Torrente Ballester, los libros y las sombras

Gonzalo Torrente Ballester en su casa de Salamanca en 1991. Foto: Victoria Iglesias.

Gonzalo Torrente Ballester en su casa de Salamanca en 1991. Foto: Victoria Iglesias.

La ‘Victografía’ de hoy recuerda a Gonzalo Torrente Ballester, que en los años ochenta recibió el premio Nacional de Literatura, el Príncipe de Asturias y el Cervantes. La autora recuerda con minuciosidad literaria aquella visita al escritor de ‘Los gozos y las sombras’ en su casa de Salamanca, invadida de libros y oscuridad, sobre los que Torrente Ballester se lanzaba como queriéndolos devorar.

Salamanca, mayo de 1991.

Curiosamente ese día, en el que volvía a Salamanca después de tanto tiempo, leía en el periódico un artículo sobre un fotógrafo ciego. No entendía cómo podía fotografiar, y qué, alguien que no veía. Era absurdo. Pero creo (según lo que estaba leyendo) que él escuchaba primero, así que supuse que también olía, y que disparaba después. Por un lado estaba claro que había algo sutil e interesante en todo aquello, pero por otro… me enojaba la idea: ¿Por qué quería fotografiar? ¿Por qué no era músico o masajista? ¿Quién quiere atrapar una imagen que nunca podrá ver?

A menudo yo escuchaba e intentaba oler mis fotos, pero sólo desprendían aroma cuando pasaba algún tiempo, más bien, mucho tiempo. Casi como un vino, ahora la foto de Torrente la puedo oler y hasta catar, y recordar con olores opacos y rancios a libro viejo… A maderas nobles con aromas de hojarasca y tomillo, a roble, a cajas de habanos, a minerales tostados de gran intensidad, a fragancias en la nariz, donde primero se mueven las esencias que corren después por la garganta.

Porque desde el mismo momento en que entramos la casa ya desprendía olor. Y enseguida íbamos a descubrir que los libros lo cubrían todo y no había final para ellos: pequeños, grandes, largos, cortos, con las cubiertas de papel o de cuero, granates, verdes, blancos amarillo, blancos crema o blancos dorado. Volúmenes que asomaban sus lomos descarados, o a veces descuidadamente; que estaban apretados, tumbados, ordenados, confusos, decididos… Libros y más libros, incluso cabalgando sobre las estanterías de madera que doblaban un largo corredor.

Nos había recibido un chico destartalado y enjuto, envuelto en un batín de cuadros, en un hall sombrío. Estuvimos esperando en una pequeña salita, a la derecha, según entramos. En mis idas y venidas nerviosas, dentro de aquel cuarto, de vez en cuando asomaba mi cabeza para ver si ocurría algo fuera, mientras Lucía, la redactora, repasaba sus notas.

Ese largo pasillo que se adivinaba en esta casa de la Gran Vía charra me recordaba al de mis abuelos, que vivieron no muy lejos de allí. Podía imaginar la figura alargada de mi abuelo y sus pasos dudosos deslizando una mano por la pared que le guiaba cuando ya se había quedado ciego.

De repente, la figura que ahora venía hacia mí era bastante más pequeña que la suya y con bastón. Y al verla…, volví apresuradamente a esconderme de nuevo con Lucía.

Apareció primero el chico enjuto, era uno de sus hijos, hablador, con aire guasón y desgarbado. Adelantando su bastón entró después su padre, muy pequeño y arrugado:

“Meu Meninho, meu pequenho Ademar”, pareció que nos dijo; pero no, en realidad no había dicho nada, ésa era sólo la melodía que repetía mi mente como un soniquete primero al pensar en él y luego al verle.

Después, y a paso de procesión, como ya me había ocurrido en otras ocasiones y en otras casas, recorrimos un largo sendero detrás del protagonista. Andaba muy despacito, arrastrando los pies, así que nos daba tiempo a contemplar el camino. Miré hacia atrás; Lucía todavía no se había quitado el gorro ni el fular y tenía una mueca entre nerviosa y burlona. Una risa interna empezó a invadirme (imaginaba, por momentos, a mi prima Conchi, con la coreana y ese gorro peludo que me seguía mientras nos colábamos en la procesión del Silencio, en aquella Semana Santa que pasé, precisamente en Salamanca, con mi madre para cuidar a la abuela), pero como el señor mayor que tenía delante había salido en mis libros del colegio y me imponía bastante respeto, me contuve.

Sin previo aviso se paró y dio un toque al suelo con el bastón. Mi corazón pegó un vuelco. Después él miró hacia atrás, para asegurar que le seguíamos, y siguió avanzando.

El pasillo ahora giraba a la izquierda y también los estantes. Por fin llegamos a su estudio. Apenas iluminada, con una luz puntual de un flexo dorado, una mesa camilla aparecía en un rincón (el sitio perfecto para mi foto, pensé).

Pero enseguida Torrente llevó su mano hacia el interruptor de la pared, y con la nueva luz la magia se esfumó: “Aquí me puedo sentar y me hace las fotos”, dijo señalando otro escritorio justamente en el lado opuesto de mi mesa camilla.

Sin remedio, empecé por ahí, con una luz blanquecina y sucia que venía de un patio. Por lo menos necesitaba apagar ese plafón pegado al techo, pensaba, mientras tiraba, con desgana y sin mucho acierto, dos o tres fotos. Pero él ya sentado decía: ¡¡¡Venga, venga!!!, mientras colocaba su bastón entre las manos.

Su voz era bastante más fuerte y más severa que su aspecto y enseguida sucumbí a su disciplina, aun sabiendo que no me gustaban esos primeros disparos. Además, él empezaba ahora a hablar con Lucía mientras yo empezaba a rumiar mi fracaso.

Que el fotografiado se despistara hacia la charla, como un punto de fuga, era algo que nunca podía ni puedo soportar, así que, impaciente, miré a mi compañera y ella por fin calló y se marchó de allí.

Para empezar a concentrarme de nuevo empecé a estudiar su cara: sus ojos pequeños entre los cristales; sus orejas desprendidas, aladas, como queriendo sujetar esa cabeza indecisa que en los ancianos se suele caer hacia un lado; su boca, que seguía moviéndose mas allá de las palabras que soltaba, dejando ese tic sordo y húmedo que iba secando después con la lengua y que le daba ese aspecto en el labio inferior abullonado…

Después de unos minutos pude llevarlo, decidida pero con suavidad, hasta la mesa camilla. Y se sentó, por fin, en el rincón perfecto.

Deslicé mi mano por la pared y apagué esa luz que me había estado molestando: “Así no va a ver”, me gritó otra vez, mientras se refugiaba entre sus faldones gruesos y pesados. Pensé que iba a ser una foto más, de esas de trámite, pero encima de aquella mesa tenía dos libros abiertos y se lanzó sobre ellos como un rapaz dispuesto a devorarlos. Y algo cambió de repente. Se olvidó de mí. Como si en la vida hubiera visto uno, los hojeaba con una pasión desmesurada, como intentando lanzar entre las hojas agitadas sus pupilas. Se los acercaba tanto que apenas podía ver su cara. (Le habían operado de cataratas hacía un año pero había estado miope toda su vida. Al menos él no se había quedado ciego del todo, pensé, recordando de nuevo a mi abuelo).

No había más entonces en aquel cuarto que rompiera la temprana calma que nos había empezado a rondar, sólo el papel que sonaba como un estruendo entre tanto silencio: Él leía detrás de sus gafas de concha, que cogía y dejaba y que cambiaba por otras más finas con mano temblorosa, y yo fotografiaba. Sus labios estaban ahora escondidos en una boca de puchero llena de infinitas arrugas. Yo miraba a través de mi cámara y oía en cada disparo el deslizar del carrete que me rescataba con cada impulso como en esa cuerda que te lanzan y se va frotando tirante entre las rocas para subir la pared de la montaña… Su pelo plateado se había vuelto amarillo. Su figura, más diminuta. Él seguía y seguía rumiando libros, mientras yo saboreaba y saboreaba fotos.

De repente, Lucía, mi amiga, entró de nuevo con el chico del batín de cuadros. Me di cuenta de que no sabía dónde estaba y la luz del techo se encendió otra vez.

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