Terror doméstico: ¿qué podemos hacer si el monstruo está bajo nuestra cama?

Manderley, la mansión de ‘Rebecca’.

Manderley, la mansión de ‘Rebecca’.

Terminaron las fechas más edulcoradas y ‘felices’ del año. Así que vayamos a otra cosa… Cuando lo extraño se cuela en la rutina cotidiana nos topamos con un tipo de terror, el doméstico, que no tiene escapatoria. Casas malditas, mujeres histéricas, embarazos de pesadilla… Son abundantes los ejemplos en la literatura reciente de esta clase de historias. Hay monstruos afuera, muchos, pero ¿qué podemos hacer si también están debajo de nuestra cama? Ya no queda lugar donde esconderse… ¿Quieres seguir leyendo?

El horror, ese calambre en el espinazo, la inmovilidad fría, no es más que el resultado de una situación de extrañamiento que se produce cuando algo fuera de lo común rompe la -siempre aparente- normalidad. Llamémoslo la grieta. Y qué hay más normal que la normalidad en sí misma: la rutina cotidiana, tú y yo, nuestra familia, nuestros amigos, la casa que habitamos, la almohada sobre la que a veces podemos tener pesadillas, pero en la que también soñamos. Cuando lo extraño se cuela en el espacio doméstico aparece un tipo de horror de lo más perturbador, pues nace de los espacios que deberían ser seguros, en el lugar que es refugio, un pequeño núcleo dentro de un mundo que ya sabemos que puede ser amenazante. Hay monstruos afuera, montones de ellos, pero ¿qué podemos hacer si también están debajo de nuestra cama? Ya no queda lugar donde esconderse.

Este terror doméstico es un tema recurrente en la literatura, en la de género y en la de no “muy de género”. Al fin y al cabo, si nos paramos a pensar, la inestabilidad es el motor que mueve la inmensa mayoría de las historias. La representación más tradicional de esta clase de terror ha tomado forma en el motivo de la casa encantada, que tantos buenos cuentos y novelas góticas nos ha dado, desde Otra vuelta de tuerca de Henry James, pasando por otro gran clásico del género, La casa infernal de Richard Matheson (recién reeditado en Minotauro) y muestras más recientes como La casa del callejón de David Mitchell.

Estas historias se sustentan en su mayoría en la presencia de elementos terroríficos, casi siempre sobrenaturales, dentro de la casa -que rara vez es el propio hogar, sino un extraño lugar al que va a recalar una niñera o un grupo de amigos por circunstancias del destino-. Es la casa en sí misma el elemento terrible, una puerta al más profundo de los infiernos. Otras muestras de literatura imbrican ese horror dentro de los propios personajes, en sus mentes trastornadas, y a uno le llevan a pensar si fue antes la persona que encantó la casa o la casa que encantó a la persona. Sea como fuere, la historia nunca suele acabar bien.

Casas encantadas, casas malditas

Una de las casas encantadas -aunque esto puede sonar incluso amigable, demasiado mágico; mejor llamémoslas malditas– más conocidas de su época y que está de actualidad gracias a, primero, una serie de Netflix y, más de un año después, una reedición por parte de la editorial Minúscula, es Hill House, la terrible y famosa mansión de la escritora estadounidense Shirley Jackson.

“Hill House, insana, se alzaba solitaria contra sus colinas, conteniendo la oscuridad interior; estaba allí desde hacía ochenta años y podía estar ochenta más. Dentro, las paredes seguían de pie, con los ladrillos dispuestos en orden, los suelos eran firmes y las puertas estaban prudentemente cerradas; el silencio yacía agazapado en la madera y la piedra de Hill House, y lo que fuera que rondaba por allí, lo hacía a solas”.

La maldición de Hill House es un curioso ejemplo de casa maldita pues, más allá de su aspecto terrible, de las supersticiones de los vecinos, de las trágicas historias -siempre hay una trágica historia- que se cuentan acerca de la familia que originalmente la habitó, el lector tiene constantemente la sensación de que lo que realmente funciona mal no es tanto la casa en sí misma -puesto que en ningún momento pasa nada auténticamente atroz-, sino que lo perturbador habita dentro de la mente de la protagonista, la pobre Eleanor, sin dinero, sin belleza, sin sueños, que se ha pasado la vida cuidando de una madre agonizante, y que ahora que ha muerto -¿la oyó pedir ayuda y se dio la vuelta para seguir durmiendo?- puede elegir su propio camino: y ese camino la lleva hasta Hill House. Su nombre aparece pintado en las paredes, y la frívola Theodora sugiere que quizás sea ella misma quien lo pinte. Que necesita llamar la atención puesto que nunca nadie se ha fijado en ella. Pero Nell no puede marcharse de esa casa infernal. No ha conocido nada mejor. Ese mal que lo habita es su auténtico hogar.

No hay nadie -o al menos yo no lo he leído- que retrate mejor la angustia y la claustrofobia, el horror de la vida doméstica, que Shirley Jackson. En su caso fue claramente antes la persona encantada que la casa. Vertió el veneno en sus historias. Una mujer inteligente, avergonzada de su cuerpo, con unos padres que repudiaban sus escritos. Se marchó de la prometedora Nueva York a un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra con un marido crítico literario egocéntrico, infiel y que desprestigiaba su obra a la vez que la envidiaba. El hogar se acabó llenando de críos, de pastillas y de alcohol. También de velas, cartas del tarot y libros sobre ocultismo. Stanley Edgar Hyman, al que la historia ha hecho bien en olvidar, afirmó a la prensa que su mujer era una auténtica bruja. Y quizás Shirley lo era. Apreciaba como nadie las tensiones causadas en y por el espacio doméstico, y así lo trasladó a muchos de sus escritos, protagonizados casi siempre por mujeres, pues eran ellas quienes aferraban los barrotes invisibles del día que es exacto al día anterior.

Mujeres frustradas e histéricas

La asfixiante cotidianeidad es el origen del horror, que brota de una mente encerrada. Igual le sucede a la protagonista del magistral cuento El papel amarillo de Charlotte Perkins Gilman, una dama aquejada de un ataque de nervios, de histeria -cuánta frustración femenina diagnosticada de histeria por parte de los doctores-, a la que recomiendan permanecer encerrada en su dormitorio, sin hacer absolutamente nada. Aquello que la enferma cobra vida en el grotesco trazado del empapelado de la pared de su dormitorio, su cárcel particular.

Clara heredera de esta cotidianeidad terrible es la escritora zaragozana Patricia Esteban Erlés, de la que Páginas de Espuma acaba de reeditar este otoño una de sus primeras colecciones de cuentos, Manderley en venta. Obsesiones con el espacio doméstico, el extrañamiento de la rutina, el juego gótico y fantasmal. La inquietud de lo normal. Familias que desaparecen. Familias que se destruyen. Familias que se devoran. La cálida madre de tu novio, que nunca te querrá. La desconocida antigua habitante de esa casa que te matas por pagar. Todos sus cuentos abren esa grieta. Y ahí está la alargada sombra de Manderley, el hogar del fantasma de Rebecca, una de las novelas más célebres de la maestra del misterio Daphne du Maurier. Porque las casas son siempre recuerdo. Lo que ha sucedido en ellas se pega a sus paredes y se hereda. “Las casas como cómplices”, explica Erlés.

Una mirada terrorífica sobre la maternidad

Otra forma de representar el espacio doméstico como un nido de horrores si hablamos de protagonistas femeninas y, sobre todo, de mujeres escritoras, es a través de la maternidad. Ya conocéis la historia: algo malo le pasa al bebé de Rosemary -aunque los editores españoles decidiesen hacernos un gran spoiler traduciendo el título original como La semilla del diablo-. Más allá de que desde la no ficción de los últimos años múltiples ensayistas se estén dedicando a diseccionar todas las complicadas aristas de la maternidad, de la maternidad no deseada y de la no maternidad -por imposición biológica o por decisión-, hay muchos textos literarios en las librerías que abordan el asunto desde una mirada terrorífica.

Quizás uno de los mejores ejemplos, verdaderamente terrible, sea El quinto hijo, de la Premio Nobel Doris Lessing. La protagonista de esta historia se casa rápido y empieza a tener hijos también muy rápido, ante el desconcierto de familia y amigos. Todo parece ir de maravilla -un buen marido, una bonita casa, cuatro hijos revoltosos y adorables- hasta que el quinto embarazo se presenta desastroso, lleno de dolores, tristeza y malos sueños. El resultado es un hijo grotesco, simiesco en apariencia, brutalmente fuerte y despiadado. Hermanos asustados, mascotas muertas. ¿Puedes querer a tu propio hijo aunque sea un monstruo? ¿Serás capaz de abandonarlo en esa institución en la que las familias olvidan a sus pequeños errores de la naturaleza?

Monstruoso también es Aquello, el “no nombre” que le da la joven protagonista de La inmaculada concepción (Aristas Martínez) de Catherine Dufour al hijo que crece en sus entrañas. Y es que es imposible porque, como el título avanza, Claude, una oficinista gris que vive en una periferia gris, nunca ha tenido relaciones sexuales. Más allá de lo sobrenatural de la concepción sin contacto, lo terrorífico en esta breve novela de Dufour es la burocracia que rodea a la maternidad. Decidida a abortar, los trámites administrativos van retrasando las visitas a los médicos una y otra semana hasta que la pastilla no funciona y después ya es demasiado tarde. Está obligada a llevar dentro de ella algo que no desea, y su cuerpo muta de forma, execra, se retuerce, duele… E intentando destruirse a sí misma, Aquello -por el que no sabemos si sentir asco o una triste compasión- también va cambiando de forma, hasta adoptar la apariencia de la pesadilla de cualquier madre.

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