La tentación de volver con un ex, espejismos del confinamiento

Foto: Pixabay.

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Casi nunca es una buena idea volver con un ex o regodearse en la morriña de aquel supuesto refugio, pero aisladas corremos el riesgo de ceder a la nostalgia. El miedo nos juega malas pasadas, también el aburrimiento de las redes, las viejas fotos… La idea del ex puede ser la del contacto físico sin temor, porque lo conocido parece que no contagia. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Por Analía Iglesias

Pasamos más tiempo enmarañados en las redes, por informarnos, porque nos aburrimos o por lo que sea (y con más razón si la cosa nos agarró solas). Vemos más fotos, nos detenemos en las de algunos ex. Eso, detenerse es algo que no hacíamos fuera del confinamiento, ya que nos urgían las tareas de la vida verdadera, y huíamos de la nostalgia porque había seres de carne y hueso, del presente, para contrapesarla. Ahora, la noción del ex aparece como la posibilidad de contacto físico sin riesgo: lo conocido parece no contagiar.

Veo su foto y recuerdo cómo sabe su piel, incluso las partes más prohibidas de la pandemia: la boca; recorro mentalmente –con detalle– esa inesperada suavidad casi dulce de una parte de su cuello, contrastando con la rugosidad de otras zonas, el gusto de las axilas; se superponen las explicaciones y fragmentos de diálogos que rodearon esos reconocimientos orales. Evoco ciertos ángulos con más o menos deseo (según el día, el enfado, la tristeza o la anestesia del ciclo cuarentenaico en que me halle). Me rindo, le escribo o me escribe. Me rindo, me levanto a pelar verduras para otra sopa lejos de Wuhan. Me rindo, lloro unos minutos con canciones tristes para sentirme mejor (esos “espasmos después del adiós”, cantaba Gustavo Cerati). Me rindo, llamo a una amiga al otro lado del mundo para meterme un rato en su casa, vía webcam, y burlar juntas la melancolía.

Cuando recobro la lucidez, sé que nunca habrá otro beso fundacional con esa persona, que no sería posible ninguna versión original con él que nos provoque aquel placer. Sabemos que ni él ni ningún ex nos evitará ese estar “fuera de la escena”, mirándonos como espectadoras, y con distancia. No podremos meternos en la escena de esa película ajena. La idea de recuperar aquellas sensaciones ha sido solo un espejismo.

De mis propias fugaces intentonas nostálgicas puedo deducir que intentar convertir un recuerdo del amor en amor presente suele resultar bastante decepcionante. La historia no nos absuelve, al menos no al punto de que la ilusión tenga el brillo (y la confianza) de aquella vez. “Comer recalentado”, solía llamar a estas experiencias sin fe.

Como sea, lo cierto es que este encierro pandémico ha favorecido la aparición (literaria o literal) de un ex o de varios. Ahí está el relato de la carta de Paul B. Preciado a su ex, en el fragor del primer confinamiento, y la cordura de tirarla a la basura, porque… porque pasado el primer impulso de refugiarnos en lugar conocido, parece que advertimos que ese atajo es fruto de una emoción que no se llama amor, sino miedo.

Todos los miedos, el miedo

Claro que probablemente haya cariño sincero, compromiso de socorro incondicional y un lazo vital inalterable con algún/nos ex, pero lo que prioritariamente nos conecta y les conecta en este particular aislamiento se llama miedo. Miedo a quedarnos solas para siempre entre estas cuatro paredes; miedo a la locura sin contención; miedo a salir y estar aun más desamparadas (la angustia que narraba Lionel, hace dos semanas); miedo a tocar a nuevos contagiadores cuando salgamos (más vale riesgo conocido que vector por conocer); miedo a que el tiempo se eche sobre nosotras y ya hayamos perdido todas las oportunidades de cuando había libertad de circulación y fronteras abiertas; miedo a habernos equivocado durante todo ese largo pasado en que no advertíamos lo que podía ser la vida encerradas, entre otra cascada de pensamientos anticipatorios que pueden dejarse evaporar o distraerse con toneladas de entretenimientos.

En un tiempo en el que, por fin, partimos del consenso de que hay más preguntas que respuestas en nuestra existencia individual y colectiva, podemos discutir cuál es el miedo que prima en la tentación de ilusionarse con el ex. Quizá el primero esté vinculado con una suerte de entusiasmo –o de compulsión– por salirse de uno mismo, evitarse a toda costa, como la protagonista del filme People that are not me (Gente que no son yo, 2016), de la joven directora israelí Hadas Ben Aroya, que llega a forcejear físicamente para aferrarse a alguien que no sea ella misma (por cierto, la película se promociona en plataformas como la obra de una sucesora de Lena Dunham/Girls).

El riesgo a enfermar o un infierno sin caricias

El otro día salí por primera vez con mascarilla y me sentí sumergida en alguna película futurista en la que de tanto cultivar la asepsia y de tanto no tocarnos ni respirarnos ni olernos nos volvíamos seres demasiado expuestos a cualquier infección. ¿Tendríamos que vivir recubiertos en plástico incluso quienes preferimos el riesgo a enfermar al infierno sin caricias? Recordé con morriña una época de mi vida en que bromeada con que un beso (un beso de verdad) no se le negaba a nadie porque, además del guiño afectuoso, ese intercambio de saliva nos hacía más fuertes frente a los gérmenes.

Mi paranoia futurista se nutre de ciertos gestos recelosos que ya percibo en algunos vecinos con los que me cruzo y a los que noto demasiado escrupulosos con las distancias y las instrucciones sanitarias. Presiento que esa aprensión que se les ha hecho carne se les instalará por largo tiempo, o para siempre, y tiemblo frente al panorama de sentirme sola, asustando a la gente a la que me gustaría acercarme. No quiero desear abrazar a nadie, porque me imagino también el posible rechazo, y por eso suelo anestesiarme el alma y el cuerpo para prepararme a la carne desierta. Mi propio abismo: imaginar las multas por acercamiento indebido al otro. La peor pesadilla: sufrir el desaire del que quiere preservarse aséptico, por lo que te mira con desconfianza y te esquiva. O te delata.

Despedirnos de nuestros fantasmas

Ante tanto escrúpulo sanitario, el ex aparece como el último recurso al que asirse. Sus defensas me reconocen, mis defensas lo reconocen, quizá haya que morir juntos… Creo que, en realidad, el aburrimiento del encierro actual y esta inmensa incertidumbre movilizan también un gran temor al rechazo.

Cuando no hay más referencias que el espejo del baño, la inseguridad se agiganta y cualquier tedio en compañía aparece en el horizonte como una salvación. Por eso, cuando salgamos del confinamiento, deberemos volver a entrar para decir adiós a los fantasmas. Con un ‘hasta pronto’, también vale, mientras todo está por construirse.

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Comentarios

  • Ángel

    Por Ángel, el 26 abril 2020

    Perspicacia en la piel, en el inteligente artículo de esta singular periodista.

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