Toletis y la madriguera de los zorros azules

Ilustración: Elena Hormiga.

Ilustración: Elena Hormiga.

Agosto es mes de relatos en ‘El Asombrario’. Hoy, nuestra Ventana Verde acoge uno de los cuentos de ‘Toletis. Cuatro Estaciones’ (NubeOcho/MadLibro), el nuevo libro de cuentos de realismo mágico-ecológico para niños de 7 a 107 años escrito por Rafa Ruiz e ilustrado por Elena Hormiga, que llegará a las librerías a mediados de septiembre. En ‘La madriguera de los zorros azules’, Claudia y Toletis se escapan para esconder un tesoro muy especial.

LA MADRIGUERA DE LOS ZORROS AZULES

“Vamos a la loma, Claudia. Tengo algo que decirte”.

La loma era el sitio favorito de Toletis para las conversaciones importantes de la vida, mientras contemplaban cómo descendía el sol hasta que se hundía en las montañas azules del fondo.

En la loma olía a orégano y santolina. Y en las zonas más salvajes había árgomas y culebras. Por eso a la mamá de Toletis no le hacía mucha gracia esa afición de los niños. Y por eso ellos la reservaban para los momentos más especiales. Como éste.

–Mañana tenemos que ir a enterrar un tesoro. La mayoría de la gente los busca. Nosotros haremos lo contrario. Lo guardaremos.

–¿Hasta cuándo? –preguntó Claudia.

–Hasta el otoño.

–¿Iremos solos?

–Nos acompañará Amenofis. Partiremos mañana, sábado, después de comer. Y, como dicen en los cuentos infantiles, atravesaremos mil mares y montañas, cruzaremos mil peligros y fronteras, nos enfrentaremos a monstruos y dragones, hasta llegar al lugar elegido, al sitio señalado: la madriguera de zarzamoras de la familia de los zorros azules de la pradera del centro de la ladera del bosque de robles del pueblo de los hombres de un solo ojo de cristal… ¡Uf!

–¡Hala, qué exagerado, Toletis! Respira…

Y soltó una enorme carcajada.

–Ja, ja, ja, ja. ¡Uy, no, perdona, a ver si se nos llena esto de cagadas de gatas! Jur, jur, jur, jur.

Y cambiando de tono añadió:

–Toletis, pareces un escritor… En nuestro valle hay riachuelos, y ahora en primavera, lagunillas provocadas por el deshielo de la nieve; hay topos y ratones, milanos y lechuzas… ¡¿pero mil peligros y fronteras….?! Te has pasado… Jur, jur, jur.

Toletis se le quedó mirando al pelo y añadió:

–Vaya lazo más cursi te has puesto hoy. Pareces una de esas bolsas de caramelos que regalan en los bautizos… Je, je, je.

Era su inofensivo contraataque.

Claudia le sacó la lengua.

–Mañana, a las cuatro, nos vemos donde la fuente de las salamandras. Yo llevaré el tesoro y llevaré a Amenofis; tú encárgate de las galletas.

Y los dos se echaron a reír y corrieron loma abajo.

***

A las cuatro en punto, allí estaban, en la fuente de las salamandras: Toletis, con sus orejas de conejo y un saco con algo dentro, el tesoro. Amenofis, el perro blanco de lanas al que Toletis había rebautizado el otoño en que le asaltó la ocurrencia de imaginarse que vivía en la época de los faraones de Egipto y decidió cambiar muchos nombres: Tutankamon a su amigo Andrés (Tután cuando abreviaba), Amenofis a su perro, Ra a su abuelo, Toletis a sí mismo… Claudia, que se había salvado del rebautizo histórico, acudió a la misión del tesoro sin lazo, con la melena al viento, que era como mejor le quedaba; por las formas y olores del pelo, sus amigos podían adivinar desde el humor de la niña hasta lo que había comido o cuántas horas había dormido.

Los tres miraron hacia el oeste, hacia el pueblo de los hombres de un solo ojo de cristal, Montoto, y emprendieron camino.

Montoto era un lugar mágico para los niños. Porque dependiendo del viento que soplaba, de la hora del día, del día de la semana, de la estación del año, dependiendo de si había bajado la niebla o calentaba el sol, Montoto se acercaba o se alejaba del pueblo de Toletis. A veces, al atardecer en los calurosos días de verano, daba la sensación de que Montoto quedaba a un tiro de piedra. Pero otras veces, sobre todo los días fríos de ventisca de invierno, el pueblo de los hombres de un solo ojo de cristal se marchaba lejos, muy lejos, tanto que daba la sensación de que se quería escapar al otro lado de la montaña y ocultarse en la ladera más sombría, donde crece el musgo. Aún recuerdan el día en que Nino y Nina, hijos de Nino y Nina y nietos de Nino y Nina –una familia de toda la vida, muy querida en el pueblo–, empezaron a gritar por las callejas: “¡Que viene Montoto, que viene Montoto! ¡¡¡Que se nos echa encima!!!”. Sí, todos los vecinos de Toletis lo sabían y lo habían comprobado con sus propios ojos: Montoto a veces se encontraba inquietantemente cerca. Entonces, el remedio consistía en ponerse todos de acuerdo para soplar y evitar que las casas de uno y otro pueblo acabasen amontonadas, sin espacio para las huertas ni para los pajares ni para los establos de las cabras de Celemín, el pastor más astuto del valle.

Atravesaron la pradera los tres a buen paso. Con las lluvias, la yerba estaba salpicada de narcisos, verónicas, margaritas y caléndulas, y de amapolas los bordes de los caminos pedregosos. El río se había multiplicado por siete, se había desdoblado y vuelto a desdoblar en pequeños arroyos que creaban lagunas de poca profundidad donde habían dormitado los patos antes de emprender de nuevo rumbo hacia sus países del norte. Había crecido la menta en las lindes más húmedas de los prados de los vecinos; los majuelos se habían llenado de flores blancas y de nidos, y de los chopos y sauces brotaban mil cogollos de verde encendido, ansiosos por convertirse ya en hojas.

Soplaba despacio el viento norte. Olía bien a yerba jugosita. Pacían las vacas a lo lejos, en la sierra plagada de brezos de todos los colores.

–Hoy no tiene pinta de que vaya a venir la niebla –dijo Claudia.

–Con el buen tiempo que hace, seguro que le da pereza desplazarse y se queda en la costa haciendo espuma para las olas –añadió Toletis.

Amenofis, más contento que nunca por la larga excursión que le esperaba, replicó: Guau. Amenofis solía calcular la distancia de los paseos dependiendo de la cantidad de galletas que llevaban los niños. Y esta vez eran muchas… A simple vista, más de 17.

Siguieron caminos de yerba y tierra, saltaron arroyos llenos de juncos, cruzaron pequeños puentes, saltaron muros de piedra, cruzaron lindes de madreselvas y zarzamoras, saltaron alambradas, cruzaron un prado con forma de triángulo, saltaron hileras de escaramujos… Hasta llegar a la ladera del bosque de robles de Montoto, un pueblo con tantas letras «o» en su nombre que a sus habitantes les salía todo redondo. Era el pueblo con los huevos fritos, las tortillas, los macarrones, las empanadillas y las tartas de hojaldre más perfectamente circulares.

Cruzaron las cuatro calles del pueblo mirando a las musarañas, para que nadie les preguntara adónde iban. Guardar el tesoro se había convertido, por supuesto, en el secreto más secreto de los secretos. Y no era cuestión de que los hombres y las mujeres de un solo ojo de cristal intentaran sonsacarles nada. Así que decidieron mirar a las musarañas, que es como se mira cuando uno va atolondrado, que es como uno va cuando se hace el despistado…

Jur, jur, jur.

El pueblo se acabó y se adentraron en el bosque de robles. Estos árboles fuertes siempre le habían ofrecido seguridad a Toletis. Sus ramas le recordaban los brazos anchos de su padre, y su tronco, el lugar más apacible del mundo: el delantal de su madre, perfecto para acurrucarse un ratito antes de ir a dormir. Sabía que entre los robles nada malo le podía ocurrir nunca. Crecían dignos y silenciosos; nada que ver con los chopos, mucho más indiscretos, que se pasan el día haciendo sonar sus hojas, seguro que contando a los cuatro vientos las novedades del valle. Además, de pequeño había leído un cuento, titulado Ninoninoni, donde el niño se abrazaba a los robles para no tener nunca miedo. Y eso se le había quedado a Toletis muy dentro de la cabeza, del corazón y también de la capucha de su chubasquero rojo de invierno.

–¿Y ahora qué? –preguntó Claudia.

–Ahora debemos buscar la madriguera de los zorros azules. Solo la usan en invierno, cuando nieva; ahora está vacía. Huele tan mal que ningún bicho viviente se atreverá a buscar nada allí. Así nuestro tesoro quedará perfectamente a resguardo hasta el otoño.

–Oye, Toletis, ¿pero no me lo vas a enseñar?

–No puedo, hasta otoño el tesoro no es tal tesoro. Sus poderes no surtirán efecto hasta que los días acorten y las noches alarguen.

–Ay, chico, cada vez hablas más como los libros de aventuras. A veces prefiero las conversaciones de Manolito… Venga, enséñamelo un poquito.

Toletis abrió un poco el saco. Lo que vio Claudia parecía un simple pedrusco, del tamaño de una cabeza de bebé, con pinta algo rara y con aspecto de pesar mucho-bastante. Volvió a cerrar el saco rápidamente.

–Parece una piedra.

–NO es una piedra… Tú confía en mí –dijo Toletis.

Amenofis les miró y lanzó siete guaus seguidos, no se sabe bien si para mostrar su total confianza en Toletis o para pedirles un aperitivo, que llevaban cruzando mares y fronteras toda la tarde y aún no se habían comido ni una sola galleta de nata.

Subieron y bajaron por empinadas pendientes del bosque, navegaron por un mar de helechos, saltaron un murete totalmente cubierto de musgo, saludaron a tres pinzones y cuatro pájaros carpinteros, y por fin alcanzaron la madriguera de los zorros azules.

–¡Puaj! Huele fatalísimamente mal, peor aún que las cagadas de Manchitas y María Antonia.

–Tranquila, es solo un momento. Ponemos el saco dentro y nos vamos pitando.

–Sí, aquí va a estar seguro; con este olor, nadie se va a atrever a acercarse ni siquiera a 177 metros a la redonda…

Toletis lanzó su tesoro al interior de la cavidad hecha en la tierra y disimulada por un barullo de zarzamoras y brezos.

Y se alejaron corriendo. Riendo. Felices.

Dando zancadas y soltando carcajadas sin parar, atravesaron Montoto, las lagunas y los campos de caléndulas, lanzándole todas las galletas de nata a Amenofis, mirando a las musarañas y contándole a gritos a las montañas azules y lejanas: “¡Tenemos un tesoro escondido! ¡Tenemos un tesoro escondido! ¡Y eso es lo que importa! ¡Eso es lo que importa!”.

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