Una taza rota

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Una relación desigual, donde el padre opina y manda, se desparrama por la casa, y la madre asiente y calla. Relato 12 de nuestra serie ‘Un amor de Verano’, con la colaboración del Taller de Escritura de Clara Obligado.

Por OLGA AZÁBAL 

Eva escucha. Entiende el alcance y daño de las palabras, por eso las rumia y no las escupe como los demás. Eva mira. Sabe que en la mirada hay un goce propio que no requiere de súplicas, que no significa espera. Eso lo aprendió de su madre, que vive en una entrega definitiva para todos, no es de ella misma ni de nadie. Su madre no sabe lo que enseña. Habla y sus palabras se disipan como ese vapor silbante de la olla en la cocina. No, su madre no sabe lo que enseña. Si lo supiese, cada noche, al final del ritual de adoración al marido, que consiste en que sólo él refiere su día y lo expulsa como un vómito, donde la queja los salpica, diría: “Pues a mí hoy, yo he visto, me parece…”. Pero no, su madre asiente y calla. La voz del padre empaña la mesa. Entonces, Eva se fija en los bordados del mantel, cómo el azul y el verde se complementan, formando figuras, hojas, paramecios, belleza.

Ha comprendido que ella también es una inútil y que, si hay una salvación posible, no reside en nadie. Si hay una salvación posible está ahí en la mesa, en los labrados del mantel. En ese mantel que fue nuevo un día y aún contiene la esperanza de la nada. En ese mantel que ofrece algo más que simples trazados de líneas azules o rojas, cuadros ciegos donde el ojo no se recrea, donde no aguarda el oxígeno de la vainica.

Su madre lo bordó antes de casarse “por llevar algo bonito”. Y en esa afirmación ya admitía lo que vendría luego. Un camino de utilidades donde sólo lo práctico tiene un sentido. “Y qué más da de qué color sean las servilletas, qué mas da que cada vaso sea distinto, qué importancia tiene el plato, ¿acaso va a saber diferente la comida?”. En su memoria giran despectivas las palabra del padre. Hace ya tiempo que Eva descubrió que el paladar está en el cerebro, que el gazpacho en cuencos de barro sabe mejor, y que lo mismo le ocurre a las cerezas con el cristal, donde el frescor se mantiene.

Hay una cuerda muy fina que la une con lo vano, lo supo una mañana frente a la vitrina de su tía. Allí, en el fondo, en la oscuridad de la madera, se amontonaban, unas sobre otras, las tazas. Las tres que hacían de base eran más grandes que las demás y le preguntó a su tía si podía sacarlas. Giró una para contemplar el dibujo azul. Una filigrana enmarcaba una escena de la campiña inglesa, donde se levantaban dos castillos. El de la izquierda del asa mostraba orgulloso sus torres y vidrieras. Acercó la taza a los ojos y se adentró en el bosque que lo circundaba, recorrió cada trazo de nubes, de cipreses, de escaleras. A la derecha del asa surgían las ruinas del otro castillo, de entre la maleza casi se oían los ecos del pasado. La observó por dentro: un conjunto de peonías que se alargaban en hojas laterales. Eva acarició el asa, donde un punteado azul hacía de sombra sutil hasta converger en arabescos justo donde se unía al cuerpo de la taza. Se sintió embebida de un calor nuevo.

–¿Te gustan? –preguntó su tía, entrando en el salón.
–Sí –balbuceó, aturdida.
–Pues tu padre tiene que tener tres iguales.
–Nunca las he visto.
–Las trajo el abuelo de Suiza. Seis, con sus platos.
–Eras muy pequeña, cuando murió el abuelo todo lo que se pudo se dividió en dos partes. Pregúntale, el se llevó las otras tres.

Eva no preguntó, buscó por todos los muebles de su casa, era imposible que las tazas estuvieran, las habría visto, podría haber hecho un inventario con los ojos cerrados. Una tarde, sentada en una silla, miró hacia el armario donde su padre guardaba las facturas. Un pálpito la hizo girar la llave. Carpetas y cuadernos, papeles que formaban un tumulto de hojas sobre el que resbalaron algunos bolígrafos. Por debajo de ellos asomó el brillo de algo que parecía porcelana. Entonces la vio. Sólo había una, y estaba llena de pilas de reloj, imperdibles, un viejo mechero.

Su padre encolerizó al ver los papeles fuera. Con violencia comenzó a meter todo, amontonándolo, en uno de los impulsos tiró la taza al suelo. Eva observaba el vacío donde debía ir el asa, los fragmentos rotos, heridas sangrantes en blanco y azul. Su padre se volvió y llamó a su madre para que recogiese los pedazos. Cuando su madre entró, él gritó:
–¿La has visto? Ahí de pie, mirando como una boba. Ni que nunca hubiese visto una taza rota.

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Comentarios

  • Ana

    Por Ana, el 15 agosto 2019

    La importancia de los detalles, de la belleza y de la sensibilidad para apreciar. Una forma de resistencia ante la zafiedad, la monotonía, el sinsentido que amenazan nuestra existencia; un resquicio de felicidad, un motivo de esperanza, una tabla de salvación para mantener un mínimo de equilibrio y salud mental.

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