.

–No te preocupes, mira lo que me ha dado Anselmo –y Gloria le enseña dos pulseras de color azul.

–¿Pero cuándo te las ha dado? Si hemos estado todo el tiempo juntos.

–¡Shhh! –dice llevándose el dedo índice a los labios– Anda, vámonos a casa.

A las nueve en punto de la mañana del tercer día de vacaciones, ya están preparados. Es día impar, pero tienen las pulseras azules que Anselmo le dio a Gloria y por la estrecha franja entre los dos edificios, ven la playa desierta. Mariano se encaja su gorra y salen. Esta vez, nada puede fallar. Ya en la calle, se extrañan al cruzarse con tanta gente que camina en sentido contrario. Al llegar a la zona donde se instalan las vallas, se encuentran con una aglomeración humana desordenada. Todos van igual de equipados: bañador, la sombrilla colgada al hombro y la nevera portátil.

–¿Qué ha pasado? –Pregunta Mariano a los primeros que encuentra.

–Medusas –contestan a la vez.

–¿Cómo que medusas? –Insiste Gloria. ¿Qué son medusas?

–El agua está llena –explica una señora quemada como un torrezno por el sol.

– Esta noche ha empezado a soplar levante y las ha traído la corriente.

–Y así puede estar un par de días –apunta otro señor que parece saber bastante.

Camino de vuelta al apartamento, se acercan hasta la oficina de turismo para que les recomienden algunos lugares que se puedan visitar. La persona que atiende les recuerda del primer día, cuando fueron a por las pulseras amarillas. Es muy amable y sabe hacer su trabajo, así que les pregunta qué tal lo están pasando.

–Lo estamos pasando en grande –dice Mariano–. Aunque, por unas cosas o por otras, no hayamos conseguido todavía pisar la playa.

Les explica que Benidorm siempre está así debido a la especulación que se hizo del suelo en los años sesenta, cuando se construyeron la mayoría de los rascacielos, pero que ahora se están invirtiendo muchos recursos en la recuperación del litoral y en infraestructuras culturales.

–Lo de las medusas ha sido mala suerte. No es normal en esta época del año. Pero miren, hoy tenemos una oferta para cenar en el Burger King con entradas para el cine de verano –recomienda con entusiasmo la empleada.

–¿Hay un cine de verano? –pregunta Gloria ilusionada con la idea.

–Sí, esta noche ponen Marathon man a las diez y media –a la vez que señala un cartel colgado en la pared donde Dustin Hoffman les apunta con un arma.

Por la tarde fueron a visitar una iglesia, cenaron en el Burger King y en el cine de verano les comieron los mosquitos. Hoy han preferido quedarse en casa, con el aire acondicionado, viendo la franja de playa desierta entre los edificios.

–Mariano, solo nos queda mañana y quiero que pasemos todo el día en la playa. He pensado que nos podemos ir ahora mismo.

–¿Ahora? Pero si es de noche.

–Por eso mismo; no hay cola para entrar y podemos coger un buen sitio.

–Bueno, si a ti te apetece…

–Lo tengo todo preparado.

Salen del apartamento y entran en el ascensor. Antes de que Mariano marque la planta baja, empiezan a descender.

–Nos han llamado –le dice a Gloria.

Las puertas del ascensor se abren en el garaje y ante sus ojos, sobre un remolque, aparece un precioso yate, grande y de color blanco.

–¡La madre! ¡Pero si es como el montón de cebada de alto! –Mariano nunca había estado tan cerca de un vehículo tan grande que no tuviera ruedas.

Por la parte trasera se descuelga una escalera que lleva hasta una plataforma.

¿Subimos? –Pregunta Gloria.

–Deja, a ver si nos va a ver alguien –pero ya está subiendo por la escalera–. ¡Gloria! ¡Baja de ahí! –le dice sin querer gritar.

–Mariano, sube –Gloria se asoma desde la plataforma trasera del barco–. Si será solo un momento. ¿Quién va a bajar aquí a estas horas?

Aunque no está muy convencido, sube hasta la plataforma con la nevera y la sombrilla colgada del hombro y desde allí otras escaleras les llevan hasta la cubierta. El suelo es de madera y está rodeado por unos cómodos sofás blancos por todos lados menos por uno, donde hay una puerta que conduce al interior.

–Vamos a entrar –propone Gloria a la vez que abre la puerta.

–Vámonos ya –insiste Mariano, pero ya están dentro.

Entran en el salón. El suelo también es de madera, pero más oscura, y unas cortinas ocultan las cristaleras que dan al exterior. Sobre una de las paredes, salta la figura de un pez espada. Hay más sofás, un mueble de madera con copas de cristal y una barra que separa el salón de la cocina. La nevera está vacía.

–¡Mariano, ven aquí! ¡Tienes que ver esto!

–No grites, que se va a enterar todo el edificio.

–Mira qué dormitorio, Mariano.

–No es un dormitorio, es un camarote.

–Pues mira qué camarote… Y hay otros dos más pequeños por ese pasillo. Mariano, esto es más grande que nuestro apartamento.

–Y la cama parece muy cómoda.

–Anda, Mariano, a ver si te vas a poner tontorrón…

–Si es solo tumbarnos un momento. Para probarla. Nunca vamos a poder probar una igual.

–Mira que eres zalamero cuando quieres, pichón… Pero luego nos vamos a la playa. ¿Me lo prometes?

–Te lo prometo. Ven aquí, anda.

–Si hasta huele diferente. Debe ser el olor del mar –y se tumban sobre la cama.

–Es cómoda, ¿eh?

En el techo del camarote, justo ante sus ojos, hay un cartel con la imagen de una playa de arenas blanca y el mar azul turquesa.

–Mira, Mariano, ¿será así el mar?

–Todos los mares son iguales.

–¡Qué sabrás tú!

–No lo sé, pero me lo imagino.

–¿Y te imaginas que estamos los dos ahí? ¿Solos en esa playa blanca?

–Calla. ¿No lo oyes?

Un movimiento brusco despierta a Mariano. Gloria duerme a su lado. Han debido quedarse dormidos, piensa después de espabilarse. Se incorpora un poco y se asoma por un ventanuco del camarote.

–¿Qué hora es? ¿Nos vamos a la playa? –dice Gloria entre sueños.

–Ya vamos. Te aviso en cuanto lleguemos.

Fuera, la llanura castellana aparece en calma como un mar inmóvil y cálido. Mariano y Gloria navegan entre viñedos.

Javier González (Madrid, 1962) es licenciado en periodismo en 1985. Trabajé durante quince años en la editorial GyJ. Ha escrito guiones de cine y teatro, y se dedica a la producción de contenidos para documentales, museos y exposiciones. Es músico aficionado y autor de relatos.

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