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‘Novato en nota roja’: “¡Hablamos de periodismo! ¡Cojones ya!”

Por Antonio García Maldonado, el 3 de marzo de 2015, en libros

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Representación del periodismo. Foto: Esther Vargas / Flickr Creative Commons.

Representación del periodismo. Foto: Esther Vargas / Flickr Creative Commons.

Tomo prestado el exabrupto mítico del dramaturgo Fernando Arrabal frente a las cámaras, porque a veces siento las mismas ganas de saltar que tuvo él entonces. Si al escritor le cabreaba que se hablara del apocalipsis cuando hablaban del milenarismo (“el milenarismo va a llegaaar…”), a mí me enerva que se confunde la crisis del modelo de negocio del periodismo con la calidad del periodismo. O, más aún, que se crea que la primera es completamente independiente de lo segundo. Y pongo como ejemplo del nuevo periodismo narrativo el libro ‘Novato en nota roja’ (Libros del KO), de Alberto Arce.

Se ha dicho muchas veces: hay un auge de la no ficción, del periodismo narrativo, de la crónica en terreno. Ahora, incluso los novelistas consagrados quieren ser periodistas. Vuelve el reportaje largo, incluso en formato libro. Junto a escritores en activo como John Lee Anderson, Alberto Salcedo, Alma Guillermoprieto o Leila Guerriero, muchos medios y editoriales recuperan grandes reportajes de autores que dormían el sueño de los justos a la sombra de su producción en otros géneros.

Indro Montanelli, Octavio Paz, Norman Mailer, Curzio Malaparte o Joseph Mitchell son sólo algunos de los autores extranjeros de los que recientemente se ha traducido algún reportaje inédito. Entre los españoles, la recuperación del legado periodístico de Manuel Chaves Nogales es todo un símbolo. Azorín, Augusto Assía, Gaziel, Julio Camba, Josep Pla, Ramón J. Sender. De todos ellos hemos vuelto a tener noticias, nunca mejor dicho.

Y junto a esta feliz recuperación del género (y no por casualidad) surge una nueva ola de reporteros, que comparten casi todos algunas características: jóvenes (españoles y latinoamericanos, sobre todo), freelancers, precarios. Han reporteado en América Latina, y tienen allí sus referentes, o directamente viven en la región. Todos tienen o han tenido algún nexo con la colombiana Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano García Márquez (FNPI), y, en España, los ha dado a conocer la editorial Libros del KO, sin duda, el referente editorial en periodismo. Casi ninguno cambiaría sus condiciones por un sueldo fijo por sentarse en una mesa a editar teletipos con declaraciones de apparatchiks de segunda fila.

A riesgo de ser injusto con alguna omisión, pienso en los libros y crónicas de Ander Izagirre, Álex Ayala, Jacobo García, Pablo de Llano, Daniel Burgui, Andros Lozano, Diego Fonseca, Daniel Utrilla, o de los periodistas ligados al digital salvadoreño El Faro (Carlos Dada, Óscar Martínez, Carlos Martínez, Roberto Valencia, Daniel Valencia Caravantes, José Luis Sanz, Marcela Zamora) y al guatemalteco Plaza Pública (Carol Gamazo, Enrique Naveda, Alejandra Gutiérrez Valdizán), los colectivos M’Sur (desde los países del Mediterráneo), Dromómanos (cuyos reportajes sobre el narcotráfico publicados en el diario mexicano El Universal merecieron el Premio Ortega y Gasset de Periodismo el año pasado y acaban de ser editados por Tusquets en América Latina), o Periodistas de a Pie en México, donde el nivel de la crónica es extraordinario: Marcela Turati, Daniela Rea, Alejandro Almazán o Wilbert Torre están entre los mejores y más valientes reporteros del mundo. Y los que pululan alrededor de revistas como Gatopardo (México), Etiqueta Negra (Perú), El Malpensante y Arcadia (Colombia), Prodavinci (Venezuela) o The Clinic (Chile): Diego Osorno, Julio Villanueva, Mario Jursich, Boris Muñoz, Maye Primera o Patricio Fernández, entre otros muchos.

Novato en nota roja

Alberto Arce (Gijón, 1976) es un buen ejemplo de todo lo anterior. De 2012 a 2014 fue el único corresponsal extranjero en Honduras, el país más violento del mundo. Antes había escrito como freelance desde Palestina, Irak, Afganistán, Irán o Libia. De su experiencia en este último país salió su libro Misrata calling (Libros del KO, 2012), y es autor del documental To Shoot an Elephant, sobre el bloqueo de Gaza. Trabajó para el mencionado diario guatemalteco Plaza Pública, y actualmente trabaja para Associated Press (AP) en México.

He leído ahora Novato en nota roja, con un subtítulo tan corto como intimidante: corresponsal en Tegucigalpa. Sus memorias inmediatas de su experiencia en un país con una tasa de homicidios de unos 85 por cada 100.000 habitantes, cuando en España es del 0,8. Alberto Arce llegó a un país carcomido por la corrupción policial y política, con el narco infiltrado en todos los pliegues de su territorio (estratégicamente situado en la ruta de la droga hacia EEUU) y abrasado por el fenómeno de las maras violentas. Visitó sus atestadas cárceles, entrevistó a policías a los que mostraba pruebas de su corrupción evidente, habló con pandilleros, y con muchos dolientes por algunos de los homicidios que a diario le tocaba cubrir.

Basten tres ejemplos para mostrar la lejanía entre nuestras rutinas: su frustrada crónica del dragado de cadáveres del río que discurre por el centro de la ciudad, y el relato que hace en el capítulo ‘Un ataúd, un voto’, donde narra cómo los caciques políticos entregan ataúdes a los familiares de los asesinados para conseguir su adhesión electoral, con la consiguiente protesta ante el periodista de las funerarias privadas. Y el periodista saca sus conclusiones ante el espectáculo de la muerte: “Estamos enfermos. Todos. Los que creemos que nuestra presencia allí está justificada porque estamos trabajando y los que llevan a sus hijos a verlo como podrían estar en casa viendo una película B”.

El tercer ejemplo es el que más me ha impresionado, pero no es un pico de brillantez: todo el libro es así. Y es el relato de su encuentro en un penal con un chaval preso que le cuenta: “Mi mamá, cuando viene a verme, me hace llorar, aunque casi no llega a verme porque deja de vender tortillas y ese día no hay ingresos y no come nadie y no tiene para pagar el transporte aquí ni traerme nada”.

© Germán Andino

© Germán Andino

Estas tres historias marcan el estilo del libro. Una mezcla de sufrimiento y retrato social camusiano que recuerda al de las crónicas del escritor francés en la Cabilia argelina (“Nadie puede vivir dos años en un lugar sin sentirse parte de él”, escribe Arce), mezclado con el desconcierto conradiano de El corazón de las tinieblas (“reportear con la pandilla es reportear en una trinchera de fantasmas») y el análisis político que Francisco Goldman, otro grande contemporáneo del oficio, introdujo en su El arte del asesinato político (Anagrama, 2011), su realto sobre el asesinato del obispo Juan Gerardi en Guatemala, en 1998.

Y es también el retrato de la profesión; y de cómo el escritor vive atenazado, no sólo por el miedo a que te maten en una ciudad más violenta que Badgad o Kabul, sino por las propias trampas de la conciencia, por las constantes preguntas sobre el valor y la necesidad del oficio. Sobre la ética de tu trabajo. Y ese sufrimiento –que no vence al periodista, pero que sí le atormenta ocasionalmente– está contado en párrafos hastiados, acompañados de unos impactantes dibujos oscuros y crudamente reveladores del ilustrador hondureño Germán Andino (San Pedro Sula, 1984): “Del mismo modo que las madres modernas se comen la placenta para hacerse fuertes, nosotros nos acercamos a los muertos y hacemos callo”; o, cuando cubre un homicidio: “El reto […] es conseguir que le importe a alguien por qué murieron”. Porque él mismo lo afirma: “Qué, cuándo, cómo, quién: cuatro preguntas básicas de periodismo que se comen la quinta”. ¿Por qué?

“Si algo sale en Honduras suele ser por casualidad”, escribe el autor. “La pornografía de la disfuncionalidad, para disfrute del periodista”. Retrato del periodismo y del periodista, y de una Honduras que es lo más parecido que he leído al apocalipsis del que se quejaba Arrabal, al corazón de las tinieblas. Un país que, aunque el anterior jefe de la policía se lo niegue al periodista, es fallido, porque desprotege y envilece a sus ciudadanos. “Yo no estuve marcado para ser así, para matar”, le cuenta a Arce un policía paramilitar. “Siempre me crie con gente humilde, no estaba marcado para ser así”.

Lo raro es que Alberto Arce no esté loco. Que tenga familia. Y que quiera seguir contando lo que le ocurre a la gente que a nadie le importa en países que son noticia por sus dramas. Ahora está en México, y me acuerdo de la frase que anota el periodista Joseph Mitchell en su libro El secreto de Joe Gould, y que yo le aplico al autor de Novato en nota roja para encontrar una explicación a su temple y su optimismo: “Juzgaría que el hombre más cuerdo es el que con más firmeza comprende el aislamiento trágico de la humanidad y persigue con calma sus objetivos esenciales”.

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